Jaime Richart
Cualquier socialista, moderado o no; qué digo,
cualquier humanista sabe hasta qué punto en sociedades moralmente atrasadas,
atrasadas en moral civil, trufadas de hipocresía y de ideas religiosas
prostituidas, como son el caso de España y Venezuela, es difícil llevar a
cabo programas y planes de justicia social que arrinconen el efecto de la
caridad sólo justificada para tiempos de guerra, de postguerra o de
desvertebración de la sociedad. Con otros ingredientes pero el mismo cocinado
es lo que intentaron otros vigilantes del proceso revolucionario perseguido
por Nicolás Maduro en Venezuela, como Hussein en Irak o Gadaffi en Libia, y ya vimos los
resultados. Confiemos en que no acabe de la misma manera Maduro.
Porque ahora
Maduro, respetando las libertades públicas como se ve palpablemente al no haber
encarcelado inmediatamente a ese títere payaso que se ha erigido presidente, dirige otro proceso
social revolucionario que contra viento y marea intenta proseguir el iniciado
por su predecesor Chávez. Un proceso que pertenece al
socialismo sin ambages, por oposición al individualismo más execrable, cuya palabra
evitó Maduro en el transcurso de la entrevista
que le hizo ayer un periodista español revelado como bastante más miserable
de lo que pudiera suponerse. Y seguramente la evitó, porque la palabra “socialismo”
está desvirtuada desde que sus ideólogos la transmutaron en“socialdemocracia”,
y al desnaturalizarse su significado primigenio, está convergiendo poco a poco
en la praxis con su contraria: la ideología de la privatización de lo público y
hasta del aire que respiramos.
En todo caso,
un proceso revolucionario que cuenta con la cerval enemiga del orbe
neofascista tanto porque a toda costa quiere el petróleo de Venezuela como
porque si triunfase medianamente le pondría en evidencia. Un limbo, el
neofascista, envainado en la funda neoliberal a su vez alojada en la franja
geopolítica que va desde Washington hasta Madrid, pasando por Londres, Bonn y
París, capitales de esos países donde bulle y medra el más extremo
individualismo de los ricos más miserables, con su cortejo de acomodados que
en estos tiempos críticos pueden considerarse ricos de segunda fila. Un
individualismo que arrastra a otros países del continente que, por su menor
rango y extensión, son sus subordinados y formando entre todos una argamasa
heterogénea a la que en estos momentos llaman pomposamente “Europa”: la Europa
que exige sin condiciones a Maduro elecciones presidenciales... y si no la
guerra.
Pero hablando
del periodista que entrevistó ayer a Maduro, puede decirse que hasta el menos
avisado de los ciudadanos sabe hasta qué punto el entrevistador puede o no ayudar a lucirse o
a fracasar la posición del entrevistado. No se puede
decir que Maduro fracasase, pues recibió cancha para extenderse en la exposición
urbi et orbe de su intensa y extensa
gama de programas políticos en todas direcciones. Sin embargo el entrevistador de ayer, que no ocultaba su
impaciencia disparando ansiosamente pregunta tras pregunta, estaba visto que iba
preparado tanto para no ayudarle
como para complacer a todos los enemigos de Maduro que en España y en Europa aullan pidiendo sangre: desde sus jefes y
propietarios de La Sexta, pasando por el presidente español y los barones de
su partido que son los que mandan realmente en el partido y en el gobierno,
hasta esos periodistas despreciables que emporquecen años y años los platós y trabajan
frenéticamente a favor de "lo neoliberal" que no consiste en otra
cosa que trocear la propiedad y los servicios públicos para que la propiedad
colectiva desaparezca y ahora para que Estados Unidos y "Europa" se
apropien del petróleo y riquezas de Venezuela.
Este periodista de ayer, que empezó hace muchos años como
fingido bronquista y se ha convertido en entrevistador estrella, se lo ha
jugado todo a una carta, ha hecho números y,
sabiendo que hasta el líder de la izquierda universitaria ha traicionado a
Maduro y a su “causa”,
ha calculado que el éxito de la entrevista estaba asegurada en una España
que no tiene remedio. En una España donde (salvo las excepciones de siempre) si
la mitad de los políticos y de los periodistas
debieran estar en la cárcel; unos por ladrones, otros por impostores y otros
por libelistas continuados, la otra mitad (salvo las excepciones de siempre)
debieran estar en un manicomio; unos por tornadizos, otros por esquizoides y
otros por miedo patológico a la "superioridad" que son los dueños
financieros del mundo...
DdA, XV/4.078
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