martes, 16 de abril de 2019

LA DESLEALTAD DE LOS SECESIONISTAS CATALANES A LA SEGUNDA REPÚBLICA


Rodrigo Vázquez de Prada y Grande||

Periodista. Director de Crónica Popular||
Un año antes de que se realizara La retirada, la marcha hacia el exilio de cientos de miles de españoles republicanos de la que se cumplen ahora 80 años, tuvieron lugar unos hechos realizados por los separatistas vascos y catalanes que, desgraciada y lamentablemente, enlazan a la perfección con el problema político más grave de nuestros días. Sin duda alguna, el más grave al que se ha enfrentado España desde que, tras la Transición, el pueblo español recobrara las libertades y derechos democráticos: el golpe de Estado de los secesionistas catalanes perpetrado en septiembre de 2017 y en torno al cual se está celebrando la vista oral ante la sala de lo Penal del Tribunal Supremo.

Los hechos se conocieron en marzo de 1938 y dejaban a las claras la baja catadura moral y política de los secesionistas. Mientras el Gobierno legítimo de la II República, presidido por don Juan Negrín, mantenía la defensa de la República contra el golpe de Estado de Franco y los militares- – “resistir, resistir y resistir” había pedido el presidente Negrín-, los separatistas vascos y catalanes desarrollaban gestiones secretas y al margen del Gobierno en pro de la mediación de Gran Bretaña para la paz por separado para el País Vasco y Cataluña. Un episodio más en el catálogo de deslealtades con España aquel que entonces se perpetró contra la II República y la Constitución de 1931 por parte de los secesionistas catalanes y vascos, antecesores de los golpistas cuyas actuaciones han quedado grabadas en video para la Historia universal de la infamia.
Unos hechos, en fin, que provocaron ya entonces una contundente denuncia de la deslealtad del secesionismo, en la misma línea que en 2017 se pronunciara el Jefe del Estado, el Rey Felipe VI, cuando rechazó “la inadmisible deslealtad” de los independistas catalanes, en un discurso que supuso un fuerte aldabonazo en la conciencia de los millones de españoles constitucionalistas. En los años treinta del pasado siglo, uno de los políticos de más valía del socialismo español, Indalecio Prieto, había clamado contra ese proceder de los independentistas catalanes en plena República española. Y, pocos años después, el presidente del Gobierno republicano, Juan Negrín, manifestaba encolerizado su absoluto rechazo de las graves maniobras de los independentistas, realizadas, además, en los momentos cruciales de la guerra civil.
Realmente, se trataba de una operación de deslealtad con la II República en tres actos y una suerte de proemio. Su máximo protagonista, el ex militar y fundador de ERC, Francesc Maciá, que, ya en 1926, bajo la dictadura del general Primo de Rivera, había escrito ya el proemio, organizando el llamado “complot de Prats de Molló”: una invasión armada desde Francia, donde se encontraba exiliado, para provocar en Cataluña una insurrección general y proclamar la República catalana, separada del resto de España. Su detención por la gendarmería francesa, impidió aquella incursión armada y lo envió desterrado a Bélgica, país que se convertiría, 92 años después, en un “santuario” para otro secesionista catalán, el golpista fugado de la justicia española, Carlos Puigdemont.
Con este antecedente, el acto primero tuvo lugar en el mismo momento en que se estaba gestando la proclamación de la II República española. El 14 de abril de 1931, adelantándose unas horas a su proclamación en Madrid, Maciá volvió a repetir su intentona separatista. Eran las 2:30 de la tarde de aquella fecha histórica, cuando, asomado al balcón del Ayuntamiento de Barcelona, Maciá proclamó “el Estado Catalán”, que – según decía en su alocución- procuraría integrar en la Federación de Repúblicas Ibéricas. ERC, el nuevo partido formado por la fusión de Estat Catalá y Partido Republicano Catalán, había obtenido una mayoría en las elecciones municipales del 12 de abril. Y, al igual que sucedería en 2017, para Maciá aquella mayoría, le daba pleno derecho a hablar “en nombre del pueblo de Cataluña”. Su primera proclamación de independencia de Cataluña sería seguida de otras dos en la misma jornada: una de ellas a media tarde y la otra a última hora del día, una vez que se conoció la proclamación de la II República en la capital de España y que el Rey Alfonso XIII abandonaría nuestro país.
El Estado catalán duró tres días. Maciá renunció a su pomposa declaración de independencia tras el acuerdo con el Gobierno Provisional de la II República, en nombre del cual negociaron con él dos ministros catalanes, Marcelino Domingo y Lluis Nicolau d´OLwer, y el socialista Fernando de los Ríos, que se comprometieron a presentar en las futuras Cortes Constituyentes un Estatuto de Autonomía para Cataluña. Es decir, exactamente, lo que se había concertado en el Pacto de San Sebastián, acuerdo al que dado su asentimiento el partido Estat Catalá, liderado por Maciá, que participó en aquella articulación del republicanismo español celebrada en agosto de 1930.
Poco tiempo después, Indalecio Prieto declararía en Las Cortes, con ocasión del debate del Estatuto catalán: “En los 32 años de vida política que llevo, no he conocido un caso de deslealtad más característico que el realizado por los republicanos catalanes…” Como recuerda la directora de la Real Academia de la Historia Carmen Iglesias, en su estudio sobre Las Constituciones de 1931 y 1978, el dirigente socialista acusó a los secesionistas de “haber creado en Cataluña un “Estado de hecho” para forzar a las Cortes Constituyentes y al país a sancionar lo que habían realizado en contra de lo que solemnemente se había acordado en el Pacto de San Sebastián” (1)
El segundo acto, tuvo lugar tres años más tarde, el 6 de octubre de 1934. Lo protagonizó el sucesor de Maciá al frente de la Generalitat, Lluis Companys, que, a las ocho y diez minutos de la tarde de aquel día, nuevamente proclamó el Estado Catalán, en este caso, señalaba él, dentro de la República Federal Española. En su discurso, pronunciado desde el palacio de la Generalidad, se arrogaba también, al igual que lo había hecho Maciá tres años antes, hablar en nombre del pueblo y del Parlamento” y justificaba su decisión en que “las fuerzas monárquicas y fascistas que de un tiempo a esta parte pretenden traicionar a la República, han logrado su objetivo y han asaltado el Poder”. Hacía suyo, por tanto, el desacertado análisis efectuado por la izquierda española en aquel momento y duramente rebatido por el historiador comunista David Ruiz en su obra Octubre de 1934. Revolución en la República española (2), análisis según el cual el triunfo de las derechas en las elecciones de aquel año recreaban en España el Gobierno de Dolfuss en Austria y el asalto del fascismo a las instituciones democráticas.
Este segundo acto de la deslealtad secesionista duró mucho menos que el urdido por Maciá. Se acabó en diez horas. Pero, como un ejemplar contrapunto a la deslealtad secesionista, brilló la gallarda lealtad a la II República y a su Constitución de uno de los militares de más prestigio en la historia del Ejército español, el general Domingo Batet Mestre. Un militar al que el historiador norteamericano Stanley G. Payne describe en su obra Los militares y la política en la España contemporánea, como “un liberal que había participado en las conspiraciones contra Primo de Rivera”, “hombre de familia rica y de opiniones liberales” (3) y que, en aquel momento, era general en jefe de la IV División Orgánica, que así se llamaba entonces la Capitanía General de Cataluña tras la reforma militar de Azaña.
Fiel a la Constitución y al Gobierno de la II República, el general Batet rechazó tajantemente ponerse a las órdenes de Companys “para servir a la República Federal que acabo de proclamar“, tal como le conminó éste, y declaró el estado de guerra aplicando la Ley de Orden Público de 1933, con arreglo a lo que le pidió el Gobierno presidido por otro catalán, Alejandro Lerroux.
Frente a lo que le instaba desde Madrid el general Franco, encumbrado entonces por el ministro de la Guerra, Diego Hidalgo, notario extremeño y militante del Partido Radical, que le nombró asesor militar personal, el general Batet minimizó el uso de la artillería contra los defensores del proclamado Estado catalán, aunque no pudo evitar que murieran cuarenta y seis personas: treinta y ocho civiles y ocho militares. Y, poco tiempo después, a las seis de la mañana del día 7, Companys se rendía al general Batet. Unas horas antes, había huido del palacio de la Generalitat por las alcantarillas, y terminaba su huída en Francia, su consejero de Gobernación, Josep Dencás, que, pocos meses antes, se había declarado al vicecónsul italiano en Barcelona como “ferviente militante fascista camuflado”.
El desenlace de este segundo acto de deslealtad está dotado de perfiles que merece la pena recordar en estos momentos en que los golpistas catalanes están siendo juzgados por el Tribunal Supremo. Las diversas analogías saltan a la vista en ambos procesos. De un lado, la autonomía catalana fue suspendida indefinidamente por una ley aprobada el 14 de diciembre, a propuesta del Gobierno. De otro, Companys y todos los integrantes del gobierno de la Generalitat fueron condenados por el Tribunal de Garantías Constitucionales, en junio de 1935, como autores de un delito de rebelión miliar, a 30 años de prisión. Un año después, sin embargo, el Gobierno del Frente Popular indultó a todos ellos…sin que ello supusiera en ningún momento, tal como se demostró posteriormente, conversión alguna de los independentistas en respetuosos demócratas del orden constitucional de la II República.
Exiliado en Francia, Companys fue detenido allí por la Gestapo, que, en agosto de 1940, lo entregó a las autoridades franquistas, que lo condenaron y ejecutaron. Tres años antes, había corrido la misma suerte, el militar constitucionalista que puso fin a su delirio independentista, el general Batet, condecorado con la Laureada de San Fernando, la máxima distinción militar, por su defensa del orden constitucional de la II República y haber abortado con la máxima celeridad y el mínimo de pérdidas humanas el golpe de Estado de Companys. El 18 de febrero de 1937, había sido fusilado, tras haberse negado a secundar el golpe de Estado de Franco.
Tal como relata Hilari Raguer, historiador y monje de Montserrat, en su obra El general Batet. Franco contra Batet: crónica de una venganza (4), Batet sufrió con una admirable dignidad hasta su muerte el rencor del dictador, cuyo odio visceral residía en dos actuaciones impecables del general catalán: ser autor de uno de los informes que conformaron el Expediente Picasso sobre el “desastre de Annual” y los militares africanistas y por no haber intervenido en Cataluña en 1934 con la misma dureza que había aplicado el general Yagüe contra los mineros de Asturias…
Pero, al mismo tiempo, Hilari Raguer subraya la entereza final ante la muerte de un militar que dirigió a los soldados que le iban a fusilar unas palabras estremecedoras y de una gran gallardía: “Disparadme al corazón, os lo pide vuestro general”. Como recuerda el historiador británico Paul Preston en el prólogo al libro de Hilari Raguer, Franco se cuidó de vejar con un sádico refinamiento la sentencia condenatoria, incluyendo su expulsión del Ejército bajo la acusación de «su probado desamor a España”.
El tercer acto de la deslealtad secesionista con la II República, tuvo lugar, como indico el comienzo de estas líneas, en 1938. Lo relata el historiador Enrique Moradiellos, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Extremadura y autor de la más amplia y rigurosa obra sobre el presidente de Gobierno de la II República, el doctor Juan Negrín (5) y de otros trabajos anteriores sobre la posición que mantuvo Gran Bretaña en relación con la guerra civil española en general y con los secesionistas catalanes en particular (6).
La operación secesionista en Gran Bretaña comenzó a finales de abril de dicho año, cuando, Josep María Baptista i Roca, que se titulaba “amigo personal del presidente Companys, Jefe del Estado de Cataluña” (sic), se presentó al Foreign Office “para saber si había alguna posibilidad de concertar un armisticio en España”, aunque, en realidad, su pretensión, tal como confesó al subsecretario de Exteriores británico, sir Alexander Cardogan, era “salvar a Cataluña”. A partir de este momento, Baptista i Roca continuó sus entrevistas en el Foreign Office, con el apoyo del gobierno autónomo vasco y acompañado personalmente por José F. de Lizaso, representante personal en Londres del lendakari del Gobierno Provisional Vasco, el peneuvista José Antonio Aguirre (7).
Un año antes, en mayo de 1937, en vísperas de la caída de Bilbao ante las tropas franquistas, Lizaso había empezado por su cuenta una gestión unilateral con Gran Bretaña, poniendo como condición de la mediación británica el reconocimiento del “derecho de autodeterminación de los pueblos” y anunciando al mismo tiempo que las tropas vascas no seguirían luchando fuera de Vizcaya, puesto que España “era un país extranjero y hostil”. Prácticamente, los mismos términos en que se expresaba un memorándum suscrito por los gobiernos catalán y vasco, en junio de 1938, que condicionaban la mediación británica a que tanto Cataluña como Euzkadi estuvieran representadas “directamente” en cualquier conferencia de paz (8).
Todas estas gestiones, tanto la de los secesionistas vascos como las de los catalanes, primero cada uno por su lado y luego conjuntamente, fueron hechas al margen por completo de la embajada en Londres de la II República, cuyo titular era entonces Pablo de Azcárate, padre del que fue dirigente del PCE, Manolo Azcárate y reconocido diplomático e historiador, que había dejado su puesto de Secretario general adjunto de la Sociedad de Naciones para desempeñar aquel cargo en la capital británica. Su antecesor en la embajada había sido el escritor asturiano Ramón Pérez de Ayala que, después de haber formado parte de la Agrupación al Servicio de la República, y tomado posesión del cargo de embajador en 1932, terminó inclinándose a favor del bando franquista, por lo que presentó su dimisión.
Sin embargo, a pesar de estar hechas de espaldas a la embajada española, llegaron a oídos del presidente Negrín. Según subraya Enrique Moradiellos, la información le pudo haber llegado a través de los espías británicos conocidos muchos años después como “los cinco de Cambridge”: un potente grupo de altos funcionarios de los servicios de inteligencia de Gran Bretaña que, al tiempo, servían a la URSS como agentes de la KGB debido a sus firmes convicciones comunistas y del que formaban parte desde el periodista Kim Philby al historiador del arte y asesor artístico personal de la Reina de Inglaterra, Anthony Blunt que lo nombró sir de la Corona Real y. muchos años después, en 1979, fue destituido de su cargo de conservador de las colecciones reales, por la premier conservadora Margaret Thacher, la “dama de hierro”.
Resulta altamente probable que miembros de este grupo fueran la fuente que informó al Gobierno de la II República. Durante los años de la guerra civil española, uno de integrantes de “los cinco de Cambridge”, Donald D. Maclean, era precisamente uno de los funcionarios del Foreign Office encargados de tramitar y analizar las gestiones de los catalanes y vascos, mientras que el considerado como responsable de este equipo de espías de la KGB, el periodista Kim Philby, se encontraba en España, en la zona franquista, como corresponsal del prestigioso The Times (9), lo que le permitía moverse en España con suma facilidad y contactar, si así lo precisaba su trabajo de inteligencia, y aunque tuviera que ser a través de personas interpuestas, con miembros del Gobierno republicano.
Como quiera que fuere, el presidente Negrín conoció los turbios manejos de los secesionistas catalanes y vascos y, reflexionando con profunda amargura sobre lo que estaba ocurriendo en Londres, pronunció entonces unas palabras escasamente conocidas todavía hoy en día pero que ponen en evidencia tanto su frontal rechazo de los nacionalismos independentistas como el amor a España de un estadista de profundas convicciones socialistas como él. Un político que, además, fue uno de los mejores científicos y catedráticos que tuvo nunca la Universidad española, formado en Alemania y que, dotado de una gran altura intelectual y políglota, podía hablar en su idioma – como lo hizo- con los grandes estadistas de su tiempo:
No estoy haciendo la guerra contra Franco para que nos retoñe en Barcelona un separatismo estúpido y pueblerino. De ninguna manera. Estoy haciendo la guerra por España y para España. Por su grandeza y para su grandeza. Se equivocan los que otra cosa supongan. No hay más que una nación: España. No se puede consentir esta sorda y persistente campaña separatista y tiene que ser cortada de raíz si se quiere que continúe siendo ministro de Defensa y dirigiendo la política del Gobierno, que es una política nacional.
Nadie se interesa tanto como yo por las peculiaridades de su tierra nativa: amo entrañablemente todas las que se refieren a Canarias y no desprecio, sino que exalto las que poseen otras regiones, pero por encima de todas esas peculiaridades, España.
El que estorbe esa política nacional debe ser desplazado de su puesto. Antes de consentir campañas nacionalistas que nos lleven a desmembraciones, que de ningún modo admito, cedería el paso a Franco, sin otra condición que se desprendiese de alemanes e italianos.
En punto a la integridad de España soy irreductible y la defenderé de los de afuera y de los de adentro. Mi posición es absoluta y no consiente disminución” (10).
La pertinencia y actualidad de estas palabras de Negrín sobrecogen todavía hoy. Al menos a mí. Y no cabe duda alguna de su autenticidad. Las recogió de sus labios, directamente, uno de sus colaboradores más cercanos, otro socialista de la primera hora, el periodista Julián Zugazagoitia, que fue director de El Socialista, ministro dos veces de la II República, primero de Hacienda y después de Gobernación y, finalmente, secretario general de Defensa, cartera que Negrín aunaba con la presidencia del Gobierno. Un socialista muy próximo a Indalecio Prieto primero y a Juan Negrín después, al lado del cual permaneció hasta el último momento de la guerra civil.
Zugazagoitia – que en su prólogo a esta memorable obra, había escrito “no hay peor enemigo del español- y de lo español- que el español mismo”(11)- murió fusilado en las tapias del Cementerio del Este de Madrid el 9 de noviembre de 1940, tras haber sido condenado a muerte en Consejo de Guerra celebrado en julio de dicho año, tal como recuerda el historiador Santos Juliá en un texto biográfico de Zugazagoitia de gran valor (12). Se había exiliado a Francia y en París fue detenido por la Gestapo, que lo entregó a la policía franquista junto a Companys y el anarquista Joan Peiró, ex ministro de Industria de la República.
Zuga, así lo llamaban sus compañeros de partido, reprodujo estas palabras de Juan Negrín en su libro Historia de la guerra en España, que escribió en París, entre 1939 y 1940, cuando todavía estaban muy frescos los recuerdos de la incivil contienda, teniendo, además, a la vista las notas que tomaba día a día a lo largo de una dilatada vida política. Su Historia de la guerra en España fue editada por primera vez en la Argentina, en 1940, con ese título y, posteriormente, en 1968, en París, por la editorial Librería Española, fundada por el republicano español Antonio Soriano, como Guerra y vicisitudes los españoles, con un prólogo espléndido de Roberto Mesa, catedrático de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales de la Universidad Complutense de Madrid y vicerrector de la UCM con el socialista Francisco Bustelo como Rector, que escribió otro prólogo para la edición de esta obra editada por Ediciones Éxito en 1978 (13). Posteriormente, fue editada varias veces por otras editoriales, entre ellas Crítica y Tusquets.
En su libro, Zugazagoitia apostilla las palabras de Negrín con el siguiente comentario: “El propio Azaña no se hubiera pronunciado con más vehemencia. En este tema, los dos presidentes eran correligionarios” (14 ).


Notas:
(1)Carmen Iglesias, No siempre lo peor es cierto. Estudios sobre Historia de España, Galaxia Gutemberg, Círculo de Lectores, 2008, pág. 658.
(2)David Ruiz González, Octubre de 1934. Revolución en la República española, Síntesis, 2008.
(3)Stanley G. Payne, Los militares y la política en la España contemporánea, Ruedo Ibérico, París, 1968, págs. 202 y 258.
(4)Hilari Raguer, El general Batet. Franco contra Batet: crónica de una venganza, Ediciones Península, Barcelona, 1996.
(5)Enrique Moradiellos, Don Juan Negrín, Editorial Península, 2006.
(6)Enrique Moradiellos, El gobierno británico y Cataluña durante la República y la guerra civil, El Basilisco, nº 27, Oviedo, 2000, págs.. 21-36; Enrique Moradiellos, Neutralidad benévola. El gobierno británico y la insurrección militar española de 1936, Oviedo, Pentalfa, 1990.
(7)Enrique Moradiellos, obra cit., págs. 369.
(8)Enrique Moradiellos, obra cit. pág.368.
(9)Enrique Moradiellos, obra cit. Pág. 372; Ch. Andrew y O. Gordievsky, KGB. The Inside Story, cap. 6 y págs. 167 y-170.
(10)Enrique Moradiellos, obra cit. págs. 372 y 373. Julián Zugazagoitia, Guerra y vicisitudes de los españoles, Editorial Éxito, 1978, tomo II, págs.454.
(11) Julián Zugazagoitia, obra cit., tomo I, pág 15.
(12) Santos Juliá, Julián Zugazagoitia, prólogo a Guerra y vicisitudes de los españoles, Barcelona, Tusquets, 2001, páginas I-XXXI.
(13) Julián Zugazagoiti, obra cit., págs.7-13.
(14) Julián Zugazagoitia, obra cit., pág. 454.

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