Cuando un árbol
nos ofrece su fruto
la tierra tiembla.
nos ofrece su fruto
la tierra tiembla.
Mar Braña
Mientras visitaba las Médulas, ardía el Amazonas. Lo supe después. En
Ponferrada tuve la sensación de que aquel paisaje estaba pintado por la
codicia humana. No sé quién otorga el valor al oro, ni por qué las vetas
de ese preciado metal cotizan mucho más que las de la cálida madera.
Ignoro quién pone tanto empeño en etiquetar la vida con tallas y
precios. Venimos sin nada, sin nada nos iremos y parece bastante absurdo
malgastar el tiempo (curiosamente dicen
que "el tiempo es oro") en pelear por lo que no hemos traído y tampoco
vamos a llevarnos, sin cuidar aquello que nos da oxígeno para seguir
vivos, como si nos empeñásemos en respirar únicamente para apagar las
velas de nuestro entierro.
Ver todas aquellas galerías, aquellas piedras perforadas por el saqueo y luego abandonadas entre la vegetación, me hizo pensar una vez más que somos la peor pesadilla de la Tierra.
Siento veneración por los farallones, los senderos y los árboles que volvieron a dar forma al paisaje lunar. Los árboles respiran y nos abrazan, crecen alineados, enlazan sus ramas y sufren. Un trozo de esa corteza, de esa piel con la que tallamos camas, sillas y armarios es más útil que cualquier joya. Los árboles están atados a la tierra, sus raíces les impiden huir del fuego y convierten su tronco en una pira funeraria. Haría falta que el cielo abriera sus compuertas sobre el Amazonas y que ningún descerebrado provocase un nuevo incendio…
Mientras estaba en el mirador de Orellán, me entraban por los ojos las piedras perforadas —un queso gruyere de arenisca rojiza que atrapaba la luz del sol— y sus sombras proyectadas sobre el lago Sumido. No sabría decir a dónde ha ido a parar el oro, aunque puedo imaginarlo porque siempre corre hacia las mismas manos. Sólo nos quedan las piedras y algunos árboles con que la tierra se regenera. Abandonada la explotación, el lugar se repobló con robles, castaños, escobas, carquesa, encinas y carrascas. Ellos son el auténtico tesoro. Ojalá no ardan nunca.
Llueve. Todavía no sabíamos que la selva estaba de duelo. En el mesón con muebles de la época de don Quijote, la moza de carácter recio castellano que nos atiende ríe cuando un grupo de turistas le comenta que no debe de hacer mucho frío en ese lugar durante el invierno, porque, según aducen, hay plantas de periquitos. Los periquitos son vivaces y probablemente desaparecen con la primera helada que caerá en breve, por eso ella ríe. Ríe porque los muros de piedra son anchos, las ventanas estrechas y pequeñas y la luz que entra por ellas, escasa, cualquiera puede verlo, hasta estos andaluces se dan cuenta al escuchar la risa jocosa de la mesonera perforando los últimos días de agosto.
Ver todas aquellas galerías, aquellas piedras perforadas por el saqueo y luego abandonadas entre la vegetación, me hizo pensar una vez más que somos la peor pesadilla de la Tierra.
Siento veneración por los farallones, los senderos y los árboles que volvieron a dar forma al paisaje lunar. Los árboles respiran y nos abrazan, crecen alineados, enlazan sus ramas y sufren. Un trozo de esa corteza, de esa piel con la que tallamos camas, sillas y armarios es más útil que cualquier joya. Los árboles están atados a la tierra, sus raíces les impiden huir del fuego y convierten su tronco en una pira funeraria. Haría falta que el cielo abriera sus compuertas sobre el Amazonas y que ningún descerebrado provocase un nuevo incendio…
Mientras estaba en el mirador de Orellán, me entraban por los ojos las piedras perforadas —un queso gruyere de arenisca rojiza que atrapaba la luz del sol— y sus sombras proyectadas sobre el lago Sumido. No sabría decir a dónde ha ido a parar el oro, aunque puedo imaginarlo porque siempre corre hacia las mismas manos. Sólo nos quedan las piedras y algunos árboles con que la tierra se regenera. Abandonada la explotación, el lugar se repobló con robles, castaños, escobas, carquesa, encinas y carrascas. Ellos son el auténtico tesoro. Ojalá no ardan nunca.
Llueve. Todavía no sabíamos que la selva estaba de duelo. En el mesón con muebles de la época de don Quijote, la moza de carácter recio castellano que nos atiende ríe cuando un grupo de turistas le comenta que no debe de hacer mucho frío en ese lugar durante el invierno, porque, según aducen, hay plantas de periquitos. Los periquitos son vivaces y probablemente desaparecen con la primera helada que caerá en breve, por eso ella ríe. Ríe porque los muros de piedra son anchos, las ventanas estrechas y pequeñas y la luz que entra por ellas, escasa, cualquiera puede verlo, hasta estos andaluces se dan cuenta al escuchar la risa jocosa de la mesonera perforando los últimos días de agosto.
DdA, XV/4325
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