domingo, 29 de septiembre de 2019

MATEMÁTICAS A PATADAS: CARTA ABIERTA AL PROFESOR QUE LAS IMPARTÍA


Félix Población

Recordado Justo Álvarez Junquera:

Yo no sé si todavía vive usted, don Justo, a quien en tal caso supongo en edad octogenaria. Tampoco creo, si así fuera, que esta carta abierta llegue a su conocimiento. Mucho menos pienso que haya alguna mínima huella en su senecta memoria de mi nombre y rastro entre tantísimos alumnos como los que habrá tenido a lo largo de su trayectoria docente. Si le escribo, lo hago a modo de personal desahogo y sin el más mínimo asomo de resentimiento, pues abomino de tan inútil como nefasto proceder.

Esto que le voy a contar debería haberlo expuesto mucho antes, por si así hubiera sido más factible el reconocimiento de su antiguo alumno y, con ello, entrever las penosas vivencias experimentadas por aquel niño de mirada discreta, tímido, formal y reconcentrado, durante las clases de Matemáticas impartidas por usted en el aula de 1ºC del viejo Instituto Jovellanos de Gijón, en donde inicié mis estudios de bachillerato -después de aprobar los exámenes de ingreso en ese mismo aula-, para pasar poco después al nuevo edificio en la actual Avenida de la Constitución. 

La decisión de escribirle ahora obedece al hallazgo de su nombre en una noticia periodística, según la cual fue usted galardonado por un reputado colegio religioso de esa ciudad (al que supongo concertado y, por lo tanto, pagado por todos los contribuyentes) con motivo de su dilatado historial como profesor. No me causó buena impresión saberlo, se lo confieso, pero doy por seguro que en los decenios que siguieron a aquellos primeros años de la década de los sesenta del pasado siglo -cuando tan sectaria y autoritaria era la enseñanza impuesta por la dictadura- dejó usted atrás el pasado docente que motiva esta carta, como tantas otros pasados sombríos quedaron afortunadamente atrás en la incivil historia de este país.

Sin ser un alumno aventajado, me consta sin engañarme con la crónica de mi niñez que me inicié en el bachillerato con un buen aprovechameiento y que, por lo tanto, no era un lerdo en matemáticas, gracias sobre todo al buen hacer de mi mejor maestro de primaria, don José Suárez. Pues bien, fue conocerle a usted, soportar su docencia y disolverse como por ensalmo mi capacidad de discernimiento para los números, que al menos era correcta con el citado maestro. Fue como si a aquella segunda hora de la tarde en la que tenía lugar su clase, con el declinar del día -frecuentemente oscuro y lluvioso en las tardes invernales-, también se apagaran mis facultades y no atinara en la peana, delante del encerado, cada vez que usted se burlaba de mi impericia con chistosos comentarios. 

Entre sus gracias había una reiterada hasta la saciedad, ante un resultado matemático erróneo, en el que comparaba su inexactitud con la de su nariz como un bombo de barquillero en altamar. Otra expresión muy habitual era la de mandarnos a ver la ballena -dicho gijonés-, al tiempo que volvíamos al pupitre con una patada de su parte en las posaderas. Allí, en el pupitre, al lado de Manolo García, Arrojo Pallarés y Abril Berán, reventaba mi rostro de sofoco, rabia, vergüenza y lágrimas calladas, convencido de que, por injusto y desalmado que me pareciera su proceder, usted no iba a cejar en humillar mi torpeza y mi torpeza no iba a dejar de acompañarme ante su pertinaz "delicadeza pedagógica". 

Esto se vino repitiendo a lo largo de todo aquel curso, de modo que los días en que usted se presentaba en el aula con  aquel abrigo corto de color plátano que ceñía su corta estatura y sus vivarachos, menudos y quizá un tanto amanerados andares, se colmaba mi desazón y temor, que ya me acompañaban desde el mediodía. Esos días apenas comía porque me sentía desganado y sin apetito,  con una creciente e irrefrenable zozobra en el estómago a medida que se acercaba la hora de su clase. Esa atosigante sensación de ansiedad, inquietud o congoja era más intensa cuantas más posibilidades tuviera de salir a la pizarra, teniendo en cuenta el tiempo transcurrido desde el último escarnio público, algo que además solía ser impredecible porque a usted le gustaba sorprender a los alumnos y advertir así el impacto de su llamada en nuestros rostros, que en casos como el mío debía de ser manifiestamente medroso, hasta el punto de sentirme flojo de intestinos.

Por mi corta edad, no estaba entonces con capacidad de discernir si el crecido número de "torpes" que arrojaba aquella clase se debía a nuestra inepcia o era responsabilidad -al menos en parte-  de su incapacidad didáctica, pero lo cierto es que su pedagogía de la chanza y la cachetada no rendía buenos resultados, y que algunos de los alumnos que no rindieron con usted en matemáticas fueron después, en los cursos siguientes -como mi entrañable amigo Emilio Díez, con quien leía El capitán Trueno, luego ingeniero nuclear-  competentes y hasta muy competentes en esa asignatura. No fue ese mi caso, pues tal fue la aversión con la que su peculiar magisterio hizo que se me atragantara para siempre una materia que hasta conocerle me resultaba interesante.

Todo cuanto viví en ese aula, a última hora de la tarde, dos veces por semana, quedó grabado en mi memoria con una nitidez que no alcanza ningún  otro episodio de ese tiempo, hasta el punto de tener muy definida la escenagrofía y disposición del mobiliario, con su mesa a la derecha del encerado, cerca de uno de los dos ventanales que daba a la entonces llamada Plaza del Generalísimo (hoy del Parchís), y el perchero a la derecha de la entrada, detrás de la primera hilera de pupitres. Esa grabación mental se la debo sin duda a los sudores de angustia, al sentimiento de nulidad que me embargaba, a la frustración que me atenazaba tras cada exhibición pública de mis fracasos y al complejo de inferioridad que no dejaba de crecer por mi torpeza reincidente, que juzgaba definitiva e incorregible bajo la asaz ironía de sus chanzas. 

Todo ello influyó en mí hasta el punto de arrastrar ese trauma varios años, puede que durante todo el bachillerato elemental, afectando incluso a mi querencia o aptitudes por otras asignaturas en las que tampoco rendía todo lo que cabía esperar de mi gusto por su estudio. Los nervios y la inseguridad me persiguieron curso tras curso hasta conformar un balance mediocre, que no se correspondía con mis conocimientos, excusada sea la asignatura que usted me impartió y condenó a mi desinterés. Añádase a esta la de Latín con aquella profesora que se nos antojaba demasiado anciana para tal menester,  y a la que llamábamos La Mayuca, tanto por su avejentado y menudo aspecto como por el desprecio que nos merecía la severidad de su carácter y su reiterado y arbitrario recurso al castigo. Con el bagaje de falta de autoesima que usted me imbuyó, a esa desgraciada no se le ocurrió otra cosa que anotar en mi cartilla de notas todo un insultante y despreciativo casi-nulo, cuya mala baba juzgo proporcional a los efectos reincidentemente lesivos que tuvo en mi ánimo   

Nada más le cuento, recordado don Justo. Esperando que la distinción recibida en reconocimiento a su dilatada trayectoria profesional obedezca a otros méritos que no sean los aquí esbozados, reciba mi más cordial enhorabuena. Le reitero que esta carta no ha sido fruto del resentimiento ni del rencor, sentimientos que detesto tanto en presente como en pasado, próximo o remoto. Solo me he permitido contar una página silenciada de mi formación secundaria, sobre la que nunca había expresado el contenido ni las personales reflexiones a que dio lugar, que dejó a su consideración, si es que aún y por un casual pudiera leer esta carta.
 
                   DdA, XV/4290                

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