jueves, 21 de noviembre de 2019

EL KIOSCO DEL PRIMER CHÉSTER


Félix Población

Si duda habrá otras fotografías en las que se observe mejor la presencia del viejo kiosco de madera que aparece en el centro de la imagen y que estaba ubicado en los Jardines de la Reina,  en el puerto interior de Gijón, muy cerca de la parada de las líneas de tranvía que iban a Somió, barrio residencial de la clase potentada desde el siglo XIX -el más rico de la región-, y a los barrios obreros del Natahoyo y La Calzada, hasta  llegar a El Musel, el puerto exterior. Ese fue uno de los viejos kioscos que más perduró en la villa, antes de que fuera sustituido por otros de aluminio mucho más funcionales que fueron instalados en los años sesenta por el centro de la ciudad.

Mi infancia y adolescencia  tienen en aquellos kioscos un punto de referencia importante, unido a la lectura de mis primeros tebeos, con El capitán Trueno de Victor Mora y el dibujante Ambrós como publicación preferida, y también, como es el caso, a mi primer cigarrillo. Algunos de los antiguos kioscos eran tan vistosos y modernistas como los que existían en Los Campinos de Begoña, frente a la iglesia de San Lorenzo. El de los Jardines de la Reina no tenía esa prestancia, pero sí fue el que  abastecía de cigarrillos sueltos a mi amigo Cantarero, con el que estudiaba Matemáticas y Física y Química en una academia nocturna no muy distante que dirigía un cura exclaustrado al que llamábamos Palomo y se apellidaba Palomino. De ese kiosco, por mediación e influencia indudable de mi compañero, salió el primer pitillo que me llevé a los labios.

Solo en los kioscos se podían comprar cigarrillos sueltos, algo que por lo general hacían los más jóvenes fumadores y aquellos adultos con un bolsillo más precario, que eran muchos. Me parece que un pitillo de tabaco rubio de importación, marca Chesterfield, costaba por entonces una peseta, y que ese tabaco venía a ser un lujazo al lado de los humildísimos Celtas de tabaco negro, cuatro por una peseta, a los que se les llamaba el chéster obrero. Venían envasados en una tosca cajetilla que llevaba estampado un guerrero medieval barbado, con escudo, casco con cuernos y la espada en alto. Junto a los Celtas estaba el Ideales, que creo eran anterior en el mercado, un tabaco de picadura que mi padre requería en los estancos con la para mi ignota fórmula de "una de caldo", misterio que un día me aclaró diciendo que se debía al color amarillo del papel en que venían envueltos los pitillos, similar al del caldo de gallina. No tuvo mucho futuro este tabaco, a raíz de la salida del Celtas, pues para fumar ese "caldo" era preciso reliar los pitillos con el librillo de papelitos finos encolados que se vendía en los estancos, una dilación poco a poco desechada por el ritmo cada vez más acelerado que llevaban los tiempos.

Como la economía era en aquellos años muy estrecha, el tabaco negro era con mucho el que más se consumía, hasta el punto de que la percepción olfativa del tabaco rubio constituía por lo general algo ambientalmente excepcional, propio de determinados círculos sociales  a los que yo no solía tener acceso. Esa diferencia de olor entre un tabaco que parecía perfumado y otro que apestaba a astilla quemada marcaba de modo inmediato la diferencia de clase entre quienes frecuentaban uno u otro. Era tal el poder distintivo del olor a chéster que, fumado por una persona de apariencia modesta,  podía otorgarle una falsa aureola de supremacía, si bien eran contadas las ocasiones en que pudiera darse tal caso, siendo en todas motivo de especial significación.

Yo siempre hasta esa noche, en la que probé a fumar nada menos que un chéster por invitación de Cantarero, me limitaba a observar la varonil prestancia que adquiría mi amigo  mientras  lo hacía con mucha soltura durante nuestro corto paseo por El Muelle. No tendríamos más de catorce o quince años, pero los suyos, con el pitillo en la mano izquierda y aquellas profusas expiraciones aventando el humo contra la húmeda atmósfera de la noche neblinosa, me dejaban reducido a una niñez pánfila y parvularia de la que él, además, se sabía distanciar con una sobreactuación manifiesta en su gestualidad, para realce de un empaque algo artificioso en el que yo apenas reparaba.

Por lo demás, mi amigo Cantarero era un oyente  casi siempre interesado por la meticulosidad con la que le describía las películas o lecturas que él no había visto o leído. Fuera de ahí, me dejaba sumido en la menudencia cuando encendía su cigarrillo con la cabeza ladeada y la destreza de un experto fumador, evitando con la protección de la mano sobre la llama de la cerilla que el viento la apagase. Aquella maniobra maquinal me parecía todo un dechado de virtuosismo y adulta autoafirmación que me subsumía aún más en mi cándida niñez de chicle y chocolatina, como si mientras no me tragase el humo de mi primer pitillo con idéntico desparpajo y seguridad, y no lo hiciese con la misma concentración en la calada que la exhibida por mi amigo, la distancia entre los dos fuera poco menos que insalvable. 

La salvé una de esa noches de lluvia fina (orbayu) tan habituales en la costa de Asturias. Esa vez le conté a Cantarero la trama e incidencias de la película para mayores con reparos (fórmula al uso dictada por la censura eclesiástica vigente) Moll Flanders, un privilegio -el de acceder a la sala- que me era permitido disfrutar por contar con el permiso de Amadeo, portero del cine Albéniz, amigo de mi padre.  Lo hacía desde una butaca algo arrinconada y con mala visibilidad de una de las filas traseras,  después de acceder al cine cuando ya se había iniciado la proyección y nadie entre el público podía percibir mi tierna presencia. Lo discreto del lugar  me hubiera permitido ser algo más activo con la excitación que me procuraban determinadas secuencias, pero solo con pensarlo y la posibilidad de que  alguien descubriera mis bajas pasiones, hacía que se vinieran abajo aquellas pujantes y puntuales calenturas de bragueta.


Como en el caso del pícaro personaje femenino de la novela de Daniel Defoe la peli era pródiga en lances amorosas y mujeres descotadas, debí poner más celo descriptivo del habitual en la glosa, para holganza y recreo de mi encandilado oyente, de modo que al ofrecerme Cantarero un chéster, me lo llevé a los labios sin la menor vacilación. También, sin que yo mostrara la más mínima resistencia, me lo encendió con suma celeridad, en evitación de cualquier reserva por mi parte que interrumpiera la prosecución de la historia, interpretada por una treintañera y todavía muy sensual y seductora Kim Novack, puro pecado de la carne en fotogramas, según se puede apreciar en el cartel que por aquellos años no era permitido exponer en el exterior de la sala.

La calada a aquel primer chéster de mi vida no fue intensa, pero el mareo la sobrepasó con creces, hasta el punto de que hube de sentarme en una de las lanchas estacionadas en el muelle para no perder pie,  sin que el momentáneo sobresalto del vahído me impidiera repetir la experiencia en contadas y sucesivas ocasiones.  Tengo para mí que si me aficioné al tabaco, hasta hacer de su consumo una costumbre constreñida en todo caso a mi escaso poder adquisitivo, no fue en principio porque sintiera necesidad alguna de fumar, sino por la sensación de que mis palabras aliñadas con humo alcanzaban un cierta sustentación de madurez en mi voz y tonalidad,  de la que hasta entonces yo creía que estaba desprovisto.

Tardaría mucho tiempo en desvincular el tabaco de la palabra, desde ese inicial aprovisionamiento de un chéster en el viejo kiosco de los Jardines de la Reina. Muchos otros adolescentes de las generaciones precedentes a la mía habrán hecho lo propio en ese mismo lugar. Ellos posiblemente también habrán alumbrado la llama de sus primeros pitillos con la charla compartida de un amigo,  dando expresión a sus primeras emociones sexuales, rigurosamente condenadas por aquel clero de afincada raigambre inquisitorial y de tan celoso y pertinaz empeño en la fiscalización de nuestra enseñanza. Lo soportó este país durante casi toda su historia, especialmente cuando el nacional-catolicismo de la dictadura franquista le dio  la máxima  autoridad para hacer valer ese cometido. 

PS. Vaya desde aquí, por si por una improbable azar leyeran esta pequeña crónica memoriosa tantos años después, mi recuerdo para Manuel Cantarero, que vivía en la calle de Los Moros -cerca de la heladería Verdú, toda una institución gijonesa-, y para Angelines Hevia, que vivía en La Calzada y fue la compañera de estudios más hermosa de aquel fugaz tiempo de academia en que era posible compartir aula con las chicas, cuando esto no ocurría en la enseñanza pública. Nunca olvidaré la vez que Palomino la quiso castigar poniéndola de rodillas sobre el piso de vieja madera y ella se negó con una dignidad encomiable, descrita con el delicioso movimiento de su cuello erguido. El suave tacto de sus preciosas rodillas no se merecía semejante y oprobioso escarnio.

                           DdA, XV/4344                     

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