La gran poda de las humanidades
He sido profesor de instituto durante muchos años; luego he sido
profesor en una facultad de educación durante otros tantos. Lo fui
viviendo paso a paso. Primero cayó el estudio del griego y, al poco
tiempo, le siguió el latín: ambos desaparecieron de los planes de
estudio o bien pasaron a ocupar un lugar residual. Se acabó leer a Homero, a Aristófanes, a Virgilio, a Horacio, a Plauto… Después, vino el ataque a las literaturas de las lenguas extranjeras: se dejó de estudiar a Shakespeare, a Molière o a Baudelaire. Al fin y al cabo, ¿para qué servía leer Les fleurs du mal? Y, además, ¿quién podía comprender La divina comedia de Dante si desconocía a Virgilio? Era lógico que estos temas desaparecieran de la educación o también ocuparan un lugar marginal.
Luego fue el turno de la geografía física: era mejor apostar por la
geografía económica y la humana, y desaparecieron mapas y formas del
relieve de los estudios geográficos. ¿Qué hacer, entonces, con la
literatura española? Si ya no se estudiaban ni la Ilíada ni la Odisea, ¿para qué conocer El Lazarillo, La vida es sueño o El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha? También todo esto tenia que quedar almacenado en el desván de las escuelas e institutos.
No, la poda de las humanidades no iba a detenerse aquí: la historia
de la filosofía y la filosofía misma constituían un conjunto de sandeces
que los humanos hemos inventado con el objeto de fabular quiénes somos.
¡Vaya tontería! La filosofía iba a caer detrás, cual fruta madura.
Podíamos irnos olvidando de Aristóteles, Platón, Kant, Hegel o Marx. ¡Y se arrinconaron!
Por supuesto, el arte es también algo completamente inútil y
constituye una auténtica lata: tener que aprender los pintores,
escultores y arquitectos que en el mundo han sido, en una sucesión
ininterrumpida desde los egipcios hasta el presente, no cabe en ninguna
cabeza sensata. No, no se trata de elegir los mejores artistas que nos
han precedido. Se trata de que nos olvidemos de todos ellos. Al fin y al
cabo, ¿qué importa que la gente sitúe a un tal Francisco de Goya en el siglo XVII o que no sepa quiénes fueron Miguel Ángel, Murillo, Velázquez, Bernini o Rembrandt?
Y con todo esto prácticamente eliminado, ¿quién iba a meterse a
estudiar historia? ¡La historia no sirve para nada! Hay que sustituirla
por algo más práctico; en todo caso siempre puede quedar una especie de
ciencias sociales en las que podremos colocar, como en un cajón de
sastre, todo aquello que sirva para entretener.
De esta forma se fue podando el árbol de las humanidades. Hortelanos
aficionados se confabularon entre sí y emprendieron la tarea desde sus
ministerios, desde las universidades, desde los despachos de los bancos,
desde las grandes corporaciones y finalmente el panorama de la
educación ha quedado esclarecido: que nuestros jóvenes sepan leer, si es
posible; que sepan escribir algo; que sepan descifrar en alguna lengua
extranjera —inglés preferentemente— las instrucciones para el manejo de
las máquinas; y también algo de las matemáticas, ya veremos (tampoco
mucho, dado que para ello están estas máquinas tan cómodas que suman,
restan, multiplican, dividen e incluso pueden calcular una raíz
cuadrada).
Esta ha sido en gran parte la evolución de nuestros sistemas
educativos. Destruidas las bases de las humanidades, eliminados los
puntales de la cultura europea y occidental, empezó la gran amnesia
colectiva; se hizo tábula rasa de los valores acumulados durante miles
de años y se optó por olvidar todo lo anterior. Pero nuestros
hortelanos, pedagogos, iconoclastas, podadores de tantas ramas inútiles
del saber humano, no conocían la historia que Goethe nos relata en Fausto.
Allí, un sabio, Fausto, hace el pacto con el diablo, Mefistófeles, de
entregarle su pasado, su memoria, a cambio de recuperar la juventud.
Viene a decirle el diablo: «Si quieres ser de nuevo joven, debes olvidar
tu pasado y tu experiencia, que es lo que te hace ser viejo». Fausto
acepta; al fin y al cabo, quiere recuperar la lozanía y la ilusión de la
pubertad. Pero al destruir Mefistófeles el pasado del pobre Fausto,
éste ya no sabe quién es, y entonces es conducido por el genio maligno a
su propia destrucción.
Fausto es una parábola de nuestro tiempo: perdida la memoria, somos
fácilmente presas del mal. Destruidas las Humanidades, es fácil, mucho
más fácil, destruirnos.
DdA, XV/4238
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