Jaime Richart
Según parece, después de Japón España es el país con la
tasa más alta de esperanza de
vida. Dato que paradójicamente está
empezando a
dar problemas a los depredadores
del marco neoliberal y especialmente a los de la
sociedad española. El incremento de ancianos
longevos en este país alarma a los necios del sistema.
Me refiero a los economistas y politicos
adictos al régimen económico existente que, por eso mismo, por ser adictos, son incapaces de
considerar las cosas desde otros puntos de vista; estrábicos o miopes que quiren ignorar enfoques que, aun dentro del sistema mismo, pueden aportar
soluciones a ese problema artificialmente generado. Por ejemplo, la reforma
fiscal profunda para un más justo reparto de lo que se
produce, sin necesidad de reucurrir al socialismo real. Socialismo en el que
muchos despiertos y aun acomodados pensamos cuando se hace patente la obstinación
de los dirigentes políticos, bancarios y financieros en favorecer a las clases
ya opulentas y acomodadas, en detrimento grave de los derechos de las clases
populares. Pero es que su deformación y su falta
de imaginación llegan tan lejos que, en lugar de buscar la solución en políticas sociales radicales prefieren
inducir al suicidio a la
población anciana. Y no se crea que no ha de hacer
estragos esa actiud política
antihumanista, en mentes ya débiles como débil está ya su cuerpo... Es más, habría
que indagar cuántos suicidios de ancianos no obedecen a esa causa. Pues bien, pese a ser una bajeza moral cercana a los
métodos que se atribuye al nazismo, se extiende desde Europa hasta Japón. El ministro de
economía nipón no hace mucho hizo un
llamamiento en ese sentido a la poblacion de su país: que los ancianos deben
morir cuanto antes ¡para salvar la economía!. Y hay que tener presente que el
suicidio en aquel país es más frecuente de lo que es en occidente por unos u otros motivos. Pero Europa tampoco se ha
librado de la abominación. Más o menos el mismo llamado hizo la directora del Fondo Monetario Internacional, que es
francesa, y la sede del organismo está en Europa.
El caso es
que, pese a quien pese, España alberga una enorme nómina de longevos que debiera enorgullecernos cuando en numerosos países del orbe no se alcanza la cincuentena. Pero está
visto que alcanzar los 80 años ha dejado
de ser un honor. O sigue siéndolo,
pero ultrajado por esos y esas que
maldicen la ancianidad por lo que sea, sin pensar que también ellos y ellas desean llegar a viejos aunque no lo
merecen y sí en cambio por malnacidos merecen el infierno de los injustos...
Yo soy anciano. Tengo 80 años.
Y puedo atestiguar que la ancianidad es un privilegio doble que vale la pena
vivirse y que, naturalmente, no se
puede disfrutar sin llegar a ellos.
Porque pese a la alta esperanza de vida
entre nosotros, el hecho de llegar a la vejez por
sí solo lo es. Y porque a condición de no tener muy quebrantada la salud, lo primero
que descubre el anciano es que poco a poco ha ido desapareciendo en él la idea angustiosa de la muerte que le ha asaltado a lo largo de su vida por cualquier motivo, en la
medida que ha ido perdiendo la capacidad de asombro. Es más, el anciano termina
encariñado con la idea de
la muerte. Pues en ella ve una liberación de las
tribulaciones de la vida: aun la más grata. Y por otro
lado, ha cedido ya el deseo, tanto de lo material como de lo inmaterial. Al
menos el deseo de lo que razonablemente no es deseable bien porque es imposible
conseguirlo, bien porque es absolutamente
enfermizo. (La ambición desmedida de poder y la codicia que en otro caso
atacan a algunos ancianos generalmente varones, en lugar de hacerles más placentera la vida se la hace más insoportable que al anciano común).
Así es que,
desaparecidos el miedo a la muerte y el deseo causante de sinsabores y desgracias,
ya está el anciano en condiciones de encontrarse con dos
valores inestimables: la esperanza y la confianza. La esperanza en una vida ultraterrena cuya
forma y naturaleza no vale la pena esforzarse inútilmente en descifrar pero en
todo caso feliz, y, en otro caso, la confianza
en la nada en cuyo caso nada tiene uno que perder. Esas dos alternativas disipan en el anciano la angustia de la muerte y la incertidumbre del después,
potenciadas por algunas religiones, unas veces, por el nihilismo que lleva al
espanto ante el vacío, otras, por la ignorancia del
saber a medias, otras, o por la “ignorancia”
extraña, en
fin, que encierra el mucho saber: cuatro generadores de pavor y de angustia,
mil veces más perturbadores para el
espíritu que la ignorancia absoluta del ser vivo que no ha sido todavía amaestrado...
DdA, XV/4087
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