Manuel Monereo
I
Propósito.
Hace unos días que se realizaron las elecciones generales y, cuando se publique
este artículo, se habrán celebrado autonómicas, municipales y europeas. Esto
tiene sus ventajas e inconvenientes, soy consciente de ello. Lo importante,
abrir un debate en Unidas Podemos y, más allá, en la izquierda española desde
la conciencia de que estamos en un fin de ciclo y que iniciamos una nueva
“estabilización” del Régimen del 78; entrecomillar estabilización tiene mucho
de advertencia: la etapa histórica es, a nivel global, de excepción, de
mutación, de cambios profundos que, de una u otra forma, afectarán a nuestro
país.
Para debatir sobre
Podemos tenemos una dificultad: es un partido-movimiento ágrafo: no tiene
programa, no emite resoluciones políticas y sus órganos de dirección suelen
refrendar lo que se discute y se decide en otras partes. Es el secretario
general quien define y deslinda las grandes decisiones y lo hace en ruedas de
prensa, en libros y, sobre todo, en informes orales de los que no quedan
resúmenes escritos ni conclusiones. Saber lo que piensa Podemos no es nada
fácil.
II
La
extraña soledad del reformista. No hace demasiado
tiempo Pablo Iglesias, en un programa de Fort Apache, hizo una reflexión que
conviene tener en cuenta: ¿por qué, con nuestro programa tan moderado, nos
atacan tanto? La sinceridad iba unida a la veracidad. Los ataques contra
Podemos han sido especialmente duros, sistemáticos y planificados. Algunos le
hemos llamado trama, una alianza
entre poderes económicos, clase política y las llamadas cloacas del Estado. Sin este “poder de poderes” no es inteligible
lo que pasa en la política española.
Volvamos a la pregunta
de Iglesias. Lo que se viene a decir es que el reformismo, fuerte o débil, ya
no es posible tampoco en nuestras sociedades europeas. Esto es lo nuevo.
Podríamos caracterizar la fase –lo he hecho alguna vez– del siguiente modo:
reformismo imposible, revolución improbable. Estos son los dilemas reales de la
izquierda europea; mejor dicho, de la izquierda en cada uno de los países
pertenecientes a la Unión Europea. El debate es viejo, ¿cómo se es
revolucionario en condiciones histórico-sociales no revolucionarias? Para
decirlo de otro modo, ¿cómo luchar por el socialismo en sociedades capitalistas
avanzadas, enormemente estables y que han tenido, hasta ahora, la capacidad de
usar el conflicto social como instrumento de desarrollo y estabilización?
No quisiera entrar en viejas
polémicas. Solo constatar que en Europa apenas ha habido dos o tres coyunturas
revolucionarias a lo largo de más de un siglo; lo que realmente ha existido son
durísimos conflictos de clase en torno a reformas, a conquistas sociales para
las clases trabajadoras que han cambiado profundamente nuestro entorno social.
En su centro, una clase obrera organizada y partidos de masas que han actuado
como agencias que han socializado la política, desarrollado la democracia y generado
eso que se ha llamado el Estado social.
Pero esto es ya el
pasado. Lo nuevo es que el sistema no admite reformas sustanciales, reformas
estructurales o reformas no reformistas como nos planteó hace muchos años André
Gorz. El pensamiento único neoliberal se ha convertido en política económica
única que todos los Estados, de una u otra manera, están obligados a realizar.
Se ha hablado mucho de candados en la Transición española. El candado más
potente ahora lo forman los Tratados europeos que, como es sabido,
constitucionalizan las políticas neoliberales y que consagra el artículo 135 de
la Constitución española. Sé que hablar de esto es políticamente incorrecto y
que de la UE no se habla, ni siquiera en las elecciones europeas. Algún día
alguien dirá que el “rey está desnudo” y aparecerá el sistema euro como una
jaula de hierro, como una trampa que impide realizar políticas sociales
avanzadas y, sobre todo, afrontar nuestro problema más acuciante, construir un
nuevo modelo de desarrollo social y ecológicamente sostenible comprometido con
la democracia participativa y defensor de la soberanía popular.
El tema se puede mirar
desde otro punto de vista: ¿qué poder real tienen hoy los gobiernos de los países
de la UE? Menos que antes, mucho menos. El politicismo todo lo confunde y esto
mucho más. De aquí no cabe deducir que gobernar no tenga ninguna importancia.
Los gobiernos, bueno es recordarlo, no tienen soberanía monetaria ni, en muchos
sentidos, fiscal; están estructuralmente limitados por poderes ajenos que los
convierten en periferias económicamente dependientes y políticamente
subalternas de un centro organizado en torno a Alemania. Lo que intento decir
es que gobernar, aquí y ahora, exige plantearse en serio cambiar las relaciones
de España con la UE; es decir, prepararse para un conflicto especialmente duro,
claro está, siempre que se esté dispuesto a realizar reformas de verdad y no
meras correcciones del modelo.
Si algo ha quedado
claro, antes y después de las elecciones, es que el gobierno de Sánchez
considera los “criterios” de la Comisión Europea punto de partida
imprescindible para la gobernabilidad del país. No nos engañemos ni tampoco
engañemos; el contenido del consenso de los poderes económicos son las reglas
que vienen de Bruselas. La soberanía limitada de España es la condición de su
fuerza y su capacidad para influir en los gobernantes. ¿Alguien cree, a estas
alturas, que se puede nacionalizar el sector eléctrico sin enfrentarse a la
Comisión? ¿Alguien cree realmente que se puede intervenir el sector financiero
y crear una banca pública con la aprobación de Bruselas? Se ha dicho que un
gobierno de izquierdas tiene que escoger entre traicionar o perecer. Lo que
queda claro es que debe elegir entre resolver los problemas vitales y reales
del país y sus gentes y unos criterios impuestos por los poderes económicos
europeos.
Esto va más allá de la
economía y afecta a la democracia y a la soberanía popular. Gobierne quien
gobierne, se acaban haciendo las mismas políticas o parecidas. Se degradan los
derechos laborales y sindicales, el Estado social entra en una crisis
permanente y renace la pobreza en contextos de desigualdad extrema. El día a
día puede dejarnos sin estrategia, pero, si esto no cambia, es decir, si las
políticas neoliberales no son, de una u otra manera, superadas, los problemas
actuales se agravarán, los populismos de derechas seguirán creciendo y los
nacionalismos se irán imponiendo en nuestras sociedades. Nuestras democracias
solo son viables si se identifican con la justicia social, si fortalecen el
poder contractual y de negociación de las clases trabajadoras, si son capaces
de controlar a los poderes económicos y ofrecer a las mayorías sociales
seguridad, protección y un orden democrático.
Insisto, gobernar
importa, pero hay que subrayar sus límites, prevenir sus conflictos y, sobre
todo, saber que la UE impone restricciones extremadamente exigentes a todos los
gobiernos que intentan ir más allá del modelo neoliberal vigente. Este es el
verdadero núcleo duro de un proceso de integración que, justo es decirlo, está
en crisis en todas partes.
III
¿Crisis
de régimen? ¿restauración vencedora? Vivimos al día, de
acontecimiento en acontecimiento. La línea es siempre la misma: de la dirección
política a los medios y de éstos, a las instituciones: se cambia de posición
política sin decirlo ni someterlo a debate; es un “decisionismo” permanente.
Hablar de estrategia es no decir ya casi nada. Ahora que se cierra un ciclo
electoral, convendría plantearse en serio lo que, hasta hace no mucho tiempo,
era un debate de fondo: ¿está en crisis el Régimen del 78? Uno puede recitar la
Constitución como elemento de propaganda política para señalar la contradicción
más evidente entre norma y realidad. Lo que no se puede es eludir el dato de
que nuestra Constitución tiene un carácter cada vez más nominal, menos
normativo y que elementos sustanciales de la misma (destacadamente la llamada
cuestión territorial) están en crisis.
Lo que está ocurriendo
es que la correlación de fuerzas está cambiando en favor de los partidos que
defienden la continuidad de este régimen. Se podría decir de otra forma: se
está agotando el impulso transformador del 15M y, con ello, las posibilidades de
un proceso constituyente en sentido estricto y de una revisión a fondo de la
vigente constitución. El proceso electoral ha dado muchas señales del cambio de
esta atmósfera social: desmovilización colectiva y “movilización” individual,
privada; miedo e inseguridad vividos en familia y, lo fundamental, la
desaparición de la actuación colectiva, solo visible en los actos de Vox.
En el debate electoral,
la cuestión catalana perdió su centralidad, al menos, fuera de Cataluña. La
derecha intentó seguir tirando de ella, pero no tuvo capacidad de convertirlo
en un debate real. En el pasado, en la izquierda, se distinguió entre “crisis
de Régimen” y “crisis de Estado”; hoy parecería que la crisis de Régimen devino
crisis de Estado. Los que pensaron que el Estado español no existía, que iba a
permanecer impasible ante su posible desmembración, se han dado cuenta que ha
salido fortalecido del envite y, lo que es más grave, ha emergido un
nacionalismo español con vocación de masas. En plena campaña, Pablo Iglesias
–citando a Héctor Illueca– habló de que estas elecciones tendrían un contenido
“materialmente constituyente”, es decir, que de una u otra forma, los problemas
de fondo jurídico políticos que requieren de reformas sustanciales, seguirán
estando presentes y que deberán resolverse, destacadamente la cuestión
territorial.
IV
Pablo
y la ballena. Comentar unos resultados electorales
invita a la melancolía. Todo el mundo gana, o casi, y pocos reconocen las
derrotas. El campo político tiene sus reglas y tiende, sobre todo en etapas de
normalidad, a ser auto referencial.
Políticos, periodistas y encuestadores acaban definiendo posiciones, vencedores
y vencidos, que terminan por construir expectativas que el resultado final
confirman o niegan.
Con el tercer peor
resultado de su historia, el PSOE aparece como claro vencedor; el PP sufre una
durísima derrota; Ciudadanos se dispone a hegemonizar el bloque de las derechas
y emerge con fuerza Vox. Unidas Podemos “salva lo muebles” con un duro
retroceso en escaños y en votos. La campaña electoral ha estado marcada por el
miedo, por los miedos transversalizados y la carencia de propuestas políticas
claras y solventes que solo Unidas Podemos ha intentado remediar. Pedro Sánchez
e Iván Redondo –se veía venir desde hace tiempo– convirtieron su gobierno en
una plataforma político-mediática: gobernar para ganar unas elecciones. Así
desde el primer día. Cada iniciativa, cada pacto, cada ocurrencia, se convertía
en instrumento para conseguir réditos electorales. Convendría recordar que el
gobierno del PSOE nunca intentó dar cohesión y coherencia a lo que se llamó la
mayoría de la moción de censura y que los pactos con Unidos Podemos fueron muy
difíciles y bajo el ritmo que al gobierno le interesaba. Pablo Iglesias ha
llamado a estos acuerdos tomaduras de pelo.
No hace falta ser un
genio para comprender que la estrategia de Pedro Sánchez no ha variado en lo
sustancial: volver a convertir al PSOE en la fuerza central de la
gobernabilidad del país y que para ello era decisivo recuperar una clara
mayoría en la izquierda; es decir, reducir lo más posible a Unidas Podemos. El
PSOE, desde su refundación en Suresnes, siempre ha tenido claro que compartir
la izquierda, reconocer su pluralidad interna y buscar acuerdos de gobierno era
radicalmente contrario a su estrategia política. Pedro Sánchez ha sido fiel a
esta doctrina desde el principio. La campaña electoral ha sido un fiel reflejo
de esto. Polarizarse con las derechas, sobredimensionar el factor Vox y
reclamar el voto útil para parar la involución que nos amenazaba. Solo le salió
mal la jugada de los debates. Tezanos acertó, de nuevo, poniendo en pie una
vieja tesis suya: la derecha no gana, pierde la izquierda; por eso, la clave
era tensionar, usar el miedo a fondo y movilizar a la izquierda. Se intentó ir
más lejos, ocupar el espacio de Ciudadanos centrándose aún más y convirtiéndose
en la única fuerza de gobernar desde un “talante” moderado, sensato y racional.
La campaña de Unidos
Podemos fue una audaz y típica estrategia populista: a) aprovechó a fondo las
revelaciones del caso Villarejo para criticar a los poderes económicos y a los
grandes medios de comunicación; b) denunció la injerencia permanente del
capital financiero y de las grandes empresas en la vida política, en los
partidos y en la formación de los gobiernos; c) criticó moderadamente al PSOE
por su tradicional incapacidad para enfrentarse a los que mandan y no se
presentan a las elecciones; d) y,
genialidad, convertir su apuesta de gobernar con Pedro Sánchez en una
reivindicación social, en una conquista democrática contra los poderes
fácticos.
Esta estrategia
electoral ha continuado después de las elecciones y ha ayudado mucho a aliviar los
malos resultados. Aquí entra en juego una compleja relación entre percepción y
realidad. Dado que las encuestas vaticinaban un resultado mucho peor que el obtenido,
la percepción de los mismos no es tan negativa. Esto es verdad, una media
verdad que puede dar rendimientos, pero
que no puede ocultar la pérdida de peso social de una fuerza política que nació
con voluntad de mayoría y de gobierno y que entra en lo que, en otro lugar, he
llamado “problemática IU”. Se tiende a olvidar que las percepciones no son
arbitrarias y que tienen fundamentos sociales. Cuando se dice que la percepción
de los resultados de Unidas Podemos son mejores que los resultados mismos, no
se tiene en cuenta que ésta estaba también marcada por un 21% de votos obtenidos
y por 71 diputados en los anteriores comicios. Los próximos estarán marcados
por los resultados de 2019.
La autocrítica de
Unidas Podemos ha sido débil, centrada fundamentalmente en las crisis internas
y sucesivas de Podemos. Hay un silencio clamoroso que todos vivimos y de lo que
no se habla. Me refiero a la crisis político organizativa de Podemos. La
cuestión viene de lejos, se puso de manifiesto en las elecciones de Junio de
2016, en las pasadas andaluzas y estalla en las de 2019. Podemos ha perdido
militancia, activismo, compromiso. Los círculos han ido languideciendo y la
vinculación social cada vez está más diluida. La articulación organizativa
básica lo es a través de los cargos públicos e institucionales y el trabajo
real ha ido pasando a profesionales asalariados. Las “nuevas formas de hacer
política” se han reducido a la aprobación on
line de programas y listas electorales, la pluralidad interna ha ido
desapareciendo y, paradójicamente, se hace más conflictual. Podemos se ha ido
“cartelizando” y convirtiéndose en la forma usual, hoy dominante, de hacer y
practicar la política.
La “problemática” IU,
que ninguna percepción social puede borrar, es que, si queremos tener más
fuerza en el futuro, mayor capacidad para tener alianzas y gobernar,
necesitamos más organización, mayores vínculos sociales y generar un tipo de
ejercicio de la política que vaya más allá de los cuadros profesionales. La
política es algo más que aparecer en los medios de comunicación, tener poder
institucional y gestionar parcelas gubernamentales.
V
Conclusión:
gobernar como objetivo; gobernar como problema.
El “se hace pero no se
dice” nunca ha sido una buena directriz política y suele ocultar derrotas
profundas. El paso siguiente es convertir la ruptura en reformas y, lo que es
nuestra costumbre nacional, restauraciones permanentes. Cambiar todo para que sigan
mandando los grandes poderes; en el horizonte, pasar del “bibloquismo” al
bipartidismo en cómodos plazos.
Podemos, Unidas
Podemos, han construido un programa que en su centro tenía la voluntad de
constituir una mayoría social capaz de gobernar y dirigir el país. Durante años
esto se fue convirtiendo en una identidad. Lo que hoy se está defendiendo es
otra cosa, gobernar con el PSOE como socio minoritario. Podemos retorcer las
palabras hasta ahogarlas; lo que no podemos es engañarnos a nosotros mismos. Convertir
a Unidas Podemos en una fuerza política que tenga como objetivo gobernar con
Pedro Sánchez supone un cambio de política. Podremos decir que no hay
alternativa, que no tenemos elección y hasta que no hay más cera que la que
arde, pero la realidad es tozuda y se venga de quienes la desconocen.
Antes he hablado de la
genialidad de Pablo Iglesias al convertir la propuesta de gobernar con el PSOE
en una reivindicación social anti oligárquica. Así mismo, he señalado que el
poder de los gobiernos es hoy menor que antes y que las políticas neoliberales
están sólidamente constitucionalizadas en la UE y, derivadamente, en España.
Hay un dato del que poco o nada se
habla: el programa. La experiencia de estos últimos meses de aliados
preferentes del gobierno de PSOE nos dice que hay diferencias y que estas son
muy importantes. Gobernar es siempre producto de una determinada correlación de
fuerzas sociales y lectorales, de una subjetividad organizada. Por otro lado,
el Partido Socialista sigue con su guion conocido de gobernar en solitario y
con geometría variable de alianzas. Las próximas elecciones municipales,
autonómicas y europeas serán, a este respecto, especialmente significativas.
La pregunta sigue
siendo pertinente: ¿Por qué el PSOE va a
querer gobernar ahora con Unidas Podemos cuando casi los triplica en número de
diputados? ¿Por qué no antes, cuando eran fuerzas similares?
DdA, XV/4183
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