jueves, 17 de enero de 2019

EL PUEBLO COMO COMPARSA


 Jaime Richart

En todos los países del sistema es más o menos lo mismo.  Pero es lo que hay. Sin embargo, hay una diferencia sustancial entre los de­más europeos y España. Los europeos vienen profun­di­zando en la democracia hace siglos, unos más y otros me­nos pero todos pasa­dos por la catarsis de dos guerras mundia­les. Mientras que la Es­paña actual, la ahora teórica democracia es­pa­ñola, procede del triunfo de un bando sobre otro en una gue­rra ci­vil que culminó en una dictadura militar de cuarenta años que a su vez barrió el espí­ritu republicano del otro bando al menos externamente. Murió el dictador, pero su influencia durante cua­tro déca­das en  la ense­ñanza y en la mentalidad general, y luego sus con­cienzudos prepara­tivos de las "leyes fundamentales" para la construcción del régimen democrático que inevitablemente habría de sucederle, hicie­ron fortuna desde el comienzo. Pues desde entonces, desde el mismísimo proceso constituyente, el clima ideológico, socioló­gico y político hasta hoy están contami­nados por el éxito del bando gana­dor en aquella espantosa guerra y por la ideología na­cional catoli­cista impuesta a sangre y fuego por el dictador. La tenacidad de éste y casi medio si­glo de influjo ideoló­gico son dos factores ex­cesivos como para no originar efectos psicológicos en la pobla­ción de un país que ya venía so­metido al imperio de una sola religión mo­no­teísta e intolerante, hasta esclerotizar todo in­tento de cambio en la más común de las maneras de pen­sar…


Y decía democracia teórica, porque significando democracia go­bierno del pueblo, el protagonista en la realidad puede ser el pueblo o serlo sólo nominalmente, que es lo que sucede en Es­paña. Porque si en cualquiera de esos países europeos hasta ahora el pueblo asume su papel sin cuestionarse la convención de que él es quien go­bierna en su país, en España se hace pa­tente que el pueblo es com­parsa, figurante, no protagonista. El origen de esta observación está en el hecho de que en la elabora­ción de la Constitución en 1978  ninguno de los redactores repre­sentaba en absoluto la mentali­dad, la sensibili­dad y los inter­eses del pueblo español. To­dos eran por lo menos de extrac­ción burguesa, por cuna y por posi­ción social. Todos venían de ocupar puestos destacados en la socie­dad fran­quista, por lo que estaban contaminados de algún modo por la idea del dictador plasmada en las leyes fundamentales del "Reino", como así las hizo llamar.

Por lo que si de por sí el sistema democrático del ámbito capita­lista es sospechoso por defecto, de estar el pueblo escasa­mente repre­sentado en los parlamentos y demás instituciones, en España lo es además por ese arranque constitucional. Pero tam­bién por los ante­cedentes frentistas y por la manera de desarro­llarse los aconteci­mientos posteriores a lo largo de otros cua­renta años. Entre los que destaca que ya venían dispuestas las co­sas de manera que la política consistiese en la alternancia en el poder de dos parti­dos polí­ticos solamente, pero eso sí, deco­rada por la presencia de un ter­cero que representase lo más pare­cido a una ideología propia­mente so­ciocomunista inoperante y sólo nominal. Acontecimientos entre los que además de esta tra­moya están, una monarquía artificio­samente restau­rada por una Constitución ad hoc, cocinada con carácter rígido conforme a la ideología tardofran­quista, y un metódico saqueo de las arcas públicas a lo largo de al menos los últimos veinte años a cargo de los legatarios, políticos o no, hijos, nie­tos o parientes de los vencedores en la gue­rra civil…

Es cierto que en todos los casos la democracia es imperfecta y res­ponde más a una aspiración, a una ilusión, que a una realidad. Y esto es así incluso desde la propia cuna de la de­mocracia de la anti­gua Atenas. En la democracia ateniense, sólo los varones adultos que fuesen ciudadanos y atenienses (ciuda­dano ateniense era sólo el nacido de padre y madre ateniense) ten­ían derecho a votar. Que­daba ex­cluida una mayoría de la po­blación: esclavos, niños, muje­res, me­tecos (los extranjeros) y los ciudada­nos cuyos derechos estu­vie­sen en suspensión por la ati­mia, no haber pagado una deuda a la ciu­dad. Pero transcurridos más de dos milenios desde entonces, el sucesivo perfeccionamiento de la democracia a partir de Montes­quieu, en la mayoría de los países la evolución socioló­gica fue aproximando a las clases sociales por recur­sos aunque sólo fuese para que el bien­es­tar más gene­ralizado, reforzase a las clases favore­cidas su esta­tuto personal al estar menos expuestas al asalto y a la inestabili­dad social.

Pero en España las cosas de su sociedad suelen desmarcarse de lo que en los países europeos suele ser una trayectoria en este as­pecto similar. El propio papel de los medios de comunicación es con escándalo lo suficientemente distinto como para tener un pro­tago­nismo decisivo en la orientación de la suerte política y en la decanta­ción del voto popular. Los periódicos impresos han pasado a un plano secundario. Por lo que, aparte las redes socia­les, la im­portancia de los medios se centra en los televisivos. Y si en la ma­yoría de los casos estos están en manos privadas en to­das partes, las televisiones estatales, como la BBC británica y la TF1 francesa, por ejemplo, conservan el prestigio de su esfor­zada neutralidad. Mientras que en España, el estilo y predominan­cia del partido ofi­cialmente “conservador” han debili­tado considerable y deliberada­mente el prestigio de la televi­sión estatatal, quedando por encima de ella las cadenas pri­vadas cuyos accionistas y ejecutivos presio­nan en la sombra a “sus” periodistas lo suficiente como para no po­der evitar que sean demasiado visibles sus maniobras y propósitos de fondo. Unas veces manteniendo durante años a los mismos perio­distas afines a su interés en los platós, otras veces vetando la presencia de contertu­lios y otras manejando el moderador los tiem­pos y las intervencio­nes de los presentes de modo que la insolen­cia, exage­raciones, falsedades y libelos de algunos de ellos prevalez­can durante años sobre otros periodistas cuya prudencia les acon­seja ceder aunque sólo sea para evitar el altercado. Todo lo que da lugar a que el espectador no conservador o neutral se plan­tee a menudo dejar de ver esos programas o verlos sólo fragmenta­riamente y “hacerse” absten­cio­nista, hastiado de tanto tejemaneje su­brepti­cio o desvergon­zado en esta farsa democrática…

De modo que si la democracia española es ejemplo de un mo­delo en el que el pueblo no sólo no gobierna sino que es objeto de instru­mentalización por parte de los poderes polí­tico y mediá­tico; si la separación de los poderes del Estado (condición indis­pensable en la moderna democracia), es inexistente o no acaba de consoli­darse; si el predominio apabullante del in­terés de las grandes fortu­nas, de los emporios, de la banca, de las sociedades anónimas, de las grandes empresas en detrimento del pequeño comercio, de los comerciantes individuales, de los autó­nomos, de las clases medias, etc  es tan obvio… Si eso es así, digo, el pa­pel del pueblo, que debi­era ser protagonista principal, queda re­ducido a lo que antes de­cía, comparsa, y de paso objeto de la manipulación y de la rentabi­li­dad posible para los medios de comunicación y para los par­tidos políticos que sobresalen no por cercanos al interés popular sino por el suyo y el de los opulentos que están detrás. Lo sucedido en las últi­mas elecciones autonómi­cas planea sobre lo que habrá de suceder en las próxi­mas genera­les. Pues, como sucede en Estados Unidos con la amplí­sima abstención de la población negra e hispana por parecidas razones, la abstención pondrá de nuevo en bandeja el po­der, más en manos de los partidos infectos de fran­quismo que de los progresistas o de un partido inexistente im­preg­na­do de razo­nable pensamiento conservador…

Sea como fuere, en toda esta barahúnda, en medio de este carru­sel sociopolítico manejado por unos, tergiversado por otros y mercan­tilizado por todos, el pueblo, como a lo largo de toda la histo­ria en España, es el que paga las consecuencias, como prostitui­das y prostituidos alimentan a sus proxene­tas...

                    DdA, XV/4.062                    

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