domingo, 6 de octubre de 2019

EL FUTURO DE LAS IDEOLOGÍAS Y LAS IDEOLOGÍAS CON FUTURO


Manuel Monereo

El futuro ya no es lo que era. El presente tampoco. Es una vieja historia de conquistas, frustraciones y derrotas. La “caída del Imperio del Mal” fue percibida por la opinión dominante como una gran oportunidad. El fin de la contraposición Este-Oeste dejaba abierta la posibilidad de dedicarse al sur del mundo, es decir, llevar a cabo el derecho humano fundamental, el derecho al desarrollo de los pueblos y Estados. El fin de la URSS sería el inicio de un mundo gobernado por la ONU, que ponía fin a la carrera armamentista y a los bloques militares. Como se dijo en aquella época (la memoria, hoy más que nunca, es un arma cargada de futuro) se abría, por fin, el siglo de la socialdemocracia hasta tal punto, que las ventanillas de ingreso se llenaron de excomunistas de todos los colores y países.

Las cosas eran un poquito más complejas. La Guerra Fría tuvo muchos y variados lados, caliente en unos y helados en no pocos. El llamado Estado de bienestar o pacto socialdemocrático europeo tuvo mucho que ver con los delicados equilibrios de una situación geopolítica singular. Se organizó una matriz de fuerzas que engarzaba una izquierda política y sindical fuerte, las derrotas de una parte significativa de las derechas en la II Guerra Mundial, el miedo a la revolución y, hay que subrayarlo, el convencimiento de las élites de que el capitalismo tendría que ser regulado, de una u otra forma y que dejado a su libre desarrollo, generaba crisis y conflictos internacionales graves. Para decirlo desde otro punto de vista, los Estados, las democracias, fueron permeabilizadas por una lucha de clases que había encontrado un “círculo virtuoso” reformista uniendo salarios altos con incrementos de la productividad, aumentos del gasto social y fortalecimiento de la capacidad contractual de la clase trabajadora. La disolución del Pacto de Varsovia y la autodestrucción de la URSS puso fin a este mundo. Las ofensivas del capital encontraron, por fin, la línea de ruptura y el neoliberalismo se impuso en todas partes. Dicho sin literatura, la izquierda y la derecha se hicieron neoliberales y el reformismo se convirtió en una simple corrección de los efectos más nocivos de un capitalismo que ya no tenía alternativa.

La crisis de las ideologías fue desigual y asimétrica, como siempre. Izquierda y derecha, desde el punto de vista ideológico, son relacionales, cuya posición cambia en función de la hegemonía en la sociedad. Unas veces, la izquierda es la que determina la posición de la derecha y otras, al revés. Se puede decir hoy que la derecha (sus valores, sus objetivos y políticas) determina la posición de la izquierda. Esto significa que esta no tiene proyecto propio, no goza de autonomía cultural y no tiene bases sociales organizadas y definidas. La consecuencia es que la contraposición izquierda-derecha pierde valor como referencia política; la derecha es siempre más de derechas y a las izquierdas, el único contenido que les queda (defensivo y residual) es oponerse a estas.

Efectivamente, el futuro ya no es lo que era y el presente tampoco. Cuanto más se planifica el futuro, más asusta, más alarma y se aleja la posibilidad de cambiarlo desde el presente. Sabemos la catástrofe que nos amenaza; lo que no sabemos es cómo atajarla. Se ha roto la relación entre el pasado y el futuro y queda un presente que nos condena, que nos deja en las fronteras de un abismo social, ecológico, geopolítico y cultural de grandes dimensiones. Por lo pronto, el progreso ha dejado de ser el puente entre viejas y nuevas generaciones. La condición humana de esta época postsocialista está marcada por la inseguridad, las demandas crecientes de protección, de garantía ante un futuro marcado por la carencia de derechos, la pérdida de condiciones de vida y la ruptura con los vínculos sociales y territoriales.



El retorno del pasado y el futuro como problema político. Como se puede entender, se trata de algo más que una simple crisis de las ideologías políticas. Estamos ante una crisis cultural (en sentido fuerte) de una etapa del capitalismo financiarizado a la que algunos autores han llamado senil. Puede parecer que caigo en el catastrofismo. Lo grave es que la realidad se asemeja a la catástrofe. Recientemente Felipe González ha hecho dos observaciones que merece la pena tener en cuenta. Una, que el dominio del capitalismo financiero puede acabar con el capitalismo; la otra, que la sociedad no aguantará una nueva crisis del capitalismo. De facto, vivimos a la espera de una nueva recesión. Hay que poner atención a esto. Sabemos que viene una crisis y nos preparamos, no para evitarla, sino para mitigar sus efectos más dañinos. Estamos pasando de la economía a la teología. La crisis como destino inexorable, un dios que exige sacrificios para un capitalismo cada vez más brutal e incompatible con las necesidades humanas básicas.

El pasado retorna y con él ideologías que se consideraban superadas. Vuelven las derechas extremas, los populismos de derechas y se abren ventanas que nos dejan ver nuevos y viejos fascismos y culturas reaccionarias. Lentamente emerge la defensa del Estado nación, la crítica a la globalización capitalista y sus efectos sociales y territoriales, la defensa de las identidades de todas y cada una—, la crítica a la política y la desafección a unas democracias que son percibidas, cada vez más, como formas de gobierno oligárquicas, defensoras de los privilegios de los más fuertes y de espaldas a los deseos y aspiraciones de los pueblos, soberanos impotentes y sin poder.

Pues sí, lleva razón Felipe González. Como nunca se la di, tiene más mérito: el capitalismo financiero tiende a la autodestrucción y es incompatible con la sociedad, con cualquier sociedad. La Historia vale mucho como disciplina científica y pensar históricamente se ha convertido hoy en una necesidad política. Lo que vivimos se parece mucho a otras etapas del capitalismo. Lo que lo diferencia es la dimensión. La economía sistema-mundo se ha intensificado y la financiarización del capitalismo la ha unificado en tiempo real hasta tal punto que condena a la impotencia a todos los actores que, hasta hace bien poco, considerábamos omnipotentes y omniscientes. Desde hace años vivimos un “momento Polanyi” en su fase B; es decir, en la reacción de la sociedad, Estados y pueblos contra un capitalismo globalitario, autorregulado y depredador que, doctrinariamente, pretende mercantilizar el conjunto de las relaciones sociales, someter a la fuerza del trabajo, controlar el dinero e imponerse a una naturaleza que, crecientemente, se rebela ante una especie que la está llevando más allá de sus límites.

Las crisis se producen en condiciones dadas. Esta tiene en su centro a un agregado humano fundamental: la juventud. El futuro, su construcción, su diseño y su destino es cosa de jóvenes; siempre lo fue. La juventud sin futuro expresa una crisis existencial donde se entrecruzan presente y pasado y se atisba un porvenir que hoy parece inquietante, oscuro. Volviendo al viejo socialista austriaco, las ideologías de futuro tendrán que vérselas con una geopolítica en mutación, con las guerras, con la competencia entre las grandes potencias, con el fracaso de una Unión Europea neoliberal incapaz de ser un sujeto autónomo en un mundo en transformación, y sobre todo, con las aspiraciones de unas poblaciones social y culturalmente rotas donde el conflicto de clase se expresa, guste más o guste menos, en la emergencia de fuerzas populistas de diverso signo que, aparentemente, las defienden, protegen y dan seguridad.

Ideologías de futuro: ¿oportunidad para una agenda socialista? Hay que volver a la reflexión de Felipe González. El problema se podría plantear así: nunca ha sido tan necesaria como hoy una alternativa al capitalismo y nunca se ha percibido tan lejana. Seguimos viviendo en un capitalismo que parece no tener alternativa, que no tiene enemigos… más que él mismo. El éxito histórico del capitalismo ha sido su capacidad para hacer un uso positivo de sus contradicciones. Capitalismo y socialismo, en su enfrentamiento, han modificado el sistema y, hasta cierto punto, lo han hecho más fuerte. Dicho de otra forma, el capitalismo tenía un espejo donde mirarse y autocorregirse; ya no lo tiene. Por eso, sus tendencias autodestructivas se han incrementado. La victoria del neoliberalismo ha significado la derrota del socialismo en la media en que ha desaparecido del sentido común de las clases trabajadoras, de las clases subalternas, el horizonte de una sociedad alternativa, de su posibilidad y de su deseabilidad. Sin recuperar este imaginario no será posible hacer frente a los retos de un futuro que nos obliga a cambiar radicalmente nuestro presente.

Lo que no dice Felipe González es por qué este capitalismo tiende a la autodestrucción. Tiene que ver con una de las características del neoliberalismo: hacerse irreversible. Toda su estrategia consiste en generar instrumentos, políticas y modos de gestión que impidan u obstaculicen la vuelta a un capitalismo digámoslo así keynesiano. Lo que está en cuestión no es la revolución, sino la posibilidad de su reforma. La paradoja es que solo los revolucionarios defienden hoy un programa socialdemócrata y los antiguos reformistas son hoy la izquierda neoliberal.

La tesis que defiendo es que la fase que se abre en esta etapa de capitalismo en decadencia crea condiciones para la construcción colectiva de una agenda socialista a la altura de los tiempos. En su centro, la incompatibilidad creciente entre las necesidades básicas de las personas y el carácter depredador de un capitalismo financiero que genera crisis recurrentes cada vez más graves. Ahora, como antes, reivindicar el socialismo como proyecto en construcción requiere plantearse, al menos, el lugar de la política, el valor del compromiso y las bases de la propuesta.

El Estado nación es el lugar de la política y de la democracia. Es el lugar del conflicto de clase y redistributivo. Es el lugar del control del mercado, de la planificación del desarrollo y de la gestión de las políticas públicas. Es el lugar, también, de los derechos sindicales, laborales y sociales, de las pensiones... Deconstruir todo esto, desmontarlo pieza a pieza para construir una Unión Europea federal ha sido y es un error gigantesco; no solo porque “estos lugares” no serán los de una Europa unida, sino que el objetivo real de la UE no es otro que expropiar la soberanía económica de las democracias sociales construidas después de más de un siglo de luchas, conflictos y guerras. La Europa del futuro habrá que construirla con Estados y pueblos, nunca contra ellos.

La novedad histórica europea ha sido la emergencia de las masas en la política. Trabajadores conscientes entendieron que tendrían que crear un mundo nuevo basado en la libertad, la justicia y la igualdad y millones se pusieron en pie en base a un compromiso individual y colectivo jugándose su puesto de trabajo, las condiciones materiales de los suyos, su libertad y hasta la vida. Esto fue una “economía moral” de la multitud y, en torno a ella, se edificaron grandes partidos de masas, sindicatos de clase y fuertes organizaciones culturales, cívicas y económicas; es decir, socializaron la política, democratizaron la democracia y posibilitaron un nuevo tipo de Estado. Organizar una agenda socialista exigirá un compromiso político fuerte que genere organización, vínculos sociales y territoriales, trabajo voluntario, autoorganización social y una cultura crítica y liberadora; es decir, una forma-partido adaptada a una sociedad que cambia aceleradamente y que requiere formas de participación plurales y diversificadas.

La democracia del socialismo hay que imaginarla como un periodo histórico dilatado, con avances y retrocesos, donde el objetivo final nunca estará garantizado. La vieja metódica marxista sigue siendo útil: partir de la realidad de sus contradicciones para cambiarla. En el centro, una estrategia basada en una redistribución sustancial de la renta, riqueza, poder y tiempo social. Se trata de un proyecto socialista, ecológicamente fundamentado, concebido como una comunidad de memoria y de liberación, dirigido hacia una sociedad de hombres y mujeres libres e iguales comprometidos con la emancipación.

                     DdA, XV/4297                   

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