viernes, 1 de noviembre de 2019

LA LUZ DEL PASEO DEL VELÓDROMO


Félix Población

Con ser el club de fútbol de la ciudad algo con mucha solera y muy respetado por los gijoneses de antaño y hogaño, se puede decir que fue la bicicleta, o por mejor decir el velocípedo, lo que mucho antes atrajo la afición deportiva del vecindario, hasta el punto de que a finales del siglo XIX se instaló un velódromo municipal en las inmediaciones de la que fue Fábrica de Cristales, de la que solo quedaba un extenso solarón en mi niñez, en donde se ubicaban los circos y carruseles durante las ferias y fiestas de Begoña. Precisamente en el transcurso de estos festejos veraniegos se celebraban las carreras de velocípedos que darían lugar a la primera escuela ciclista de la ciudad, el Cicling Club. Según las crónicas, era numeroso el censo de ciclistas, compuesto sobre todo por trabajadores y ciudadanos de clase media.

Faltaba medio siglo para que el niño que fui pisara y jugara en lo que en esta vieja fotografía es el Paseo del Velódromo, siempre con el sueño de que por una azarosa ventura a mi madre le tocara un día la lotería y llegaran hasta mis pies los pedales de una anhelada bicicleta, el afán más añorado de toda una generación. No tuve esa suerte, pero sí la de patear hasta la extenuación el parque en el que se convirtió aquel paseo por donde vemos en primer plano, en esta imagen de los primeros años del pasado siglo, a dos niños de corta edad, ambos con boina, que me han hecho reparar en la instantánea cuando faltaban aún casi dos decenios para que mis abuelos paternos residieran en uno de los edificios próximos al lugar, después de haber vivido en una casita de planta baja en Villalegre, un pueblecito entonces próximo a la Villa del Adelantado de la Florida, en cuya estación de ferrocarril el padre de mi padre era guardagujas.

 Foto de portada de mi libro El árbol del pan

Del modesto gentío que habita la imagen en una fecha dominical del Rastro, que en los años cuarenta pasaría a instalarse en terrenos del no muy distante Humedal, me han parecido singulares esas dos pequeñas figuras como posibles frecuentadores en el porvenir del llamado Parque Infantil, que sería escenario de mis primeros juegos, cincuenta años más tarde, cuando me inicié en la vida social de la niñez, con mi primer colegio y mis primeros amigos. Para entonces, esos dos chiquillos ya se habrían adentrado  en el arrabal de senectud y serían algunos de los ancianos que se reunían a conversar junto a los bancos del quiosco que hacía esquina, al otro lado de la calle que dividía el parque nuevo del parque viejo, con sus palmeras y su estanque de azulejos de colores marrones y azules.

Para que eso llegara a ocurrir habría que suponer que aquel azaroso siglo, en cuya primera mitad se vivieron varias guerras mundiales y la más atroz tragedia nacional de la historia de este país, que fue su propia guerra, hubiera respetado la vida de esas dos criaturas, cuando por edad tuvieron que combatir en alguno de los frentes de ese crudelísimo conflicto. Ninguno de los vendedores ambulantes o de los muchos y curiosos clientes y paseantes que distendidamente se encontraban ese domingo en el Paseo del Velódromo podría imaginar tan aciago porvenir al cabo de tres décadas.
 
Desconozco si los jóvenes árboles que bordean ese espacio urbano sobrevivieron a los bombardeos de la aviación nazi a partir del verano de 1936, porque una de las  muchas bombas que cayeron sobre Gijón durante la guerra incivil impactó precisamente en ese lugar. Quiero creer que esos árboles siguieron creciendo conmigo, porque los de mi niñez tenían una considerable altura y una no menos respetable envergadura de tronco, propia de una edad avanzada, y también una amplia y tupida sombra bajo la que refrescábamos el sudor de nuestras permanentes correrías .


Esos árboles y el edificio que se observa al fondo, que aún sobrevive en un avanzado estado de abandono en el mismo centro de la ciudad, junto con esa pareja de niños, prestan a la fotografía la identificación y empatía suficientes como para hacerla familiar a mis ojos, propiciando esta sucinta y modesta lectura memoriosa. En uno de los pisos de ese edificio que daban al parque ya vivía entonces el pintor Nicanor Piñole, al que llegaría a conocer ya centenario, cuando había ganado una celebridad que nunca tuvo ni posiblemente apeteció. 

Por los años de la fotografía, quizá Piñole se había establecido definitivamente en la ciudad, después de su paso efímero por Roma y París y su participación en varias exposiciones internacionales con su cuadro  Familia pobre, que presentara en la de Arte Moderno celebrada en la capital italiana y que alguien me explicó una vez con la suficiente convicción y perspicacia como para que, con diez o doce años, comprara una caja de óleos y ensayara unas inciertas inquietudes artísticas para la que pronto no me sentí llamado.

De Piñole no es muy conocido otro cuadro, Cervera, fechado en 1938, e inspirado precisamente en los bombardeos del crucero faccioso que llevaba el nombre de ese almirante y que infundieron en la población civil auténtico pánico durante su interminable cañoneo desde la costa. Esta pintura es una excepción dentro de la obra figurativa del artista, por los elementos simbólicos que la conforman, con la imagen esquelética de la muerte avanzando sobre una ciudad destrozada por la guerra. Podría pensarse, por ser casi coincidente con el Guernica de Picasso, que Piñole también quiso reflejar con esta pintura su personal mensaje antibelicista, del que dejó constancia en otras obras sobre la guerra en Gijón. 


La imagen de aquel Rastro de 1906, cuando Piñole era todavía veinteañero, bien le podría haber servido para trazar un apunte doméstico y amable del vecindario gijonés de su juventud. De haberlo hecho, yo le habría puesto la luz verpertina en lugar de la matinal, la misma que sigue iluminando hoy la llamada Plaza de Europa y presta a ese ámbito urbano la atmósfera quizá más efusiva de la niñez que llevo dentro, cuando a media tarde,  con el bocadillo de chocolate y mantequilla en la mano, descendía corriendo las gastadas escaleras de madera del domicilio familiar  y me integraba con un gozo siempre renovado en la vida callejera, entre los primeros amigos y los primeros juegos colectivos. Tenía la sensación entonces de que cada día estrenaba un júbilo recién encarnado en mi cuerpo, como si se tratara de un prenda nueva que tocaba usar con la máxima celeridad, porque fuera en invierno o verano, con la noche más corta o más larga, toda aquella urgencia por vivir que denotaba mi carrera hasta el parque se quedaba siempre en un suspiro.

Esa luz de media tarde iluminó muchos de los mejores pasajes de mi niñez hace bastante más de medio siglo, como también habría iluminado, medio siglo antes, los de esos dos guajes con boina que vemos en el desaparecido Paseo del Velódromo.  

                     DdA, XV/4325                 

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