Antonio García Rosas
El fracaso de la
investidura del pasado día 25 de julio está en boca de todos. Con los
números sobre la mesa, las últimas elecciones generales mostraron que
una mayoría de españoles estaba a favor de un gobierno de progreso. Los
militantes del PSOE dejaron claro, la misma noche electoral, que no
querían un pacto con Ciudadanos. Las diferentes encuestas han mostrado,
incluso a pesar de las tensiones entre PSOE y Podemos, que tanto la
mayoría social como el espacio de la izquierda estaban a favor de ese
gobierno de coalición.
¿Qué
ha sucedido entonces para que tras dos votaciones, Pedro Sánchez no
haya conseguido formar Gobierno? La respuesta debemos buscarla en la
propia naturaleza dual del PSOE, en sus contradicciones internas. Por
un lado, una base muy leal e implicada con las siglas, pero muy
heterogénea, en la que conviven desde liberales reformistas (algunos
cuadros intermedios y técnicos del entorno del PSOE nutrieron a
Ciudadanos en sus primeras fases) hasta socialdemócratas
tradicionales (aunque estos cada vez más en minoría). Por otro
lado, una estructura que ha sido responsable de la construcción de
las instituciones democráticas modernas de este país, y que por
tanto se entrelaza peligrosa y estrechamente con el Estado.
El
PSOE es el partido que ha gobernado este país durante más tiempo.
Como bien se encargan de recordar sus dirigentes con frecuencia, no
se puede entender la historia moderna de España sin esta
organización. En ese entrelazamiento entre partido y Estado, los
intereses de unos y otros se confunden, y terminan fundiéndose. Y es
que el Estado profundo va mucho más allá de las instituciones
democráticas. Se compone de altos funcionarios de carrera, de
directivos de empresas públicas y privadas, de dueños de medios de
comunicación… Un gran número de ellos confluyen en la formación
que dirige Pedro Sánchez.
Hay,
desde luego, otro gran sector de la clase dominante, más
conservador, que hunde sus raíces mucho antes de la Transición, y
que tradicionalmente ha sido representado por el Partido Popular, al
que ahora se ha sumado Vox; pero este sector, precisamente, fue el
que llegó en segundo lugar al consenso de 1978. Sus redes, aunque
extensas y considerables, no lo son tanto como las del PSOE.
La
dicotomía existente entre esas bases heterogéneas y muy amplias…
y el aparato del Partido, vinculado a los grandes poderes públicos y
privados, es la clave para entender las maniobras del PSOE en esta
negociación. No es descabellado pensar que Sánchez y los suyos
nunca han querido gobernar con Unidas Podemos, y que todo este
proceso de negociaciones ha sido una maniobra más – la enésima –
del aparato para engañar a un sector crítico de las bases con
juegos de trileros.
Ya
cuando Pedro Sánchez, en 2016, a la estela de Corbyn y Sanders
(aunque el giro
de los anglosajones ha sido mucho más a la izquierda),
se convirtió en el campeón de “las bases” frente a la
estructura, se habló – lo hizo el propio Sánchez en una
entrevista con Jordi Évole que levantó ampollas – de presiones.
En la dialéctica en la que se movía por aquel entonces el hoy
Secretario General del PSOE, él se erigía en defensor del alma
de izquierdas de su organización frente a los malvados burgueses que habían secuestrado la organización. Él haría frente a las
presiones. Él pactaría con Podemos. Él lideraría un Gobierno de
izquierdas que se enfrentara al poder.
¿Pero
hubo realmente presiones?
¿Hasta qué punto es cierta esta narrativa, y hasta qué punto era
sólo una estrategia de un Sánchez en horas bajas dispuesto a
subirse a la ola de un hipotético giro a la izquierda que ganaba
popularidad en otros países?
Lo
que entonces se vendió como una influencia externa,
ajena al partido, ha demostrado ser, durante estas negociaciones, una
parte indisoluble del alma del partido. Más aún, parece ser la
parte dirigente: el PSOE se negó a darle el Ministerio de Trabajo a
Unidas Podemos porque para la CEOE cualquier candidato de la
izquierda alternativa era inquietante.
Por lo que hemos ido sabiendo posteriormente, fue precisamente el
Ministerio de Trabajo lo que constituyó el principal elemento de
fricción entre ambas partes. Tal es así que, en un último intento
por resolver la situación, Pablo Iglesias se mostraba incluso
dispuesto a renunciar a dicho Ministerio.
No
es que hubiera presiones: es que hay connivencia. Sintonía.
Intereses compartidos. Esta vez no ha habido resistencia por parte de
Pedro Sánchez. No se han concedido escandalosas entrevistas repletas
de titulares. No se ha señalado con el dedo a los responsables de
bloquear el acceso de determinadas personas inquietantes a puestos de responsabilidad.
Más
bien al contrario, el PSOE y Pedro Sánchez han hecho suya esa
inquietud, y así lo han expresado públicamente durante todo el
debate. La realidad de este país es que las grandes empresas no
están dispuestas a asumir una fiscalización democrática: sólo los
partidos institucionales (es decir, aquellos cuyas estructuras resulta difícil separar de las
del Estado) son aceptables para la CEOE y el IBEX35 porque, al fin y
al cabo, son parte del propio Estado profundo. Han firmado el pacto
de silencio, son partícipes la omertá de este
Estado profundo, que va desde los altos funcionarios públicos hasta
los consejos de administración de las grandes empresas: gente que no
se somete a elecciones ni rinde cuentas ante nadie, más que ante los
propios.
El
PSOE vive preso de esa duplicidad en la que se mueve, casi siempre
con comodidad, porque no ha habido nunca una organización, una
movilización de su ala izquierda, convenientemente neutralizada.
José Antonio Pérez Tapias, candidato de Izquierda Socialista en el
famoso Congreso Extraordinario de 2014, no obtuvo más que el 15% de
los votos: su papel, el de la renovación del partido desde la
izquierda, fue fagocitado por Pedro Sánchez, un hombre gris, un
funcionario interno del partido, diputado provincial, aupado por el
propio aparato, sin un historial político relevante. Mientras que en
otros países el giro a la izquierda de la socialdemocracia era
encabezado por dirigentes de probada honradez y largas trayectorias,
en España se le confiaba a un individuo convertido en mártir
repentino por una reyerta interna. Como si a un cappo se le concediera una Medalla al Mérito sólo por cortarle el cuello
a otro para hacerse con su territorio.
Como el coronel, Sánchez
finge de cara a la galería que dirige una organización de izquierdas, y
que él es el más comprometido: de puertas para adentro, no tiene que
llevarse a la boca. Como el coronel, Sánchez esperaba su propia pensión,
en la forma de una carta en blanco desde Unidas Podemos que diera una
pátina de legitimidad a su gobierno. Pero desde la izquierda alternativa
se han negado a ser palmeros de un gobierno diseñado a medida de la
CEOE y el IBEX35, y Pedro Sánchez, hoy, no tiene quien le escriba.
La
miseria ideológica del PSOE es la herida por la que se desangra la
izquierda: urge cerrarla para pasar página. Arrebatarle la hegemonía
como partido principal de la izquierda entre la clase trabajadora y el
pueblo es tarea prioritaria. Esto lo vamos a hacer llevando al PSOE a un
terreno en el que su neoliberalismo le impida transitar.
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