miércoles, 7 de agosto de 2019

VAN VARIOS MILES DE DESAPARECIDOS EN EL MEDITERRÁNEO, HUYENDO DEL HAMBRE

La imagen puede contener: una o varias personas, personas sentadas, océano, cielo, exterior, agua y naturaleza

El otro viaje en zodiac:

Víctor Claudín

He tenido el privilegio de hacer una excursión en una zodiac grande por un buen tramo de la costa del Algarve, entrando en las cuevas a las que sólo se llega por mar, y avistando montones de delfines. Una experiencia fantástica.
Mi mujer y yo no estábamos muy seguros ante la aventura, por aquello de que ya no tenemos edad para deportes de riesgo, y aquel viaje de dos horas tenía algo de reto.
Doce viajeros sentados en una fila de a dos, y atrás la zona de mando donde iban, con todo lo necesario para imprevistos, el patrón y una joven que hacía las veces de guía y de fotógrafa oficial.
Una gozada disfrutar del recorrido por ese escarpado litoral del sur portugués, por diferentes enclaves rocosos de una belleza única, algunos protegiendo playas imposibles. Y aunque lo hayas visto en imágenes, o te lo hayan contado, el ver cómo brincan los delfines a tu lado, cómo emergen de las aguas, cómo acompañan la embarcación, es algo emocionante que no cabe en estas palabras.
Nos citaron en la playa de Albufeira. Allí nos pusieron chalecos salvavidas y nos hicieron quitar el calzado para no mojarlo, porque tuvimos que meternos un poco en el agua para subir a un bote que nos llevó al puerto donde trasbordamos a la zodiac que nos llevaría de paseo. Siempre se puede pedir más comodidad, pero me resultó sensato en cuanto a condiciones de seguridad y de espacio individual. Sólo al comenzar a apretar el acelerador la primera vez, un breve temor saltó desde algún resquicio del estómago. Y mirar el vacío del mar enfrentado a su infinito, ¿no acojona? Pero íbamos seguros, era un viaje de placer, rapidito, pronto estaríamos tomando una cervecita y luego buscando una playa para seguir tostándonos.
¡De vicio!
Lo malo es que, al tiempo que disfrutaba y no me perdía un instante las cabriolas de los delfines y de los rincones que establecían las rocas y los acantilados de la costa, pensaba, hacía cálculos, maldecía todo a mi alrededor, y entonces sí que se me encogía el estómago. Aunque aquello era el Atlántico y no el Mediterráneo, en todas las aguas hay muerte.
Donde íbamos catorce cabrían, con cierta facilidad, pero sin dejarse distancia unos de otros, algo más del doble, si, unos treinta. Pero si además quitábamos las sillas ancladas y unidas que forman las dos filas, y la parte del patrón se queda en un espacio para manejar los mandos, sin separación de resto, podrían entrar otros diez. Mi cabeza me permite imaginar a cuarenta personas metidas allí. Sin embargo, ¿no me cuentan las noticias que a veces en embarcaciones exactamente como esa caben setenta, noventa o hasta cien, incluso más personas? Y alucino con la imagen de hacinamiento donde resulta difícil respirar.
En un viaje al futuro o a la nada. Pero de verdad, sin artilugios, sin matices: a una vida mejor o a la muerte, en un balance desgraciadamente bien equilibrado.
Los migrantes van de una costa a otra, de un continente a otro, en un viaje impreciso, fieramente peligroso de verdad. Un azar terrible por embarcarse en una embarcación parecida a la mía, pero la suya sin medidas de seguridad, sin explicaciones previas, actuando bajo el engaño, la estafa, hechos todos un revoltijo de cuerpos empastados, por un precio bien alto y un sueño que muy casi siempre se rompe, de una manera u otra.
Uno pierde la mirada en el horizonte de la línea que funde el mar con el cielo, y el sentimiento es de miedo, de pequeñez insalvable. Los desplazados no se embarcan en un crucero de placer, ni en un paseo bordeando la costa, los que no son bien acogidos se arriesgan por salvarse, por mejorar las condiciones de vida, por dar un futuro a los suyos. Y el valor del intento a este lado, el de la civilización, si acaso logran alcanzarlo, se castiga con la indiferencia, con el castigo, con la tutela de un esclavismo antiguo, con la brutalidad, con el enterramiento, con el desprecio, con el abandono, con la superexplotación.
Al fin, siento que los delfines son cadáveres que las olas arrastran de una conciencia a otra a la espera de que algún poder responda y haga humana la situación, las rocas son montañas de cuerpos devueltos por el mar que no los quiere, que tampoco los quería matar, pero que no tuvo más remedio de ahogarlos porque no es que no los salvaran, es que no dejaban siquiera que seres humanos y decentes los salvaran.
Quiero imaginarme el horror de subirse sin sitio a una cáscara y mirar al fondo, donde todo es negro. No hay impresión, hay una ceguera voluntaria para no echarse para atrás. Con el temblor calando los huesos. Cueste lo que cueste hay que seguir adelante, más vale una incógnita que la tierra quemada dejada atrás. Y el sol abrasador. Y los saltos que las olas provocan queriendo despedazar la nave, casi a la deriva.
¿Luego que pasa? Todo se desbarranca, se tuerce, la maldita mala suerte los escupe Y pasamos directamente a la noticia: Han sobrevivido 4. Se han ahogado 36. Una madre ha perdido a su hijo recién nacido. Van varios miles desaparecidos en el Mediterráneo. Eran gentes que se arriesgaban huyendo del hambre y de todos los males que el poder provoca. Y claro que tenían miedo, no era un viaje de placer, era un maldito viaje imprescindible que la gente mala que manda en el continente superior lo convierte en un arriesgado ejercicio de ir sobre el filo de una navaja. Y no los comprende, no los ayuda, no normaliza su estado, no los atiende como precisan. Sólos usan y los tiran, no saben hacer otra cosa. ¡Maldita sea su estampa! ¡Canallas!
 
                  DdA, XV/4241                

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