miércoles, 3 de julio de 2019

LOS CICLISTAS DE LOS LAGOS


Félix Población

De la imagen sabemos muy poco. El año, 1944, y el motivo de la pedalada, especificado con mayúsculas en la parte superior de la fotografía de Luis Rollán Infiesta: Excursión a Los Lagos. Como el escenario por el que discurre el pelotón es la Puerta de la Villa de Gijón, parece evidente que la meta de los ciclistas está nada menos que más arriba de la basílica de Covadoga, al pie de los lagos, que son tres, Enol, Ercina y Bricial, en la vertiente asturiana del Parque Nacional de los Picos de Europa. 

Se trata, por lo tanto, de una etapa que comporta un cierto nivel de entrenamiento en los ciclistas, aunque su vestuario diste mucho de ser el disponible hoy entre quienes acometen pruebas deportivas de semejante altura. Se podría decir que quienes forman parte de ese grupo, casi todos con biclicletas de competición, visten según pasean, con excepción de las pinzas prendidas en los bajos de sus pantalones. 

En los rostros de todos, jóvenes y menos jóvenes, se advierte la animosa predisposición de las primeras pedaladas. A alguno le asoma por la espalda una mochila o  le cruza el pecho la correa de un bolso en bandolera con el avituallamiento requerido. Les esperan un centenar de kilómetros con La Huesera como mayor dificultad al término de una etapa que se presupone mucho más dificultosa que lo es ahora con buen firme. Es muy probable por eso que hayan salido de Gijón, camino de Oviedo, a primera hora de la mañana, para desde Oviedo seguir hacia Arriondas. Tan solo han pasado cinco años del término de la Guerra Civil, que en Asturias trajo consigo una dura represión por parte de los vencedores. 

Todos esos jóvenes viven y dan con esa imagen señales inequívocas de un gozos sentimiento vital más que competitivo sobre el sillín de sus bicis. Por un día se van a apartar del gris y amargo ambiente de posguerra que todavía se deja sentir en la ciudad, en la que puede que subsistan algunas ruinas de la contienda, para ascender con la fuerza de sus piernas hasta las cumbres en donde no hay un solo indicio de la barbarie soportada bajo los bombardeos nazis, sino la agreste y tonificante belleza inquebrantable de la naturaleza montaraz. 

Es indudable que pocas imágenes tan estimulantes se pueden encontrar de aquella posguerra atroz, pero si nos conmueve la alegre actitud de los jóvenes ciclistas, qué decir de la de ese adolescente que brinca con los brazos en alto,  por delante del tranvía del barrio de El Llano, y que por la modestia de su ropa y calzado bien podría ser hijo de una de las muchas familias represaliadas de los vencidos que más sintieron los efectos de la carestía que por entonces afectaba al país. Ese muchacho, de no más de trece o catorce años, es consciente del instante en que se hace la fotografía, pero quizá no se haya visto nunca en esa imagen. Con su presencia deja elocuente testimonio de la imposibilidad de acallar el júbilo en cualquier circunstancia, por más que sus recuerdos de niño, con siete u ocho años, estén marcados por los cielos de estruendo de los bombarderos alemanes o los atronadores obuses desde el mar del crucero Almirante Cervera.

A la fotografía le sirve de fondo la mancha oscura de la fronda del parque en el que discurrieron los primeros juegos de mi niñez, bastantes años después. Creo que hasta se perfila la borrosa imagen de algunas palmeras de las que todavía hoy permanecen. La familiaridad recordativa del escenario hace que me identifique aún más con el muchacho de los brazos en alto, porque creo que en él y en mí confluyen vivencias similares en tiempos distintos.  

Yo también me hubiera expresado con equivalente  alegría ante un pelotón de ciclistas que emprendiera esa misma excursión mediados los sesenta con una equipación posiblemente más deportiva. No porque en mi infancia fuera mítica la escalada ciclista a Los Lagos, cuya primera ascensión data de 1983, sino porque el poder de ese júbilo estaba en un destino que yo juzgaba de ensueño, y al que no había ido nunca, y en mi admiración por el vehículo y por el milagroso equilibrio que comportaba su andadura a pedal. Si esos pedales, además, te llevaban hacia esa meta a costa del esfuerzo y el placer de hacerlo, no podía ser envidia sino admiración la de ese chico despidiendo alegremente a los ciclistas. 

Tanto en la vida de ese adolescente como en mi vida de adolescente, veinte años más tarde, no había un doble sueño de más preciso y conjunto alcance que disponer de una de esas bicicletas en el portal de mi casa y poder aspirar a la realización de esa ruta,  como lo hacen ese día posiblemente de verano  esos jóvenes ciclistas, sintiendo el abrazo del aire cumbres arriba, hasta tocar las aguas glaciares y regresar con la mirada más alta y más limpia a la cotidianidad gris de la vieja y pequeña ciudad nublada de horizontes.


                       DdA, XV/4216                   

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