El Salto
Cuando no puedes traspasar la pantalla y abofetear a ese político que es
tan mal actor que casi te olvidas de que es mal político. No puedes
hacer callar a los tertulianos que diseccionan las técnicas, las
tácticas, las narrativas, las expectativas o las estrategias en platós
de televisión donde la vida no penetra, que exudan ese triste
entretenimiento especulativo en el que se ha convertido el debate sobre
política. No puedes meter baza en el soliloquio partidista donde voces
masculinas y distintas longitudes de vello facial se entremezclan, donde
afectadas voces femeninas se entremezclan, dicen casi lo mismo y no
suman casi nada. Y para quien diga algo distinto: ridiculización o
silenciamiento.
No, no te escuchan cuando dices que no hay quien pague el
alquiler, que no hay quien viva con 800 euros al mes, que no hay quien
esté tranquila sin saber si el año que viene tendrá ingresos. Yo sé que
te gustaría hacer algo respecto a la angustia que se adueña de ti cuando
no sabes cómo coño harás para cuidar a tus hijas, cuidar de tus padres,
independizarte antes de los treinta. Hacer algo respecto a todo lo que
pasa en la televisión y en las calles: los seres humanos que se ahogan,
los corruptos que pasean impunes por la calle, los pocos que tienen
mucho, demasiado, que se multiplican, los muchos que tienen poco,
demasiados, que cada vez son más, el planeta que convulsiona, los
incomprensibles despilfarros y las intolerables miserias. Y sientes,
sentimos, siento que no podemos hacer nada, no puedes nada, ya ni
siquiera tu voto, ni siquiera esa triste limitada modestísima
herramienta de la democracia, ni siquiera tu voto parece servir para
nada.
Ya se escucha a socialdemócratas y liberales, a conservadores de los que quisieron guardar la compostura y no oler a extrema derecha, reproducir los discursos de la bestia, cultivar sentido común de apartheid. Mientras asistimos como invitadas de piedra al baile institucional y mesuramos el tamaño y malicia de los pisotones, en España y Europa, la máquina de coser nuestra sensación de impotencia e inseguridad vital a la llegada de los otros, ya está tejiendo la historia de un nuevo genocidio. Nada dicen de la inseguridad que nos provocan los tratados de libre comercio ni de la inconsciencia ecocida de ese capitalismo excluyente y vampiro al que llaman “estilo de vida europeo”. Para proteger lo que somos, nos dicen, tenemos que defenderlo de los otros. Y les creen.
Saldrás a las calles, oirás a gente traducir su desafección en ira hacia los otros, en desconfianza ante todos, en un nihilismo presto a justificar cualquier deriva. Colectivizarás tu hastío en las sobremesas, en los grupos de Telegram y en las mesas de los bares, donde ya no alcanzan los aspavientos, las miradas al cielo, los memes irónicos, para calibrar la derrota que sienten quienes a ratos se ilusionaron por encima de sus posibilidades o en todo caso, por encima de las posibilidades que nos ofrece este régimen de asimetría en recursos, poder, futuro, derecho a la misma existencia.
Ya se escucha a socialdemócratas y liberales, a conservadores de los que quisieron guardar la compostura y no oler a extrema derecha, reproducir los discursos de la bestia, cultivar sentido común de apartheid. Mientras asistimos como invitadas de piedra al baile institucional y mesuramos el tamaño y malicia de los pisotones, en España y Europa, la máquina de coser nuestra sensación de impotencia e inseguridad vital a la llegada de los otros, ya está tejiendo la historia de un nuevo genocidio. Nada dicen de la inseguridad que nos provocan los tratados de libre comercio ni de la inconsciencia ecocida de ese capitalismo excluyente y vampiro al que llaman “estilo de vida europeo”. Para proteger lo que somos, nos dicen, tenemos que defenderlo de los otros. Y les creen.
Saldrás a las calles, oirás a gente traducir su desafección en ira hacia los otros, en desconfianza ante todos, en un nihilismo presto a justificar cualquier deriva. Colectivizarás tu hastío en las sobremesas, en los grupos de Telegram y en las mesas de los bares, donde ya no alcanzan los aspavientos, las miradas al cielo, los memes irónicos, para calibrar la derrota que sienten quienes a ratos se ilusionaron por encima de sus posibilidades o en todo caso, por encima de las posibilidades que nos ofrece este régimen de asimetría en recursos, poder, futuro, derecho a la misma existencia.
Quienes se van sumando a las filas de la banalidad
del mal, los que justificarán y apoyarán la barbarie sin sentir sus
manos sucias, y quienes nos retorcemos buscando razones para volver a
las urnas —que si antes nos parecían insuficientes ahora se nos antojan
sarcásticas— todas, todos, compartimos la misma sensación de
insignificancia: ese despoder que te deshumaniza, que carcome tu
dignidad por muy digna que aún creas que seas.
Podemos hacer de quienes han fracasado —o
triunfado en su oscuro propósito de hacernos fracasar a tantos— objeto
de chistes, broncas e improperios, carne de escarnio. Pero hay amargura
en ello porque sabemos que nosotras tampoco hemos estado a la altura de
lo que merecemos. Vivir así, como peleles espectadores de una realidad
paralela que no nos atañe, que discurre alocada y sin nosotras no es
vivir del todo.
Necesitamos urgentemente tomar las riendas de
algo, por pequeño que sea, por aparentemente modesto: hablar con las
vecinas, disputar el sentido común en los bares, silenciar la retahíla
mediática, votar en rebeldía, abstenerse ruidosamente, hacer campaña por
la política que pasa afuera de los debates y los gabinetes de
comunicación, no dejarse apabullar por ese fatalismo tan funcional para
que todo siga igual. Digámoslo claro: nos sentimos humilladas, se están
riendo de nosotras. Pero partamos de ahí para hacer algo al respecto, no
para atrincherarnos en un búnker de cinismo o hartazgo.
El Salto/ DdA, XV/4280
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