Si duda habrá
otras fotografías en las que se observe mejor la presencia del viejo kiosco de
madera que aparece en el centro de la imagen y que estaba ubicado en los
Jardines de la Reina, en el puerto interior de Gijón, muy cerca de la
parada de las líneas de tranvía que iban a Somió, barrio residencial de la
clase potentada desde el siglo XIX -el más rico de la región-, y a los barrios
obreros del Natahoyo y La Calzada, hasta llegar a El Musel, el puerto
exterior. Ese fue uno de los viejos kioscos que más perduró en la villa, antes
de que fuera sustituido por otros de aluminio mucho más funcionales que fueron
instalados en los años sesenta por el centro de la ciudad.
Mi infancia y
adolescencia tienen en aquellos kioscos un punto de referencia
importante, unido a la lectura de mis primeros tebeos, con El capitán Trueno
de Victor Mora y el dibujante Ambrós como publicación preferida, y también,
como es el caso, a mi primer cigarrillo. Algunos de los antiguos kioscos eran
tan vistosos y modernistas como los que existían en Los Campinos de Begoña,
frente a la iglesia de San Lorenzo. El de los Jardines de la Reina no tenía esa
prestancia, pero sí fue el que abastecía de cigarrillos sueltos a mi
amigo Cantarero, con el que estudiaba Matemáticas y Física y Química en una
academia nocturna no muy distante que dirigía un cura exclaustrado al que
llamábamos Palomo y se apellidaba Palomino. De ese kiosco, por mediación e
influencia indudable de mi compañero, salió el primer pitillo que me llevé a
los labios.
Solo en los
kioscos se podían comprar cigarrillos sueltos, algo que por lo general hacían
los más jóvenes fumadores y aquellos adultos con un bolsillo más precario, que
eran muchos. Me parece que un pitillo de tabaco rubio de importación, marca
Chesterfield, costaba por entonces una peseta, y que ese tabaco venía a ser un
lujazo al lado de los humildísimos Celtas de tabaco negro, cuatro por una
peseta, a los que se les llamaba el chéster obrero. Venían envasados en una
tosca cajetilla que llevaba estampado un guerrero medieval barbado, con escudo,
casco con cuernos y la espada en alto. Junto a los Celtas estaba el Ideales,
que creo eran anterior en el mercado, un tabaco de picadura que mi padre
requería en los estancos con la para mi ignota fórmula de "una de caldo",
misterio que un día me aclaró diciendo que se debía al color amarillo del papel
en que venían envueltos los pitillos, similar al del caldo de gallina. No tuvo
mucho futuro este tabaco, a raíz de la salida del Celtas, pues para fumar ese
"caldo" era preciso reliar los pitillos con el librillo de papelitos
finos encolados que se vendía en los estancos, una dilación poco a poco
desechada por el ritmo cada vez más acelerado que llevaban los tiempos.
Como la economía
era en aquellos años muy estrecha, el tabaco negro era con mucho el que más se
consumía, hasta el punto de que la percepción olfativa del tabaco rubio
constituía por lo general algo ambientalmente excepcional, propio de
determinados círculos sociales a los que yo no solía tener acceso. Esa diferencia
de olor entre un tabaco que parecía perfumado y otro que apestaba a astilla
quemada marcaba de modo inmediato la diferencia de clase entre quienes
frecuentaban uno u otro. Era tal el poder distintivo del olor a chéster que,
fumado por una persona de apariencia modesta, podía otorgarle una falsa
aureola de supremacía, si bien eran contadas las ocasiones en que pudiera darse
tal caso, siendo en todas motivo de especial significación.
Yo siempre hasta
esa noche, en la que probé a fumar nada menos que un chéster por invitación de
Cantarero, me limitaba a observar la varonil prestancia que adquiría mi
amigo mientras lo hacía con mucha soltura durante nuestro corto
paseo por El Muelle. No tendríamos más de catorce o quince años, pero los
suyos, con el pitillo en la mano izquierda y aquellas profusas expiraciones
aventando el humo contra la húmeda atmósfera de la noche neblinosa, me dejaban
reducido a una niñez pánfila y parvularia de la que él, además, se sabía
distanciar con una sobreactuación manifiesta en su gestualidad, para realce de
un empaque algo artificioso en el que yo apenas reparaba.
Por lo demás, mi
amigo Cantarero era un oyente casi siempre interesado por la
meticulosidad con la que le describía las películas o lecturas que él no había
visto o leído. Fuera de ahí, me dejaba sumido en la menudencia cuando encendía
su cigarrillo con la cabeza ladeada y la destreza de un experto fumador,
evitando con la protección de la mano sobre la llama de la cerilla que el
viento la apagase. Aquella maniobra maquinal me parecía todo un dechado de
virtuosismo y adulta autoafirmación que me subsumía aún más en mi cándida niñez
de chicle y chocolatina, como si mientras no me tragase el humo de mi primer
pitillo con idéntico desparpajo y seguridad, y no lo hiciese con la misma
concentración en la calada que la exhibida por mi amigo, la distancia entre los
dos fuera poco menos que insalvable.
La salvé una de
esa noches de lluvia fina (orbayu) tan habituales en la costa de Asturias. Esa
vez le conté a Cantarero la trama e incidencias de la película para mayores con
reparos (fórmula al uso dictada por la censura eclesiástica vigente) Moll
Flanders, un privilegio -el de acceder a la sala- que me era permitido
disfrutar por contar con el permiso de Amadeo, portero del cine Albéniz, amigo
de mi padre. Lo hacía desde una butaca algo arrinconada y con mala
visibilidad de una de las filas traseras, después de acceder al cine
cuando ya se había iniciado la proyección y nadie entre el público podía
percibir mi tierna presencia. Lo discreto del lugar me hubiera permitido
ser algo más activo con la excitación que me procuraban determinadas
secuencias, pero solo con pensarlo y la posibilidad de que alguien
descubriera mis bajas pasiones, hacía que se vinieran abajo aquellas pujantes y
puntuales calenturas de bragueta.
Como en el caso
del pícaro personaje femenino de la novela de Daniel Defoe la peli era pródiga en lances
amorosas y mujeres descotadas, debí poner más celo descriptivo del habitual en
la glosa, para holganza y recreo de mi encandilado oyente, de modo que al
ofrecerme Cantarero un chéster, me lo llevé a los labios sin la menor
vacilación. También, sin que yo mostrara la más mínima resistencia, me lo
encendió con suma celeridad, en evitación de cualquier reserva por mi parte que
interrumpiera la prosecución de la historia, interpretada por una treintañera y
todavía muy sensual y seductora Kim Novack, puro pecado de la carne en
fotogramas, según se puede apreciar en el cartel que por aquellos años no era
permitido exponer en el exterior de la sala.
La calada a aquel
primer chéster de mi vida no fue intensa, pero el mareo la sobrepasó con
creces, hasta el punto de que hube de sentarme en una de las lanchas
estacionadas en el muelle para no perder pie, sin que el momentáneo
sobresalto del vahído me impidiera repetir la experiencia en contadas y
sucesivas ocasiones. Tengo para mí que si me aficioné al tabaco, hasta
hacer de su consumo una costumbre constreñida en todo caso a mi escaso poder
adquisitivo, no fue en principio porque sintiera necesidad alguna de fumar,
sino por la sensación de que mis palabras aliñadas con humo alcanzaban un
cierta sustentación de madurez en mi voz y tonalidad, de la que hasta
entonces yo creía que estaba desprovisto.
Tardaría mucho
tiempo en desvincular el tabaco de la palabra, desde ese inicial
aprovisionamiento de un chéster en el viejo kiosco de los Jardines de la Reina.
Muchos otros adolescentes de las generaciones precedentes a la mía habrán hecho
lo propio en ese mismo lugar. Ellos posiblemente también habrán alumbrado la
llama de sus primeros pitillos con la charla compartida de un amigo,
dando expresión a sus primeras emociones sexuales, rigurosamente condenadas por
aquel clero de afincada raigambre inquisitorial y de tan celoso y pertinaz
empeño en la fiscalización de nuestra enseñanza. Lo soportó este país durante
casi toda su historia, especialmente cuando el nacional-catolicismo de la
dictadura franquista le dio la máxima autoridad para hacer valer
ese cometido.
PS. Vaya desde
aquí, por si por una improbable azar leyeran esta pequeña crónica memoriosa
tantos años después, mi recuerdo para Manuel Cantarero, que vivía en la calle
de Los Moros -cerca de la heladería Verdú, toda una institución gijonesa-, y
para Angelines Hevia, que vivía en La Calzada y fue la compañera de estudios
más hermosa de aquel fugaz tiempo de academia en que era posible compartir aula
con las chicas, cuando esto no ocurría en la enseñanza pública. Nunca olvidaré
la vez que Palomino la quiso castigar poniéndola de rodillas sobre el piso de
vieja madera y ella se negó con una dignidad encomiable, descrita con el
delicioso movimiento de su cuello erguido. El suave tacto de sus preciosas
rodillas no se merecía semejante y oprobioso escarnio.
DdA, XV/4344
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