De siempre he sentido interés por la figura de Franco, un interés
que tiene una de sus demostraciones mayores en el hecho de que con
frecuencia leo trabajos sobre el dictador y su entorno. No me resulta
sencillo explicar, con todo, esa persistente afición. Supongo que uno de
los impulsos es la atracción que me producen los 'hombres malos'.
Recuerdo –lo he contado en el prólogo a mi libro sobre las vidas de
Fernando Pessoa- que hace un puñado de años un periodista me preguntó
con quién, de entre los personajes que poblaron el siglo XX, me habría
gustado compartir mesa. Respondí, sin dudarlo, y en virtud de la misma
perversión, que con Adolf Hitler. El mal me atrae irresistiblemente.
Pero en el caso de Franco se suman otros elementos. Uno de ellos es el
hecho de que el 'generalísimo' fuese protagonista principal de unas
décadas –las de 1930 y 1940- que me atraen mucho más que el tecnificado y
artificial mundo presente. Otro lo aporta la nebulosa condición de
gallego –y más aún de ferrolano, como mi padre- del dictador. Cierro las
presuntas explicaciones con el recordatorio de que aunque los años en
cuestión fueron más bien tristes y sombríos, mi memoria de los
estertores del franquismo habla de un mundo lleno de ingenuas –hoy lo
sé- esperanzas que prometían la reaparición de muchas de las querencias
que guiaron a quienes, en la década de 1930, pelearon por lo que hoy
deberíamos pelear. Asocio inequívocamente esas querencias con la imagen
de un sátrapa moribundo.
Muchas veces he sugerido a mis
alumnos que Franco no era, en cualquier caso, un estúpido. Cierto que su
débil oratoria, su vocecita un tanto ridícula y su tripa prominente lo
alejaban palmariamente de la figura de un dirigente carismático, y ello
por muchos esfuerzos que el régimen desplegase para fortalecer la imagen
correspondiente. Cierto también que sus percepciones ideológicas eran
de una simpleza apabullante que daba alas al asesino que llevaba dentro.
Pero alguien que consiguió imponerse a los demás generales que
asestaron el golpe de julio de 1936, y alguien que, más aún, logró
mantenerse en el poder durante casi cuarenta años no podía ser
rematadamente tonto. A buen seguro que disfrutaba de capacidades
vinculadas con la astucia y con la manipulación de las gentes.
Con el paso de los años he ido acumulando algunas anécdotas, ficticias o
reales, sobre la figura del dictador. Si las dos primeras que acopio
ahora proceden a buen seguro de alguna de mis lecturas –no me pidan más
detalles: ya saben que en mi caso la desmemoria gana de calle a la
memoria-, la tercera me la contó, en una tarde de farra en Compostela,
Pancho Valle-Inclán, uno de los nietos del autor de 'Tirano Banderas'.
Señala la primera, que al parecer es apócrifa pero está bien
tirada, que alguien pidió audiencia con Franco y procedió a explicarle
los problemas que se revelaban en no sé qué comarca o lugar. Parece que
el dictador lo escuchó pacientemente y, cuando el relato hubo acabado,
de la mano de un genuino tratado de sociología del conocimiento, y con
inevitable retranca gallega, se limitó a sentenciar: “Le voy a dar un
consejo: investigue menos la realidad y lea más nuestros periódicos...”.
La segunda anota que con ocasión de la inauguración de lo que fuere –un
monumento, un pantano, un campo de fútbol; incluso, quién sabe, y
aunque improbablemente, una escuela- estaba previsto que una niña
recitase unos versos. Comoquiera que la pequeña, muy nerviosa, no daba
con las palabras, ese magnánimo y tolerante personaje que era Franco se
le acercó, le dio una palmadita en el hombro y apostilló: “No te
preocupes, hija, yo soy un ser humano como todos los demás”. Ya ven
ustedes: siempre la palabra justa en el momento adecuado. Quién lo
hubiera dicho.
La tercera, en fin, cuenta que José María de
Areilza, embajador español en la Argentina a finales de la década de
1940 –y, mucho después, efímero ministro de Asuntos Exteriores-, pidió
también una audiencia con Franco (¡lo que trabajaba este hombre!).
Areilza tuvo a bien explicarle al dictador que los diplomáticos
españoles en Buenos Aires estaban sometidos a una vigilancia extrema, no
sin rescatar varios ejemplos de lo que esta última suponía. En un
momento determinado Franco lo interrumpió y, sin ocultar su sorpresa e
indignación, le espetó a Areilza: “¿Pero me está usted hablando de un
auténtico Estado policial?”. Qué travieso era, a su edad, el caudillo de
todos los españoles. La gente traviesa –bien lo saben ustedes- no suele
ser tonta.
DdA, XV/4320
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