
Manuel Monereo
El futuro ya no es lo que era.
El presente tampoco. Es una vieja historia de conquistas, frustraciones y
derrotas. La “caída del Imperio del Mal” fue percibida por la opinión dominante
como una gran oportunidad. El fin de la contraposición Este-Oeste dejaba
abierta la posibilidad de dedicarse al sur del mundo, es decir, llevar a cabo
el derecho humano fundamental, el derecho al desarrollo de los pueblos y
Estados. El fin de la URSS sería el inicio de un mundo gobernado por la ONU,
que ponía fin a la carrera armamentista y a los bloques militares. Como se dijo
en aquella época (la memoria, hoy más que nunca, es un arma cargada de futuro)
se abría, por fin, el siglo de la socialdemocracia hasta tal punto, que las
ventanillas de ingreso se llenaron de excomunistas de todos los colores y
países.
Las cosas eran un poquito más
complejas. La Guerra Fría tuvo muchos y variados lados, caliente en unos y
helados en no pocos. El llamado Estado de bienestar o pacto socialdemocrático
europeo tuvo mucho que ver con los delicados equilibrios de una situación
geopolítica singular. Se organizó una matriz de fuerzas que engarzaba una
izquierda política y sindical fuerte, las derrotas de una parte significativa
de las derechas en la II Guerra Mundial, el miedo a la revolución y, hay que
subrayarlo, el convencimiento de las élites de que el capitalismo tendría que
ser regulado, de una u otra forma y que dejado a su libre desarrollo, generaba
crisis y conflictos internacionales graves. Para decirlo desde otro punto de
vista, los Estados, las democracias, fueron permeabilizadas por una lucha de
clases que había encontrado un “círculo virtuoso” reformista uniendo salarios
altos con incrementos de la productividad, aumentos del gasto social y
fortalecimiento de la capacidad contractual de la clase trabajadora. La
disolución del Pacto de Varsovia y la autodestrucción de la URSS puso fin a
este mundo. Las ofensivas del capital encontraron, por fin, la línea de ruptura
y el neoliberalismo se impuso en todas partes. Dicho sin literatura, la
izquierda y la derecha se hicieron neoliberales y el reformismo se convirtió en
una simple corrección de los efectos más nocivos de un capitalismo que ya no
tenía alternativa.
La crisis de las ideologías fue
desigual y asimétrica, como siempre. Izquierda y derecha, desde el punto de
vista ideológico, son relacionales, cuya posición cambia en función de la
hegemonía en la sociedad. Unas veces, la izquierda es la que determina la
posición de la derecha y otras, al revés. Se puede decir hoy que la derecha
(sus valores, sus objetivos y políticas) determina la posición de la izquierda.
Esto significa que esta no tiene proyecto propio, no goza de autonomía cultural
y no tiene bases sociales organizadas y definidas. La consecuencia es que la
contraposición izquierda-derecha pierde valor como referencia política; la
derecha es siempre más de derechas y a las izquierdas, el único contenido que
les queda (defensivo y residual) es oponerse a estas.
Efectivamente, el futuro ya no es
lo que era y el presente tampoco. Cuanto más se planifica el futuro, más
asusta, más alarma y se aleja la posibilidad de cambiarlo desde el presente.
Sabemos la catástrofe que nos amenaza; lo que no sabemos es cómo atajarla. Se
ha roto la relación entre el pasado y el futuro y queda un presente que nos
condena, que nos deja en las fronteras de un abismo social, ecológico,
geopolítico y cultural de grandes dimensiones. Por lo pronto, el progreso ha
dejado de ser el puente entre viejas y nuevas generaciones. La condición humana
de esta época postsocialista está marcada por la inseguridad, las demandas
crecientes de protección, de garantía ante un futuro marcado por la carencia de
derechos, la pérdida de condiciones de vida y la ruptura con los vínculos
sociales y territoriales.
El retorno del pasado y el
futuro como problema político. Como se puede entender, se trata de algo más
que una simple crisis de las ideologías políticas. Estamos ante una crisis
cultural (en sentido fuerte) de una etapa del capitalismo financiarizado a la
que algunos autores han llamado senil. Puede parecer que caigo en el
catastrofismo. Lo grave es que la realidad se asemeja a la catástrofe.
Recientemente Felipe González ha hecho dos observaciones que merece la pena
tener en cuenta. Una, que el dominio del capitalismo financiero puede acabar
con el capitalismo; la otra, que la sociedad no aguantará una nueva crisis del
capitalismo. De facto, vivimos a la
espera de una nueva recesión. Hay que poner atención a esto. Sabemos que viene
una crisis y nos preparamos, no para evitarla, sino para mitigar sus efectos
más dañinos. Estamos pasando de la economía a la teología. La crisis como
destino inexorable, un dios que exige sacrificios para un capitalismo cada vez
más brutal e incompatible con las necesidades humanas básicas.
El pasado retorna y con él
ideologías que se consideraban superadas. Vuelven las derechas extremas, los
populismos de derechas y se abren ventanas que nos dejan ver nuevos y viejos fascismos
y culturas reaccionarias. Lentamente emerge la defensa del Estado nación, la
crítica a la globalización capitalista y sus efectos sociales y territoriales,
la defensa de las identidades —de todas y cada una—,
la crítica a la política y la desafección a unas democracias que son
percibidas, cada vez más, como formas de gobierno oligárquicas, defensoras de
los privilegios de los más fuertes y de espaldas a los deseos y aspiraciones de
los pueblos, soberanos impotentes y sin poder.
Pues sí, lleva razón Felipe
González. Como nunca se la di, tiene más mérito: el capitalismo financiero
tiende a la autodestrucción y es incompatible con la sociedad, con cualquier
sociedad. La Historia vale mucho como disciplina científica y pensar
históricamente se ha convertido hoy en una necesidad política. Lo que vivimos
se parece mucho a otras etapas del capitalismo. Lo que lo diferencia es la
dimensión. La economía sistema-mundo se ha intensificado y la financiarización
del capitalismo la ha unificado en tiempo real hasta tal punto que condena a la
impotencia a todos los actores que, hasta hace bien poco, considerábamos
omnipotentes y omniscientes. Desde hace años vivimos un “momento Polanyi” en su
fase B; es decir, en la reacción de la sociedad, Estados y pueblos contra un
capitalismo globalitario, autorregulado y depredador que, doctrinariamente,
pretende mercantilizar el conjunto de las relaciones sociales, someter a la
fuerza del trabajo, controlar el dinero e imponerse a una naturaleza que,
crecientemente, se rebela ante una especie que la está llevando más allá de sus
límites.
Las crisis se producen en
condiciones dadas. Esta tiene en su centro a un agregado humano fundamental: la
juventud. El futuro, su construcción, su diseño y su destino es cosa de
jóvenes; siempre lo fue. La juventud sin futuro expresa una crisis existencial
donde se entrecruzan presente y pasado y se atisba un porvenir que hoy parece
inquietante, oscuro. Volviendo al viejo socialista austriaco, las ideologías de
futuro tendrán que vérselas con una geopolítica en mutación, con las guerras,
con la competencia entre las grandes potencias, con el fracaso de una Unión
Europea neoliberal incapaz de ser un sujeto autónomo en un mundo en
transformación, y sobre todo, con las aspiraciones de unas poblaciones social y
culturalmente rotas donde el conflicto de clase se expresa, guste más o guste
menos, en la emergencia de fuerzas populistas de diverso signo que,
aparentemente, las defienden, protegen y dan seguridad.
Ideologías de futuro:
¿oportunidad para una agenda socialista? Hay que volver a la reflexión de
Felipe González. El problema se podría plantear así: nunca ha sido tan
necesaria como hoy una alternativa al capitalismo y nunca se ha percibido tan
lejana. Seguimos viviendo en un capitalismo que parece no tener alternativa,
que no tiene enemigos… más que él mismo. El éxito histórico del capitalismo ha
sido su capacidad para hacer un uso positivo de sus contradicciones.
Capitalismo y socialismo, en su enfrentamiento, han modificado el sistema y,
hasta cierto punto, lo han hecho más fuerte. Dicho de otra forma, el
capitalismo tenía un espejo donde mirarse y autocorregirse; ya no lo tiene. Por
eso, sus tendencias autodestructivas se han incrementado. La victoria del neoliberalismo
ha significado la derrota del socialismo en la media en que ha desaparecido del
sentido común de las clases trabajadoras, de las clases subalternas, el
horizonte de una sociedad alternativa, de su posibilidad y de su deseabilidad.
Sin recuperar este imaginario no será posible hacer frente a los retos de un
futuro que nos obliga a cambiar radicalmente nuestro presente.
Lo que no dice Felipe González es
por qué este capitalismo tiende a la autodestrucción. Tiene que ver con una de
las características del neoliberalismo: hacerse irreversible. Toda su
estrategia consiste en generar instrumentos, políticas y modos de gestión que
impidan u obstaculicen la vuelta a un capitalismo —digámoslo así—
keynesiano. Lo que está en cuestión no es la revolución, sino la posibilidad de
su reforma. La paradoja es que solo los revolucionarios defienden hoy un
programa socialdemócrata y los antiguos reformistas son hoy la izquierda
neoliberal.
La tesis que defiendo es que la
fase que se abre en esta etapa de capitalismo en decadencia crea condiciones
para la construcción colectiva de una agenda socialista a la altura de los
tiempos. En su centro, la incompatibilidad creciente entre las necesidades
básicas de las personas y el carácter depredador de un capitalismo financiero
que genera crisis recurrentes cada vez más graves. Ahora, como antes,
reivindicar el socialismo como proyecto en construcción requiere plantearse, al
menos, el lugar de la política, el valor del compromiso y las bases de la
propuesta.
El Estado nación es el lugar de
la política y de la democracia. Es el lugar del conflicto de clase y
redistributivo. Es el lugar del control del mercado, de la planificación del
desarrollo y de la gestión de las políticas públicas. Es el lugar, también, de
los derechos sindicales, laborales y sociales, de las pensiones... Deconstruir
todo esto, desmontarlo pieza a pieza para construir una Unión Europea federal
ha sido —y es— un error gigantesco; no solo porque “estos lugares”
no serán los de una Europa unida, sino que el objetivo real de la UE no es otro
que expropiar la soberanía económica de las democracias sociales construidas
después de más de un siglo de luchas, conflictos y guerras. La Europa del
futuro habrá que construirla con Estados y pueblos, nunca contra ellos.
La novedad histórica europea ha
sido la emergencia de las masas en la política. Trabajadores conscientes
entendieron que tendrían que crear un mundo nuevo basado en la libertad, la
justicia y la igualdad y millones se pusieron en pie en base a un compromiso
individual y colectivo jugándose su puesto de trabajo, las condiciones materiales
de los suyos, su libertad y hasta la vida. Esto fue una “economía moral” de la
multitud y, en torno a ella, se edificaron grandes partidos de masas,
sindicatos de clase y fuertes organizaciones culturales, cívicas y económicas;
es decir, socializaron la política, democratizaron la democracia y posibilitaron
un nuevo tipo de Estado. Organizar una agenda socialista exigirá un compromiso
político fuerte que genere organización, vínculos sociales y territoriales,
trabajo voluntario, autoorganización social y una cultura crítica y liberadora;
es decir, una forma-partido adaptada a una sociedad que cambia aceleradamente y
que requiere formas de participación plurales y diversificadas.
La democracia del socialismo hay
que imaginarla como un periodo histórico dilatado, con avances y retrocesos,
donde el objetivo final nunca estará garantizado. La vieja metódica marxista
sigue siendo útil: partir de la realidad de sus contradicciones para cambiarla.
En el centro, una estrategia basada en una redistribución sustancial de la
renta, riqueza, poder y tiempo social. Se trata de un proyecto socialista,
ecológicamente fundamentado, concebido como una comunidad de memoria y de liberación,
dirigido hacia una sociedad de hombres y mujeres libres e iguales comprometidos
con la emancipación.
DdA, XV/4297
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