
Jaime Richart
La prueba de que el filósofo Epicuro tenía toda la razón que jamás ha
perdido al desaconsejar a sus discípulos de la Academia la política -¡lejos de
la política!, les decía- son muchas situaciones que vive, unas veces, y
presencia otras el ciudadano común casi a diario. Pues si pudiera ser cierto
que la política es el único modo de
evitar la guerra, la forma de entenderla con su intransigencia y sus prejuicios
y luego practicarla muchos políticos, es justo la causa de la guerra en ocasiones.
En la política doméstica se multiplican los ejemplos, aunque en parte
es cierto que la tensión que generan con sus soflamas los políticos que se
creen en posesión exclusiva de la verdad -como los dogmáticos en materia de moral y de trascendencia-, si no llegan a encender a militares extremistas, puede tener el efecto
contrario y amortiguar la tensión en los cuarteles. Pues al fin y al cabo las
claves de las guerras en todas las naciones las tienen quienes manejan las
armas para mantener el orden público y la defensa nacional. En teoría la defensa
nacional, pues no pocas veces esas mismas armas se vuelven contra los propios compatriotas en guerra civil...
En la política doméstica, decía, los ejemplos no ya de comportamientos
indeseables sino también los de cerrazón u obstinación de políticos que hacen
pensar al adversario que su intención incluye la amenaza, esto es, llevar las
discrepancias tan lejos que las hostilidades verbales se conviertan en guerra,
son ya en España habituales, y desde hace al menos veinte años también en Venezuela.
Pero es que en la crisis de Venezuela, generada por los disconformes con el
resultado de las elecciones de mayo de 2018 celebradas con la asistencia de
cuantos observadores internacionales lo desearon, pero también crisis inducida
por el país imperial que a su vez arrastra a gran parte de los europeos de
occidente, obedece a un solo motivo: apropiarse a cualquier precio de las
reservas de petróleo y demás riquezas del país, la cantinela de infinidad de guerras y de
los pretextos que preceden a la causa de fondo en casi todas las invasiones de
un país por otro. Y ese motivo, en tiempos tan lúcidos y trasparentes
informativamente hablando como los que vivimos, de acuerdo a la lógica más
elemental, debieran neutralizar, anular, todos los demás -que las elecciones
estuvieran manipuladas, que el presidente de Venezuela es un dictador, que el
país ha empobrecido...-, que responden exclusivamente a la idea de servir de
escusa o de tapadera del motivo principal. Por eso Epicuro detestaba la
política. Por eso la detesto yo. Porque no sólo la política es un vivero de
contradicciones, de falsías y de maquinaciones entre quienes la ejercen, es
que contamina el razonar del ciudadano que acaba no viendo lo obvio y
perdiendo el natural sentido de las cosas, el manejo ordinario del lenguaje y
la construcción de la lógica formal.
Van a por el petróleo, y
quienes controlan alimentos, medicamentos y recursos para las necesidades
básicas, desde hace al menos veinte años vienen minando el sustrato social para
que fracase la política socializante. Y la mejor manera de lograrlo es desestabilizar
a fondo la vida de un país que, por culpa de artificios ajenos a esa otra política
que trata de zafarse de la neoliberal, nunca acaba de vivir en paz.
En los países con solera democrática suficiente, principalmente europeos,
todo esto que acabo de decir sobre la política y la lógica tiene también
aplicación. Pero ninguno de ellos ha tenido como contraste una guerra civil,
un dictador durante cuatro décadas y un poder religioso de la influencia que
sigue teniendo en España. Y eso marca unas descomunales diferencias. Por eso
las élites económicas y sociales, también las élites políticas de una
izquierda cada día más nominal, se aferran a un concepto de España dictatorial
o antediluviano, sin salirse ni una micra del carril...
DdA, XV/4.082
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