
Arantza Margolles
Le
mandaron en barco a sobrevivir a Buenos Aires siendo un niño, ya va
para ochenta y nueve años, porque en Castro de Rei la vida era dura.
Para todos y, en especial, para Severino Rivas, su padre, viudo temprano
y a cargo de nueve hijos. Él, Darío, era el menor. De valor en aquella
casa que dejó en 1930 había apenas un par de cosas: la taza estampada en
la que su padre solía desayunar y un gabán que, enviado desde
Argentina, Severino se ponía las tardes que hacía frío. La del 29 de
octubre de 1936, por ejemplo. Ese fue el día en que unos falangistas,
envalentonados por el reciente Alzamiento militar, mataron a tiros a
Severino, el alcalde que había traído la escuela al pueblo para que los
críos hicieran lo que él no pudo: estudiar. Ordenaron a sus hijos
enterrarle al pie de la iglesia de Cortapezas, con otro vecino, y a un
chaval de diecisiete años que pasaba por allí a velarlos varias horas.
El silencio se cernió sobre la vida de Darío Rivas desde aquella noche
en que su padre fue asesinado vistiendo el gabán argentino. Solo roto
por una carta donde, muy someramente, los hermanos le explicaban lo
ocurrido. Sin mencionar lugares, sin caer en detalles. Darío tenía casi
la misma edad que aquel chaval que velara a su padre, pero no conocía la
historia. Sus hermanos se la llevaron a la tumba y, cuando volvió de
visita, en el 52, nadie quiso hablar. Tendría que pasar medio siglo para
que, en otro de sus viajes a Galicia, una tendera de Portomarín, donde
está Cortapezas, le contara por casualidad la historia de un hombre al
que habían enterrado a los pies de la iglesia, vestido con un elegante
gabán, y al que había velado toda la noche, siendo un chaval, el anciano
que aún hoy vivía cerca del templo.
"Tu padre sigue ahí; al otro
lo sacó lo familia una noche, al poco". El anciano marcó el punto
exacto del enterramiento. Corría el año 2004 y él era el único que
recordaba ya de primera mano todo lo que le había pasado a Severino
Rivas. Darío, que hasta ayer aún conservaba la taza estampada donde
bebía su padre, decidió que si el cura no quería una ídem -porque,
haciendo gala de una extraña caridad cristiana, no quiso permitirle
señalizar la tumba de su padre con una cruz de madera-, tendría una y
media. Al año siguiente consiguió que la ARMH recuperase los restos de
Severino Rivas y enterrar al padre que le faltaba desde hacía casi
setenta años.
Pero Darío murió ayer, a los noventa y nueve y con
la ilusión de regresar una última vez a España. "A ver exhumar a
Franco". No llegó a tiempo (¿cuántas veces más tendremos que repetir
esta maldita frase?), pero fue quien más pujó por ello. El destino quiso
que muriera en quince de abril cuando había sido un catorce, el de
2010, el día en que presentó, por primera vez en la historia, una
denuncia contra el Estado español por los crímenes de lesa humanidad del
franquismo, nunca juzgados, ni tan siquiera estudiados. En la carpeta
que inició la que se ha venido en llamar "Querella Argentina" desde
entonces se agolpaban los papeles -administrativos, históricos,
arqueológicos, burocráticos, antropológicos- que habían roto un silencio
de décadas.
Ha muerto el hombre que puso patas arriba el sistema
por conseguir verdad y justicia, el que cambió el concepto de Memoria y
demostró que siempre puede darse un paso más.
Hoy pocos periódicos hablan de Darío Rivas. Ni que importe. Ahí, en los libros, ha quedado por fin escrita su historia.
DdA, XV/4142
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