viernes, 25 de enero de 2019

EL MÉDICO DE LOS MAQUIS QUE NO QUERÍA MORIR*

 
Lápida de homenaje y recuerdo a don Lodario, junto a la casa en la que residió y tenía consulta en Trascastro

Félix Población

El silencio del valle de Fornela, en los Ancares leoneses, tiene una especial intensidad, rota por la rumorosa y eterna estrofa de agua del río Cúa. Reparo en ello en la aldea de Trascastro, mientras Alejandro Álvarez López me participa en la casa familiar aquella primera curiosidad infantil que más de medio siglo después le movió a escribir una biografía novelada de El médico de los maquis, tal como se titularía su libro en una aventurada traducción al francés.

Ese silencio ambiental invita a pensar en el horrísono estampido de los disparos de las tropas franquistas, cuando llevaron a cabo una auténtica cacería en los pueblos del valle durante la guerra, especialmente en Guímara, donde además de haber sido casi total el apoyo al Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936, su población minera había tenido una participación muy activa en la revolución de Asturias de 1934. Santiago Macías, que investigó los hechos, habla de 150 personas represaliadas en esa y las demás localidades.

Profesor de Lengua y Literatura jubilado, el autor de El médico que no quería morir: vida y muerte de Lodario Gavela Yáñez, ha dedicado ocho a años a satisfacer esa primera curiosidad de su niñez sobre tan significado protagonista, hasta el punto de escribir un libro de casi ochocientas páginas acerca de un médico rural cuya corta vida y ejemplar ejercicio de la profesión fueron segados de cuajo por la Brigadilla franquista el 24 de septiembre de 1947, cuando tenía 31 años de edad. Lodario está presente en la vida de Alejandro Álvarez (1956) desde que de niño iba a la escuela y escuchaba referencias suyas, contadas entre el sigilo y la admiración. 

Alejandro Álvarez pensaba contar esta historia una vez jubilado de su profesión, con todo el tiempo por delante para dedicarlo de manera exhaustiva a la tarea, pero la adelantó al darse cuenta de que los testigos que vivieron aquel duro periodo de nuestra posguerra empezaban a morirse. Quiso disponer no sólo del nutrido material con el que ambientó y documentó esta extensa biografía novelada, sino de las muy valiosas fuentes orales directas de quienes conocieron y trataron a don Lodario.

Parecería excesivo en principio que una tan corta trayectoria vital, que apenas sobrepasó los treinta años y no dispuso de más de un lustro para su actividad profesional en un lugar tan apartado de nuestra geografía, pudiera dar como resultado una tan voluminoso biografía, pero quienes lean el libro no se sentirán defraudados, sobre todo si les atrae la intrahistoria silenciada de nuestra memoria histórica. A ello colabora la fluida factura narrativa del relato -compaginada con los recuerdos vivos de algunos de los vecinos, a modo de trabajo periodístico de campo-, la documentación que maneja el autor para ilustrar periodos tan cruciales como el de la segunda República y el indudable carisma y la no menor aureola de los que goza el propio personaje en toda la provincia de León. Eso ha hecho posible que El médico que no quería morir acabe de agotar una tercera edición -camino de los 1.600 ejemplares vendidos- y Alejandro se puede sentir satisfecho de haber invertido en la empresa tiempo, dinero y muchos viajes presentando la obra en diversos pueblos y ciudades leonesas.


Lodario enfermero en los hospitales de sangre
 
Por el camino hasta Trascastro, visitando cada uno de los pueblos del valle (Anllarinos, Chano, Peranzanes, Guímara, Cariseda...), el autor me fue explicando algunos de los escenarios de su libro: desde la rebotica de doña Ninfa en Páramo, en donde alguna vez Lodario estuvo de tertulia con el magnífico poeta ovetense Ángel González -convaleciente de una tuberculosis y a quien le sorprendieron gratamente los conocimientos literarios del médico-, hasta el lugar aproximado del viejo camino de herradura en donde los guardias lo mataron de varios disparos. Ocurrió cuando regresaba a casa en su caballo, después de un viaje a Madrid en donde había asistido a un congreso médico y había visitado a su hermano, preso en las cárceles franquistas por su militancia política en el Partido Comunista. Es de resaltar que Lodario Gavela sólo militó en organizaciones estudiantiles (FUE), si bien se alistó durante la guerra en el Socorro Rojo Internacional. 

Había nacido en Bembibre, en el seno de un hogar de comerciantes, con antecedentes familiares en Trascastro y Peranzanes. Cursó estudios de medicina en Valladolid, interrumpidos por la Guerra Civil, durante la que se curtió como enfermero en los hospitales de sangre de Asturias. Al término del conflicto, y después de haber combatido primero con la República por voluntad propia y después con las tropas golpistas por obligación, acabó la carrera. Pudiendo elegir un destino mejor por su buen expediente académico, se decantó por el valle de Fornela, una zona que en la posguerra albergaba focos de resistencia guerrillera contra la dictadura. La guerra no había terminado en esa comarca, donde los huidos o maquis permanecían en activo bajo el nombre de Federación de Guerrillas de León y Galicia (1942), a la espera de que terminase la segunda gran contienda mundial y el nazi-fascismo fuese derrotado, con la vana esperanza de que su final sería también el del régimen franquista.

En el libro asistimos a la vida cotidiana desarrollada por Lodario Gavela Yáñez a lo largo de un lustro, en el que se dedicó con especial diligencia no sólo a la medicina y a la asistencia de los más necesitados entre los vecinos del valle, sino a promover normas de sanidad e higiene en las viviendas, construir escuelas e incluso una central eléctrica que funcionase como fábrica de la luz para llevarla a las casas que se alumbraban con gabuzos o faroles de aceite o de carburo. En una presentación popular del libro celebrada el verano pasado en Trascastro, donde se leyeron versos y se contaron anécdotas por parte de quienes conocieron al médico, conmueve asistir al testimonio de algunos de aquellos vecinos que siendo niños se curaron de graves enfermedades y hasta de la muerte gracias a don Lodario, la gala de los doctores. Éste contaba no sólo con la estima y consideración de los fornelos, sino con las de los vecinos de más allá del valle: "Así en el Rebollar, Ibias -recuerda Alejandro-, me contaban que una persona que estaba muy mal fue curada por Lodario hasta el punto de llegar a vivir 101 años. En Tormaleo, Ibias, solucionó un caso que hizo que le regalaran una ternera".


El médico de Serafín el Santeiro
 
Entre sus pacientes no faltaron tampoco los fugados, los del monte, porque el juramento hipocrático comprometía a Gavela con todos, sin que las suspicacias o las veladas amenazas de la Guardia Civil pesaran en su ánimo o lo amedrentasen. El autor me explica que el título del libro obedece a la voluntad de don Lodario de no querer vivir bajo el miedo o la extorsión, y mantener siempre su dignidad y cumplimiento profesional por encima de todo. En eso radicaba su voluntad de no morir. Este era, en opinión de su biógrafo, el mayor delito para el régimen franquista: se trataba de un hombre con un gran sentido de la libertad, un médico humanista en el que estaban muy arraigados los ideales regeneracionistas republicanos y que, por su capacidad viajera a lo largo de la comarca, podía generar con su conducta los recelos y la desafección hacia la dictadura.


Lodario Gavela tenía una personalidad carismática, sin reparo para expresar su desafección hacía el régimen y prestar auxilio médico en varias ocasiones a uno de los guerrilleros antifranquistas más temidos por el franquismo, Serafín el Santeiro. Tan es así que los guardias del cuartel de Peranzanes consideraban que si El Santeiro se mantenía con vida era gracias a los cuidados que le dispensaba el médico. Teniendo en cuenta que éste mantenía buenas relaciones con la mayoría de los guardias civiles, fue preciso que viniera una brigadilla del exterior de Fornela para matarlo, con la colaboración de algunos falangistas. Las órdenes fueron dictadas por el coronel de la Guardia Civil de León, Gumersindo Varela Paz.

Ese mismo coronel sería el que cinco semanas más tarde del asesinato del médico recibiría la noticia de la muerte de Serafín el Santeiro, cuyo cadáver apareció a primeros de diciembre de 1947 en las afueras de la localidad de Fresnedo. Según Alejandro Álvarez, no se supo de modo cierto la causa de su muerte, pero no fue apresado por los guardias ni nadie reclamó la recompensa que se ofrecía por él. Su cadáver fue arrastrado por la localidad de Fabero, exhibiéndolo como símbolo de una victoria que no había sido ganada.

Me cuenta también su biógrafo que el asesinato de Lodario Gavela, reconocido por el Estado al cabo de los años, lo presenciaron dos personas. Una hermana del médico, Obdulia Gavela, llegó a gritarle al coronel Varela en plena calle: “Estarás satisfecho con el asesinato de mi hermano". Gentes de los pueblos de Fornela fueron a buscarle en la noche del 24 de septiembre de 1947, sin que lo encontraran, tal como se narra de modo literariamente muy intenso en las primeras páginas del libro. Lo hallaron al día siguiente, después de que sus verdugos lo abandonaran y cubrieran entre brezos y piornos. 

El cuerpo del médico fue llevado a Trascastro, a la Casa Grande, donde fue velado durante dos días. Acudió gente de fuera de Fornela. Una sensación de orfandad se extendió entre los vecinos y el miedo -la maldita y exitosa dictadura del miedo, que dijo Eduardo Galeano- invadió los espacios antes reservados a la esperanza. Habían matado al médico que no quería morir porque quiso hacer de su vida un ejemplo de no sometimiento y de su profesión un trabajo cabal y solidario, sin distinción entre los vencedores y los vencidos.

Para culminar tan laboriosa y extensa biografía, Alejandro Álvarez quiso celebrar la conclusión de su libro con la inauguración de un monolito en Trascastro en memoria y homenaje a don Lodario, muy cerca de la Casa Grande en la que vivió y tenía su consulta (en buen estado de conservación hasta hoy), y donde reside una de sus hijas, a la que el autor –así como a su hermano- dedicó el libro: "A Olga Gavela Fernández, huérfana antes de nacer, con el deseo de que pueda sentir vivo a su padre en estas páginas". Erigido por suscripción popular, el Ayuntamiento de la localidad (PSOE) alegó para no colaborar en el monolito que esa idea no la compartía todo el pueblo. Se trata de una hermosa lápida vertical de pizarra en la que con el nombre y la foto del doctor se puede leer: “En recuerdo de su filantropía, de su humanismo y de su compromiso con las gentes de su tierra. Su defensa de la libertad, su resistencia a la dictadura franquista y su atención a los guerrilleros antifascistas fueron las "sinrazones" de su vil asesinato en Los Fontanales (Allarinos)”.


Es muy intenso el silencio que se respira en el verde y apacible valle de Fornela, donde subsiste todavía un joven ganadero que pastorea con sus vacas cerca del impresionante castro de Chano, mientras el río Cúa mantiene la misma salmodia de agua que quizá pudo escuchar don Lodario en Los Fontanales, con el último latido de su vida y como último pálpito de su valle. 

Dicen que las cosas existen cuando se nombran y sólo se nombran cuando existen. A muchos de los niños del valle de Fornela se los llamó en aquellos años como al médico alevosamente asesinado, y así siguen sonando hoy sus nombres en la ancianidad, como cuando El Santeiro se emboscaba en la noche para pedir ayuda al médico que no quería morir. Lodario Gavela Yáñez lo ha conseguido porque no sólo su recuerdo ha permanecido y permanece en la memoria popular, sino porque gracias a ésta y al celo puesto en escucharla y recrearla por Alejandro Álvarez, el libro que lo ha rescatado del olvido seguirá haciendo sonar su nombre en el porvenir, acaso como esa eterna estrofa de agua del río que da vida al valle.

*Artículo publicado también en Elsaltodiario.com

                         DdA, XV/4.071                          

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