sábado, 4 de enero de 2020

EL HIMNO A LA CLARIDAD DE RAQUEL LANSEROS

Lazarillo

Nada mejor para empezar un nuevo año, si la poesía está entre nuestras aficiones, que hacerlo con una de las voces más valiosas de la poesía en lengua española de los últimos años, con una bibliografía que nunca defrauda. Se trata de Raquel Lanseros (Jerez de la Frontera, 1973), doctora en Didáctica de la Lengua y la Literatura, Máster en Comunicación Social y Licenciada en Filología. Como tal ejerce desde 2018 en la Universidad de Zaragonza. Su obra ha sido traducida al inglés, francés, italiano, holandés, hindi, turco, hebreo, griego, ruso, armenio, serbocroata, árabe y portugués. Quien escribe este intenso Himno a la claridad con el que queremos saludar al año recién nacido, se hizo al verso de niña escuchando los monólogos y soliloquios de los clásicos que le contaba su abuelo, apuntador de teatro, según contó Lanseros en una entrevista:

A cambio de mi vida nada acepto.
¿Qué se puede ofrecer que valga más
que el calor de la llama, que la espiga
convocada a ser grano, que la noche
que dentro ya contiene el joven día?
Escucho mis pisadas sobre el suelo.
A lo lejos, alguien también las oye.
Tañido lastimero de campanas
en su oído. Eco de brasas tiernas
en el mío, que todavía es temprano
y en el cuerpo palpita el pulso errante.
Me pongo por testigo en esta hora,
cuando la lluvia lava más que riega
y los libros liberan más que nutren.
¿A qué esperáis? Encended los caminos,
que empapen bien los ojos. Recorredlos
mientras haya una lumbre en los pulmones,
mientras un niño aguarde su ocasión
de convertirse en hombre, mientras verbos
de orígenes distantes desemboquen
en una voz unida, mientras reinen
las noches que nos prenden, abrazad
el destello arcilloso de la tierra
que es nuestro hogar común,
el verdadero.
A cambio de mi vida nada acepto,
aunque sepa -y bien que eso me duele-
que no siempre es el justo el encumbrado.
La luz es un oficio fugitivo,
impenitente en su aversión al óxido.
Aun así, yo me aferro a esta urdimbre,
a esta pila de huesos que me suman,
a este rayo en proceso, presentido
en su persecución de lo inefable.
La profecía acampa frente al cielo
con los párpados tersos y se afana
en avanzar en base a lo avanzado.
Que nada nos detenga. La llamada
del infinito debe obedecerse.
Soberana inquietud que nos animas,
enséñanos a merecer el néctar
de estos días que nos tocan. Muéstranos
un modo de luchar contra el vacío
de este dulce interludio. Que la fe
en la alegría posible no abandone
ni la razón despierta ni el recuerdo.
Sé que tengo sentido porque vivo,
y sé que no hay dolor ni menoscabo
que puedan inmolar esta fortuna
de ser en el presente, de existir,
de sentirme el orfebre del instante.
Yo soy mi propio riesgo. Doy por cierta
la sed de infinitud que me espolea.
Ante el placer de respirar me postro.
No hay verdad más profunda que la vida.

                    DdA, XVI/4369                

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