martes, 16 de abril de 2019

ADIÓS A DARÍO RIVAS, EL PRIMERO QUE DENUNCIÓ AL ESTADO ESPAÑOL POR LOS CRÍMENES DEL FRANQUISMO

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Arantza Margolles

Le mandaron en barco a sobrevivir a Buenos Aires siendo un niño, ya va para ochenta y nueve años, porque en Castro de Rei la vida era dura. Para todos y, en especial, para Severino Rivas, su padre, viudo temprano y a cargo de nueve hijos. Él, Darío, era el menor. De valor en aquella casa que dejó en 1930 había apenas un par de cosas: la taza estampada en la que su padre solía desayunar y un gabán que, enviado desde Argentina, Severino se ponía las tardes que hacía frío. La del 29 de octubre de 1936, por ejemplo. Ese fue el día en que unos falangistas, envalentonados por el reciente Alzamiento militar, mataron a tiros a Severino, el alcalde que había traído la escuela al pueblo para que los críos hicieran lo que él no pudo: estudiar. Ordenaron a sus hijos enterrarle al pie de la iglesia de Cortapezas, con otro vecino, y a un chaval de diecisiete años que pasaba por allí a velarlos varias horas.
El silencio se cernió sobre la vida de Darío Rivas desde aquella noche en que su padre fue asesinado vistiendo el gabán argentino. Solo roto por una carta donde, muy someramente, los hermanos le explicaban lo ocurrido. Sin mencionar lugares, sin caer en detalles. Darío tenía casi la misma edad que aquel chaval que velara a su padre, pero no conocía la historia. Sus hermanos se la llevaron a la tumba y, cuando volvió de visita, en el 52, nadie quiso hablar. Tendría que pasar medio siglo para que, en otro de sus viajes a Galicia, una tendera de Portomarín, donde está Cortapezas, le contara por casualidad la historia de un hombre al que habían enterrado a los pies de la iglesia, vestido con un elegante gabán, y al que había velado toda la noche, siendo un chaval, el anciano que aún hoy vivía cerca del templo.
"Tu padre sigue ahí; al otro lo sacó lo familia una noche, al poco". El anciano marcó el punto exacto del enterramiento. Corría el año 2004 y él era el único que recordaba ya de primera mano todo lo que le había pasado a Severino Rivas. Darío, que hasta ayer aún conservaba la taza estampada donde bebía su padre, decidió que si el cura no quería una ídem -porque, haciendo gala de una extraña caridad cristiana, no quiso permitirle señalizar la tumba de su padre con una cruz de madera-, tendría una y media. Al año siguiente consiguió que la ARMH recuperase los restos de Severino Rivas y enterrar al padre que le faltaba desde hacía casi setenta años.
Pero Darío murió ayer, a los noventa y nueve y con la ilusión de regresar una última vez a España. "A ver exhumar a Franco". No llegó a tiempo (¿cuántas veces más tendremos que repetir esta maldita frase?), pero fue quien más pujó por ello. El destino quiso que muriera en quince de abril cuando había sido un catorce, el de 2010, el día en que presentó, por primera vez en la historia, una denuncia contra el Estado español por los crímenes de lesa humanidad del franquismo, nunca juzgados, ni tan siquiera estudiados. En la carpeta que inició la que se ha venido en llamar "Querella Argentina" desde entonces se agolpaban los papeles -administrativos, históricos, arqueológicos, burocráticos, antropológicos- que habían roto un silencio de décadas.
Ha muerto el hombre que puso patas arriba el sistema por conseguir verdad y justicia, el que cambió el concepto de Memoria y demostró que siempre puede darse un paso más.
Hoy pocos periódicos hablan de Darío Rivas. Ni que importe. Ahí, en los libros, ha quedado por fin escrita su historia.

                    DdA, XV/4142                

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