Jaime Richart
En una película de Woody Allen, una serie de personas en
un tiempo de futuro, se reúnen en el salón de la casa de una de ellas. Sentadas
y formando un semicírculo, se pasan de mano en mano una bola de un material
imaginario que acarician unos segundos para conseguir un raro placer individual
y colectivo de extraña naturaleza parecido a un orgasmo: la escenificación
perfecta de la sugestión y de la autosugestión.
Como sabemos, la sugestión es la influencia que algo o alguien
provoca sobre la manera de pensar o de actuar de una persona. Algo o alguien
que debilita hasta anularle su voluntad y la lleva a pensar o a actuar de una
forma determinada. Buena parte de lo que pensamos no es más que un conjunto de
creencias inducidas por vía de sugestión, sin mayor fundamento que la inercia.
Pensamos y hacemos muchas cosas porque hemos visto que otros las hacen o por
simple costumbre, pero no nos detenemos a indagar su por qué. Tenemos ideas y
convicciones sobre nosotros mismos y sobre todo en general, pero no aguantarían un análisis riguroso. Creemos que son “nuestras” pero son fruto de la
costumbre que a su vez no es más que el producto de la sugestión. La ropa que
vestimos, las maneras, e incluso la comida que comemos, son todos resultado de
la sugestión.
Si esto añadimos que lo que llamamos “realidad”, y no sólo la cotidiana de la noticia sino prácticamente todo: el saber
académico, los cánones de belleza, lo políticamente correcto, las verdades
científicas o médicas, las religiosas, etc, no son más que el resultado del consenso de
minorías de cada época, llegamos al humanista Erasmo de Rotterdam que en
su obra Elogio de la locura dice que el ser humano se autoengaña
constantemente, para evitar ver la vida demasiado descarnada. A eso le llama
“locura”.
En la política, los políticos, más allá
del postulado más falso que cierto en España de que son personas al servicio de
la colectividad, son individuos dotados de una alta capacidad de sugestión.
De similar naturaleza a la que tiene el comerciante. La demagogia no es más
que una técnica que consiste en halagar los sentimientos de las masas, para
hacerlas instrumento de dominio. Y los políticos, todos, no hacen otra cosa.
Aspiran a sugestionar a las personas,
eventualmente votantes, en las materias que ellos saben son objeto de su atención
gracias hoy día al potente foco de los medios de comunicación. Estar a favor o en contra, sin matices de
ningún género, en inmigración, en violencia de género, en patriotismo, son
actualmente los asuntos en el candelero que han desplazado en importancia a
los de abuso, nepotismo, deshonestidad
y delito en el ejercicio del poder. La migración, la patria y la violencia
sufrida por la mujer son los tres pilares sobre los que descansan los mítines
de los políticos en la refriega -la oratoria brilla por su ausencia- que
ventilan entre sí. Los abusos, la deshonestidad, el nepotismo y el delito ya
no cuentan. La patria tiene dos enemigos: quienes tienen ideas independentistas
y los inmigrantes... africanos. La mujer tiene un enemigo: el hombre, y por
antonomasia el hombre machista. Basta un micrófono y una acústica y unos escenarios
adecuados para, desde los recintos hasta los platós de televisión, enardecer, es decir,
sugestionar, a quienes les presten atención.
A esto le llaman populismo, antes demagogia. Un concepto
tan ambiguo y tan villano que se permite practicarlo el mitinero, al mismo
tiempo que con los mismos ingredientes ataca a los adversarios a quienes
convierte en enemigos, suyos y de la patria.
La patria, el último (yo diría el primero en España) refugio de los
canallas, en palabras de Samuel Johnson. Y todo a través de la sugestión y del
ensordecimiento que hacen muy difícil que el ciudadano piense serenamente por
su cuenta, se forme su criterio, que no es ni más ni menos que la idea
personal de lo que está viviendo y, sobre todo, acerca de lo que, razonablemente
combinado, le conviene a él, a los demás y a su sociedad...
DdA, XV/4.051
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