domingo, 9 de febrero de 2020

LA BARCA DE LOS MUERTOS DE NIEMBRO

La imagen puede contener: cielo, nubes y exterior
Manuel Maurín
El pequeño cementerio se erguía al fondo de la ría, donde ésta se remansaba formando la plácida ensenada del Vau. Estaba cimentado sobre la misma arena y en las noches claras con marea alta, cuando el agua lo rodeaba casi por completo y las cruces asomaban sobre su casco pétreo, se asemejaba a una barca sagrada como las que en el antiguo Egipto navegaban sin cesar hacia el reino de los muertos.
Quién sabe por qué, una noche templada y plomiza los pálidos reflejos de la luna, tras filtrarse entre la neblina, comenzaron a disolver el mármol de las lápidas y lo derramaban, como una colada traslúcida, sobre las aguas tranquilas y las pequeñas embarcaciones varadas en la ribera.
Todo quedó, al fin, impregnado de una pátina cenicienta o, al menos, así lo percibió el viejo pescador de Barro mientras preparaba las nasas para salir a aguas abiertas antes del amanecer. Al lado de la tapia del extraño camposanto, observó paralizado cómo en el interior varias figuras flameantes, y plateadas también, discutían acaloradamente sobre los derechos de ubicación en el espacio fúnebre.
Escuchando sin respirar, mientras los latidos del corazón casi le impedían oír las palabras de las ánimas, se fue enterando de que, cuando se construyó el cementerio, se había zonificado en franjas paralelas según la categoría social y, ahora, los que ocupaban la parte de proa reclamaban una reorganización más justa e igualitaria.
En efecto, el acta de fábrica de la iglesia y el cementerio, de 1804, reservaba el primer tramo, inmediato al templo (y supuestamente al cielo) para los clérigos, el segundo y tercero para las familias que pudiesen pagar doce y seis reales respectivamente, el cuarto para los pobres y el quinto, y más próximo al muro marítimo, para los párvulos.
Los perjudicados reclamaban que se cumpliesen las promesas que les habían hecho desde el púlpito sobre el ansiado advenimiento y la felicidad sin distinciones en el Paraíso, porque llevaban décadas soportando la humedad y las salpicaduras salitrosas en la proa del buque sin atisbar mejora alguna. Por su parte, los privilegiados pedían paciencia y seguían hablando de un tránsito justo y bienaventurado en el que pocos confiaban ya.
Cuando el sol comenzó a disipar la niebla y a evaporar las fantasmagóricas irisaciones marmóreas, los muertos volvieron a las sepulturas y reaparecieron los encinares colgados del anfiteatro calcáreo que cerraba la ría, mientras la marea se retiraba y en la arena resurgía el duelo diario entre los zarapitos y los cámbaros.
El pescador no salió a alta mar. Volvió a casa excitado con la intención de contar lo sucedido, pero de camino notaba que los detalles que había observado con tanta nitidez se le iban desdibujando cada vez más rápido, como ocurre con la evaporación de los sueños al despertar. Desistió, por fin, de contar nada a nadie pero cambió el amarre del bote hacia la parte más alejada del cementerio y desde entonces evitó salir a la mar antes de que el sol comenzase a iluminar la barca de los muertos de Niembro.

              DdA, XVI/4402            

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