Rodrigo Vázquez de Prada y Grande||
Periodista. Director de Crónica Popular||
Un año antes de que se realizara La retirada,
la marcha hacia el exilio de cientos de miles de españoles republicanos
de la que se cumplen ahora 80 años, tuvieron lugar unos hechos
realizados por los separatistas vascos y catalanes que, desgraciada y
lamentablemente, enlazan a la perfección con el problema político más
grave de nuestros días. Sin duda alguna, el más grave al que se ha
enfrentado España desde que, tras la Transición, el pueblo español
recobrara las libertades y derechos democráticos: el golpe de Estado de
los secesionistas catalanes perpetrado en septiembre de 2017 y en torno
al cual se está celebrando la vista oral ante la sala de lo Penal del
Tribunal Supremo.

Los hechos se conocieron en
marzo de 1938 y dejaban a las claras la baja catadura moral y política
de los secesionistas. Mientras el Gobierno legítimo de la II República,
presidido por don Juan Negrín, mantenía la defensa de la República
contra el golpe de Estado de Franco y los militares- – “resistir, resistir y resistir”
había pedido el presidente Negrín-, los separatistas vascos y catalanes
desarrollaban gestiones secretas y al margen del Gobierno en pro de la
mediación de Gran Bretaña para la paz por separado para el País Vasco y
Cataluña. Un episodio más en el catálogo de deslealtades con España
aquel que entonces se perpetró contra la II República y la Constitución
de 1931 por parte de los secesionistas catalanes y vascos, antecesores
de los golpistas cuyas actuaciones han quedado grabadas en video para la
Historia universal de la infamia.
Unos hechos, en fin, que
provocaron ya entonces una contundente denuncia de la deslealtad del
secesionismo, en la misma línea que en 2017 se pronunciara el Jefe del
Estado, el Rey Felipe VI, cuando rechazó “la inadmisible deslealtad” de
los independistas catalanes, en un discurso que supuso un fuerte
aldabonazo en la conciencia de los millones de españoles
constitucionalistas. En los años treinta del pasado siglo, uno de los
políticos de más valía del socialismo español, Indalecio Prieto, había
clamado contra ese proceder de los independentistas catalanes en plena
República española. Y, pocos años después, el presidente del Gobierno
republicano, Juan Negrín, manifestaba encolerizado su absoluto rechazo
de las graves maniobras de los independentistas, realizadas, además, en
los momentos cruciales de la guerra civil.
Realmente, se trataba de una
operación de deslealtad con la II República en tres actos y una suerte
de proemio. Su máximo protagonista, el ex militar y fundador de ERC,
Francesc Maciá, que, ya en 1926, bajo la dictadura del general Primo de
Rivera, había escrito ya el proemio, organizando el llamado “complot de Prats de Molló”:
una invasión armada desde Francia, donde se encontraba exiliado, para
provocar en Cataluña una insurrección general y proclamar la República
catalana, separada del resto de España. Su detención por la gendarmería
francesa, impidió aquella incursión armada y lo envió desterrado a
Bélgica, país que se convertiría, 92 años después, en un “santuario”
para otro secesionista catalán, el golpista fugado de la justicia
española, Carlos Puigdemont.
Con este antecedente, el
acto primero tuvo lugar en el mismo momento en que se estaba gestando la
proclamación de la II República española. El 14 de abril de 1931,
adelantándose unas horas a su proclamación en Madrid, Maciá volvió a
repetir su intentona separatista. Eran las 2:30 de la tarde de aquella
fecha histórica, cuando, asomado al balcón del Ayuntamiento de
Barcelona, Maciá proclamó “el Estado Catalán”, que – según decía en su alocución- procuraría integrar en la Federación de Repúblicas Ibéricas.
ERC, el nuevo partido formado por la fusión de Estat Catalá y Partido
Republicano Catalán, había obtenido una mayoría en las elecciones
municipales del 12 de abril. Y, al igual que sucedería en 2017, para
Maciá aquella mayoría, le daba pleno derecho a hablar “en nombre del pueblo de Cataluña”.
Su primera proclamación de independencia de Cataluña sería seguida de
otras dos en la misma jornada: una de ellas a media tarde y la otra a
última hora del día, una vez que se conoció la proclamación de la II
República en la capital de España y que el Rey Alfonso XIII abandonaría
nuestro país.
El Estado catalán duró tres
días. Maciá renunció a su pomposa declaración de independencia tras el
acuerdo con el Gobierno Provisional de la II República, en nombre del
cual negociaron con él dos ministros catalanes, Marcelino Domingo y
Lluis Nicolau d´OLwer, y el socialista Fernando de los Ríos,
que se comprometieron a presentar en las futuras Cortes Constituyentes
un Estatuto de Autonomía para Cataluña. Es decir, exactamente, lo que se
había concertado en el Pacto de San Sebastián, acuerdo al que dado su
asentimiento el partido Estat Catalá, liderado por Maciá, que participó
en aquella articulación del republicanismo español celebrada en agosto
de 1930.
Poco tiempo después, Indalecio Prieto declararía en Las Cortes, con ocasión del debate del Estatuto catalán: “En
los 32 años de vida política que llevo, no he conocido un caso de
deslealtad más característico que el realizado por los republicanos
catalanes…” Como recuerda la directora de la Real Academia de la Historia Carmen Iglesias, en su estudio sobre Las Constituciones de 1931 y 1978, el dirigente socialista acusó a los secesionistas de “haber
creado en Cataluña un “Estado de hecho” para forzar a las Cortes
Constituyentes y al país a sancionar lo que habían realizado en contra
de lo que solemnemente se había acordado en el Pacto de San Sebastián”
(1)
El segundo acto, tuvo lugar
tres años más tarde, el 6 de octubre de 1934. Lo protagonizó el sucesor
de Maciá al frente de la Generalitat, Lluis Companys, que, a las ocho y diez minutos de la tarde de aquel día, nuevamente proclamó el
Estado Catalán, en este caso, señalaba él, dentro de la República
Federal Española. En su discurso, pronunciado desde el palacio de la
Generalidad, se arrogaba también, al igual que lo había hecho Maciá tres
años antes, hablar en “nombre del pueblo y del Parlamento” y justificaba su decisión en que “las
fuerzas monárquicas y fascistas que de un tiempo a esta parte pretenden
traicionar a la República, han logrado su objetivo y han asaltado el
Poder”. Hacía
suyo, por tanto, el desacertado análisis efectuado por la izquierda
española en aquel momento y duramente rebatido por el historiador
comunista David Ruiz en su obra Octubre de 1934. Revolución en la República española (2),
análisis según el cual el triunfo de las derechas en las elecciones de
aquel año recreaban en España el Gobierno de Dolfuss en Austria y el
asalto del fascismo a las instituciones democráticas.
Este
segundo acto de la deslealtad secesionista duró mucho menos que el
urdido por Maciá. Se acabó en diez horas. Pero, como un ejemplar
contrapunto a la deslealtad secesionista, brilló la gallarda lealtad a
la II República y a su Constitución de uno de los militares de más
prestigio en la historia del Ejército español, el general Domingo Batet
Mestre. Un militar al que el historiador norteamericano Stanley G. Payne
describe en su obra Los militares y la política en la España contemporánea, como “un
liberal que había participado en las conspiraciones contra Primo de
Rivera”, “hombre de familia rica y de opiniones liberales” (3) y que, en
aquel momento, era general en jefe de la IV División Orgánica, que así
se llamaba entonces la Capitanía General de Cataluña tras la reforma
militar de Azaña.
Fiel
a la Constitución y al Gobierno de la II República, el general Batet
rechazó tajantemente ponerse a las órdenes de Companys “para servir a la República Federal que acabo de proclamar“, tal como le conminó éste, y declaró el estado de guerra aplicando la Ley de Orden Público de 1933, con arreglo a lo que le pidió el Gobierno presidido por otro catalán, Alejandro Lerroux.
Frente
a lo que le instaba desde Madrid el general Franco, encumbrado entonces
por el ministro de la Guerra, Diego Hidalgo, notario extremeño y
militante del Partido Radical, que le nombró asesor militar personal, el
general Batet minimizó el uso de la artillería contra los defensores
del proclamado Estado catalán, aunque no pudo evitar que murieran
cuarenta y seis personas: treinta y ocho civiles y ocho militares. Y,
poco tiempo después, a las seis de la mañana del día 7, Companys se
rendía al general Batet. Unas horas antes, había huido del palacio de la
Generalitat por las alcantarillas, y terminaba su huída en Francia, su
consejero de Gobernación, Josep Dencás, que, pocos meses antes, se había
declarado al vicecónsul italiano en Barcelona como “ferviente militante fascista camuflado”.
El
desenlace de este segundo acto de deslealtad está dotado de perfiles
que merece la pena recordar en estos momentos en que los golpistas
catalanes están siendo juzgados por el Tribunal Supremo. Las diversas
analogías saltan a la vista en ambos procesos. De un lado, la autonomía
catalana fue suspendida indefinidamente por una ley aprobada el 14 de
diciembre, a propuesta del Gobierno. De otro, Companys y todos los
integrantes del gobierno de la Generalitat fueron condenados por el
Tribunal de Garantías Constitucionales, en junio de 1935, como autores
de un delito de rebelión miliar, a 30 años de prisión. Un año después,
sin embargo, el Gobierno del Frente Popular indultó a todos ellos…sin
que ello supusiera en ningún momento, tal como se demostró
posteriormente, conversión alguna de los independentistas en respetuosos
demócratas del orden constitucional de la II República.
Exiliado
en Francia, Companys fue detenido allí por la Gestapo, que, en agosto
de 1940, lo entregó a las autoridades franquistas, que lo condenaron y
ejecutaron. Tres años antes, había corrido la misma suerte, el militar
constitucionalista que puso fin a su delirio independentista, el general
Batet, condecorado
con la Laureada de San Fernando, la máxima distinción militar, por su
defensa del orden constitucional de la II República y haber abortado con
la máxima celeridad y el mínimo de pérdidas humanas el golpe de Estado
de Companys. El 18 de febrero de 1937, había sido fusilado, tras haberse
negado a secundar el golpe de Estado de Franco.
Tal como relata Hilari Raguer, historiador y monje de Montserrat, en su obra El general Batet. Franco contra Batet: crónica de una venganza (4),
Batet sufrió con una admirable dignidad hasta su muerte el rencor del
dictador, cuyo odio visceral residía en dos actuaciones impecables del
general catalán: ser autor de uno de los informes que conformaron el Expediente Picasso sobre el “desastre de Annual”
y los militares africanistas y por no haber intervenido en Cataluña en
1934 con la misma dureza que había aplicado el general Yagüe contra los
mineros de Asturias…
Pero,
al mismo tiempo, Hilari Raguer subraya la entereza final ante la muerte
de un militar que dirigió a los soldados que le iban a fusilar unas
palabras estremecedoras y de una gran gallardía: “Disparadme al corazón, os lo pide vuestro general”. Como
recuerda el historiador británico Paul Preston en el prólogo al libro
de Hilari Raguer, Franco se cuidó de vejar con un sádico refinamiento la
sentencia condenatoria, incluyendo su expulsión del Ejército bajo la
acusación de «su probado desamor a España”.
El
tercer acto de la deslealtad secesionista con la II República, tuvo
lugar, como indico el comienzo de estas líneas, en 1938. Lo relata el
historiador Enrique Moradiellos, catedrático de Historia Contemporánea
de la Universidad de Extremadura y autor de la más amplia y rigurosa
obra sobre el presidente de Gobierno de la II República, el doctor Juan
Negrín (5) y de otros trabajos anteriores sobre la posición que mantuvo
Gran Bretaña en relación con la guerra civil española en general y con
los secesionistas catalanes en particular (6).
La
operación secesionista en Gran Bretaña comenzó a finales de abril de
dicho año, cuando, Josep María Baptista i Roca, que se titulaba “amigo personal del presidente Companys, Jefe del Estado de Cataluña” (sic), se presentó al Foreign Office “para saber si había alguna posibilidad de concertar un armisticio en España”, aunque, en realidad, su pretensión, tal como confesó al subsecretario de Exteriores británico, sir Alexander Cardogan, era “salvar a Cataluña”. A
partir de este momento, Baptista i Roca continuó sus entrevistas en el
Foreign Office, con el apoyo del gobierno autónomo vasco y acompañado
personalmente por José F. de Lizaso, representante personal en Londres
del lendakari del Gobierno Provisional Vasco, el peneuvista José Antonio
Aguirre (7).
Un
año antes, en mayo de 1937, en vísperas de la caída de Bilbao ante las
tropas franquistas, Lizaso había empezado por su cuenta una gestión
unilateral con Gran Bretaña, poniendo como condición de la mediación
británica el reconocimiento del “derecho de autodeterminación de los pueblos” y anunciando al mismo tiempo que las tropas vascas no seguirían luchando fuera de Vizcaya, puesto que España “era un país extranjero y hostil”. Prácticamente,
los mismos términos en que se expresaba un memorándum suscrito por los
gobiernos catalán y vasco, en junio de 1938, que condicionaban la
mediación británica a que tanto Cataluña como Euzkadi estuvieran
representadas “directamente” en cualquier conferencia de paz (8).
Todas
estas gestiones, tanto la de los secesionistas vascos como las de los
catalanes, primero cada uno por su lado y luego conjuntamente, fueron
hechas al margen por completo de la embajada en Londres de la II
República, cuyo titular era entonces Pablo de Azcárate, padre del que
fue dirigente del PCE, Manolo Azcárate y reconocido diplomático e
historiador, que había dejado su puesto de Secretario general adjunto de
la Sociedad de Naciones para desempeñar aquel cargo en la capital
británica. Su antecesor en la embajada había sido el escritor asturiano
Ramón Pérez de Ayala que, después de haber formado parte de la
Agrupación al Servicio de la República, y tomado posesión del cargo de
embajador en 1932, terminó inclinándose a favor del bando franquista,
por lo que presentó su dimisión.
Sin
embargo, a pesar de estar hechas de espaldas a la embajada española,
llegaron a oídos del presidente Negrín. Según subraya Enrique
Moradiellos, la información le pudo haber llegado a través de los espías
británicos conocidos muchos años después como “los cinco de Cambridge”:
un potente grupo de altos funcionarios de los servicios de inteligencia
de Gran Bretaña que, al tiempo, servían a la URSS como agentes de la
KGB debido a sus firmes convicciones comunistas y del que formaban parte
desde el periodista Kim Philby al historiador del arte y asesor
artístico personal de la Reina de Inglaterra, Anthony Blunt que lo
nombró sir de la Corona Real y. muchos años después, en 1979, fue
destituido de su cargo de conservador de las colecciones reales, por la
premier conservadora Margaret Thacher, la “dama de hierro”.
Resulta
altamente probable que miembros de este grupo fueran la fuente que
informó al Gobierno de la II República. Durante los años de la guerra
civil española, uno de integrantes de “los cinco de Cambridge”,
Donald D. Maclean, era precisamente uno de los funcionarios del Foreign
Office encargados de tramitar y analizar las gestiones de los catalanes
y vascos, mientras que el considerado como responsable de este equipo
de espías de la KGB, el periodista Kim Philby, se encontraba en España,
en la zona franquista, como corresponsal del prestigioso The Times (9), lo
que le permitía moverse en España con suma facilidad y contactar, si
así lo precisaba su trabajo de inteligencia, y aunque tuviera que ser a
través de personas interpuestas, con miembros del Gobierno republicano.
Como
quiera que fuere, el presidente Negrín conoció los turbios manejos de
los secesionistas catalanes y vascos y, reflexionando con profunda
amargura sobre lo que estaba ocurriendo en Londres, pronunció entonces
unas palabras escasamente conocidas todavía hoy en día pero que ponen en
evidencia tanto su frontal rechazo de los nacionalismos
independentistas como el amor a España de un estadista de profundas
convicciones socialistas como él. Un político que, además, fue uno de
los mejores científicos y catedráticos que tuvo nunca la Universidad
española, formado en Alemania y que, dotado de una gran altura
intelectual y políglota, podía hablar en su idioma – como lo hizo- con
los grandes estadistas de su tiempo:
“No
estoy haciendo la guerra contra Franco para que nos retoñe en Barcelona
un separatismo estúpido y pueblerino. De ninguna manera. Estoy haciendo
la guerra por España y para España. Por su grandeza y para su grandeza.
Se equivocan los que otra cosa supongan. No hay más que una nación:
España. No se puede consentir esta sorda y persistente campaña
separatista y tiene que ser cortada de raíz si se quiere que continúe
siendo ministro de Defensa y dirigiendo la política del Gobierno, que es
una política nacional.
Nadie
se interesa tanto como yo por las peculiaridades de su tierra nativa:
amo entrañablemente todas las que se refieren a Canarias y no desprecio,
sino que exalto las que poseen otras regiones, pero por encima de todas
esas peculiaridades, España.
El
que estorbe esa política nacional debe ser desplazado de su puesto.
Antes de consentir campañas nacionalistas que nos lleven a
desmembraciones, que de ningún modo admito, cedería el paso a Franco,
sin otra condición que se desprendiese de alemanes e italianos.
En
punto a la integridad de España soy irreductible y la defenderé de los
de afuera y de los de adentro. Mi posición es absoluta y no consiente
disminución” (10).
La
pertinencia y actualidad de estas palabras de Negrín sobrecogen todavía
hoy. Al menos a mí. Y no cabe duda alguna de su autenticidad. Las
recogió de sus labios, directamente, uno de sus colaboradores más
cercanos, otro socialista de la primera hora, el periodista Julián
Zugazagoitia, que fue director de El Socialista,
ministro dos veces de la II República, primero de Hacienda y después de
Gobernación y, finalmente, secretario general de Defensa, cartera que
Negrín aunaba con la presidencia del Gobierno. Un socialista muy próximo
a Indalecio Prieto primero y a Juan Negrín después, al lado del cual
permaneció hasta el último momento de la guerra civil.
Zugazagoitia
– que en su prólogo a esta memorable obra, había escrito “no hay peor
enemigo del español- y de lo español- que el español mismo”(11)- murió
fusilado en las tapias del Cementerio del Este de Madrid el 9 de
noviembre de 1940, tras haber sido condenado a muerte en Consejo de
Guerra celebrado en julio de dicho año, tal como recuerda el historiador
Santos Juliá en un texto biográfico de Zugazagoitia de gran valor (12).
Se había exiliado a Francia y en París fue detenido por la Gestapo, que
lo entregó a la policía franquista junto a Companys y el anarquista
Joan Peiró, ex ministro de Industria de la República.
Zuga, así lo llamaban sus compañeros de partido, reprodujo estas palabras de Juan Negrín en su libro Historia de la guerra en España,
que escribió en París, entre 1939 y 1940, cuando todavía estaban muy
frescos los recuerdos de la incivil contienda, teniendo, además, a la
vista las notas que tomaba día a día a lo largo de una dilatada vida
política. Su Historia de la guerra en España
fue editada por primera vez en la Argentina, en 1940, con ese título y,
posteriormente, en 1968, en París, por la editorial Librería Española,
fundada por el republicano español Antonio Soriano, como Guerra y vicisitudes los españoles,
con un prólogo espléndido de Roberto Mesa, catedrático de Derecho
Internacional Público y Relaciones Internacionales de la Universidad
Complutense de Madrid y vicerrector de la UCM con el socialista
Francisco Bustelo como Rector, que escribió otro prólogo para la edición
de esta obra editada por Ediciones Éxito en 1978 (13). Posteriormente,
fue editada varias veces por otras editoriales, entre ellas Crítica y
Tusquets.
En su libro, Zugazagoitia apostilla las palabras de Negrín con el siguiente comentario: “El propio Azaña no se hubiera pronunciado con más vehemencia. En este tema, los dos presidentes eran correligionarios” (14 ).
Notas:
(1)Carmen Iglesias, No siempre lo peor es cierto. Estudios sobre Historia de España, Galaxia Gutemberg, Círculo de Lectores, 2008, pág. 658.
(2)David Ruiz González, Octubre de 1934. Revolución en la República española, Síntesis, 2008.
(3)Stanley G. Payne, Los militares y la política en la España contemporánea, Ruedo Ibérico, París, 1968, págs. 202 y 258.
(4)Hilari Raguer, El general Batet. Franco contra Batet: crónica de una venganza, Ediciones Península, Barcelona, 1996.
(5)Enrique Moradiellos, Don Juan Negrín, Editorial Península, 2006.
(6)Enrique Moradiellos, El gobierno británico y Cataluña durante la República y la guerra civil, El Basilisco, nº 27, Oviedo, 2000, págs.. 21-36; Enrique Moradiellos, Neutralidad benévola. El gobierno británico y la insurrección militar española de 1936, Oviedo, Pentalfa, 1990.
(7)Enrique Moradiellos, obra cit., págs. 369.
(8)Enrique Moradiellos, obra cit. pág.368.
(9)Enrique Moradiellos, obra cit. Pág. 372; Ch. Andrew y O. Gordievsky, KGB. The Inside Story, cap. 6 y págs. 167 y-170.
(10)Enrique Moradiellos, obra cit. págs. 372 y 373. Julián Zugazagoitia, Guerra y vicisitudes de los españoles, Editorial Éxito, 1978, tomo II, págs.454.
(11) Julián Zugazagoitia, obra cit., tomo I, pág 15.
(12) Santos Juliá, Julián Zugazagoitia, prólogo a Guerra y vicisitudes de los españoles, Barcelona, Tusquets, 2001, páginas I-XXXI.
(13) Julián Zugazagoiti, obra cit., págs.7-13.
(14) Julián Zugazagoitia, obra cit., pág. 454.
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