Julia y sus hermanas
Eduardo Martín
Foro por la Memoria de Zamora
Un año más, la ciudad de Zamora acogerá esta
semana una misa en sufragio por las almas de Francisco Franco y de José
Antonio Primo de Rivera, y un año más se convocará a los asistentes
mediante una esquela que atribuye al primero todos los honores de los
que se apropió mediante el golpe de estado más brutal de nuestra
historia y al segundo la condición de víctima del régimen democrático
contra el que promovió la violencia terrorista y la insurrección armada.
El difunto obispo y el jovial párroco de San Vicente (parroquia donde
se oficiaba la misa) nos recordaron hace tres años, cuando les
planteamos la incompatibilidad de esta celebración con la ley de
memoria, el derecho de estos (y de los demás) difuntos a que se celebren
misas por su alma, derecho que sin duda es una necesidad perentoria en
el caso de estas dos almas.
No
podemos evitar que la llegada de esta fecha nos recuerde la
conversación que en 2004 tuvimos con Teresa, la modista de Villalpando,
que tristemente ya no está entre nosotros. Teresa nos contó que durante
varios años, cuando llegaba el 20 de noviembre, las autoridades locales
multaban a su padre, Román Cifuentes, por negarse a asistir a la misa
que se celebraba en su parroquia por el alma de José Antonio. Sus
razones para esta negativa eran poderosas: el 20 de noviembre de 1936,
la segunda de sus hijas, Julia Cifuentes, de 28 años, fue sacada de la
cárcel, asesinada y enterrada en el cementerio de Zamora; junto a ella
fueron enterradas otras dos mujeres: Ramona Ortiz Juan, de 45 años
natural y vecina de Bamba, viuda y con dos hijos, y Fidela García
Sánchez, de 33 años, natural de Aldehuela (Salamanca) y vecina de la
carretera de Roales, casada y con una hija. Junto a ellas tres fueron
enterrados seis hombres, asesinados el mismo día por los
correligionarios de José Antonio. Baldomera Veledo, la madre de Julia,
se encontraba también detenida y tuvo que presenciar como su hija era
conducida a la muerte.
Estamos
acostumbrados a que se nos ridiculice por un supuesto empeño en
recordar "muertos de la guerra", pero esto no tiene nada que ver con "la
guerra". Estos hechos ocurrían a doscientos kilómetros del frente más
cercano, y los militares golpistas que ordenaron estos crímenes no
esperaban tener por delante el largo conflicto armado que sabemos que
tuvo lugar, sino un paseo militar que finalizaría en cuestión de
semanas: esos días, el ejército de Franco pisaba la Ciudad Universitaria
de Madrid y las previsiones burocráticas y festivas para la toma de la
capital eran públicas y notorias. Esto no impidió que al finalizar el
mes de noviembre, yacieran en el cementerio de Zamora los cadáveres de
más de seiscientas personas asesinadas por los golpistas (la mayor parte
de las víctimas que la represión llegaría a causar en la ciudad), y que
ese mes se diera el impulso definitivo a la liquidación de docenas de
detenidos en las cárceles de Toro, de Benavente y de Bermillo.
Por
tanto, no estamos hablando de las consecuencias de la guerra sino de la
ejecución implacable de un plan de exterminio, de limpieza ideológica
para descabezar a la clase obrera y a las clases medias progresistas, la
"acción en extremo violenta" para la que el general Mola venía
instruyendo a sus colaboradores en toda España desde que la derecha
perdió las elecciones de febrero del 36, las decenas de miles de
fusilamientos que el protomártir Calvo Sotelo estimaba necesarios para
conseguir "setenta años de paz social". Una maquinaria homicida sin
escrúpulos de ninguna clase: de las 103 personas cuyo asesinato se
registró en la ciudad en aquel noviembre, trece eran mujeres, con edades
que van de los 16 años de Ángela Flechoso a los 58 de Emilia Ramos.
Y
no fue una violencia incontrolada: aunque ninguno de los asesinados en
noviembre había sido condenado a muerte en consejo de guerra, todas
estas muertes fueron ordenadas o justificadas por la autoridad militar,
dispuesta a disfrazar cualquier aberración como un servicio a Dios y a
España. Crímenes como el asesinato, aquel 20 de noviembre, de una mujer
que había denunciado los abusos sufridos por su hija de diez años: ni
que decir tiene que el denunciado sería absuelto, ya en 1937, en un
juicio al que la denunciante no compareció por razones obvias y en el
que el abogado defensor era, casualmente (o no) uno de los falangistas
que habían detenido a Julia Cifuentes en Villalpando. Pueden añadir a
todo esto la retórica que quieran de banderas victoriosas con rosas
prendidas al paso alegre de la paz, de guardias sobre los luceros y de
esa memoria "sin odio y con amor" que defendía Ortega Smith hace un año,
pero la verdad seguirá revelando, lisa y llanamente, crímenes contra la
humanidad.
En fin, nada
evitará que la misa se celebre una vez más en una de nuestras iglesias,
cuyos confesionarios conservan todavía el eco de estas atrocidades que,
sin duda fueron perdonadas por los sucesivos párrocos, predecesores del
que hoy oficiará esta ceremonia a la que, gracias a Dios, ya no se
obliga a nadie a asistir.
DdA, XV/4343
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