domingo, 27 de octubre de 2019

CUANDO FRANCO DIJO QUE ERA UN SER HUMANO COMO TODOS LOS DEMÁS


De siempre he sentido interés por la figura de Franco, un interés que tiene una de sus demostraciones mayores en el hecho de que con frecuencia leo trabajos sobre el dictador y su entorno. No me resulta sencillo explicar, con todo, esa persistente afición. Supongo que uno de los impulsos es la atracción que me producen los 'hombres malos'. Recuerdo –lo he contado en el prólogo a mi libro sobre las vidas de Fernando Pessoa- que hace un puñado de años un periodista me preguntó con quién, de entre los personajes que poblaron el siglo XX, me habría gustado compartir mesa. Respondí, sin dudarlo, y en virtud de la misma perversión, que con Adolf Hitler. El mal me atrae irresistiblemente.
Pero en el caso de Franco se suman otros elementos. Uno de ellos es el hecho de que el 'generalísimo' fuese protagonista principal de unas décadas –las de 1930 y 1940- que me atraen mucho más que el tecnificado y artificial mundo presente. Otro lo aporta la nebulosa condición de gallego –y más aún de ferrolano, como mi padre- del dictador. Cierro las presuntas explicaciones con el recordatorio de que aunque los años en cuestión fueron más bien tristes y sombríos, mi memoria de los estertores del franquismo habla de un mundo lleno de ingenuas –hoy lo sé- esperanzas que prometían la reaparición de muchas de las querencias que guiaron a quienes, en la década de 1930, pelearon por lo que hoy deberíamos pelear. Asocio inequívocamente esas querencias con la imagen de un sátrapa moribundo.
Muchas veces he sugerido a mis alumnos que Franco no era, en cualquier caso, un estúpido. Cierto que su débil oratoria, su vocecita un tanto ridícula y su tripa prominente lo alejaban palmariamente de la figura de un dirigente carismático, y ello por muchos esfuerzos que el régimen desplegase para fortalecer la imagen correspondiente. Cierto también que sus percepciones ideológicas eran de una simpleza apabullante que daba alas al asesino que llevaba dentro. Pero alguien que consiguió imponerse a los demás generales que asestaron el golpe de julio de 1936, y alguien que, más aún, logró mantenerse en el poder durante casi cuarenta años no podía ser rematadamente tonto. A buen seguro que disfrutaba de capacidades vinculadas con la astucia y con la manipulación de las gentes.
Con el paso de los años he ido acumulando algunas anécdotas, ficticias o reales, sobre la figura del dictador. Si las dos primeras que acopio ahora proceden a buen seguro de alguna de mis lecturas –no me pidan más detalles: ya saben que en mi caso la desmemoria gana de calle a la memoria-, la tercera me la contó, en una tarde de farra en Compostela, Pancho Valle-Inclán, uno de los nietos del autor de 'Tirano Banderas'.
Señala la primera, que al parecer es apócrifa pero está bien tirada, que alguien pidió audiencia con Franco y procedió a explicarle los problemas que se revelaban en no sé qué comarca o lugar. Parece que el dictador lo escuchó pacientemente y, cuando el relato hubo acabado, de la mano de un genuino tratado de sociología del conocimiento, y con inevitable retranca gallega, se limitó a sentenciar: “Le voy a dar un consejo: investigue menos la realidad y lea más nuestros periódicos...”.
La segunda anota que con ocasión de la inauguración de lo que fuere –un monumento, un pantano, un campo de fútbol; incluso, quién sabe, y aunque improbablemente, una escuela- estaba previsto que una niña recitase unos versos. Comoquiera que la pequeña, muy nerviosa, no daba con las palabras, ese magnánimo y tolerante personaje que era Franco se le acercó, le dio una palmadita en el hombro y apostilló: “No te preocupes, hija, yo soy un ser humano como todos los demás”. Ya ven ustedes: siempre la palabra justa en el momento adecuado. Quién lo hubiera dicho.
La tercera, en fin, cuenta que José María de Areilza, embajador español en la Argentina a finales de la década de 1940 –y, mucho después, efímero ministro de Asuntos Exteriores-, pidió también una audiencia con Franco (¡lo que trabajaba este hombre!). Areilza tuvo a bien explicarle al dictador que los diplomáticos españoles en Buenos Aires estaban sometidos a una vigilancia extrema, no sin rescatar varios ejemplos de lo que esta última suponía. En un momento determinado Franco lo interrumpió y, sin ocultar su sorpresa e indignación, le espetó a Areilza: “¿Pero me está usted hablando de un auténtico Estado policial?”. Qué travieso era, a su edad, el caudillo de todos los españoles. La gente traviesa –bien lo saben ustedes- no suele ser tonta. 

                       DdA, XV/4320                     

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