Lápida de homenaje y recuerdo a don Lodario, junto a la casa en la que residió y tenía consulta en Trascastro
Félix Población
El silencio del valle de Fornela, en los Ancares leoneses, tiene una
especial intensidad, rota por la rumorosa y eterna estrofa de agua del
río Cúa. Reparo en ello en la aldea de Trascastro, mientras Alejandro
Álvarez López me participa en la casa familiar aquella primera
curiosidad infantil que más de medio siglo después le movió a escribir
una biografía novelada de El médico de los maquis, tal como se titularía su libro en una aventurada traducción al francés.
Ese silencio ambiental invita a pensar en el horrísono estampido de
los disparos de las tropas franquistas, cuando llevaron a cabo una
auténtica cacería en los pueblos del valle durante la guerra,
especialmente en Guímara, donde además de haber sido casi total el apoyo
al Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936, su población
minera había tenido una participación muy activa en la revolución de
Asturias de 1934. Santiago Macías, que investigó los hechos, habla de
150 personas represaliadas en esa y las demás localidades.
Profesor de Lengua y Literatura jubilado, el autor de El médico que no quería morir: vida y muerte de Lodario Gavela Yáñez,
ha dedicado ocho a años a satisfacer esa primera curiosidad de su
niñez sobre tan significado protagonista, hasta el punto de escribir un
libro de casi ochocientas páginas acerca de un médico rural cuya corta
vida y ejemplar ejercicio de la profesión fueron segados de cuajo por
la Brigadilla franquista el 24 de septiembre de 1947, cuando tenía 31
años de edad. Lodario está presente en la vida de Alejandro Álvarez
(1956) desde que de niño iba a la escuela y escuchaba referencias suyas,
contadas entre el sigilo y la admiración.
Alejandro Álvarez pensaba contar esta historia una vez jubilado de su
profesión, con todo el tiempo por delante para dedicarlo de manera
exhaustiva a la tarea, pero la adelantó al darse cuenta de que los
testigos que vivieron aquel duro periodo de nuestra posguerra empezaban a
morirse. Quiso disponer no sólo del nutrido material con el que
ambientó y documentó esta extensa biografía novelada, sino de las muy
valiosas fuentes orales directas de quienes conocieron y trataron a don
Lodario.
Parecería excesivo en principio que una tan corta trayectoria vital,
que apenas sobrepasó los treinta años y no dispuso de más de un lustro
para su actividad profesional en un lugar tan apartado de nuestra
geografía, pudiera dar como resultado una tan voluminoso biografía, pero
quienes lean el libro no se sentirán defraudados, sobre todo si les
atrae la intrahistoria silenciada de nuestra memoria histórica. A ello
colabora la fluida factura narrativa del relato -compaginada con los
recuerdos vivos de algunos de los vecinos, a modo de trabajo
periodístico de campo-, la documentación que maneja el autor para
ilustrar periodos tan cruciales como el de la segunda República y el
indudable carisma y la no menor aureola de los que goza el propio
personaje en toda la provincia de León. Eso ha hecho posible que El médico que no quería morir
acabe de agotar una tercera edición -camino de los 1.600 ejemplares
vendidos- y Alejandro se puede sentir satisfecho de haber invertido en
la empresa tiempo, dinero y muchos viajes presentando la obra en
diversos pueblos y ciudades leonesas.
Lodario enfermero en los hospitales de sangre
Por el camino hasta Trascastro, visitando cada uno de los pueblos del
valle (Anllarinos, Chano, Peranzanes, Guímara, Cariseda...), el autor
me fue explicando algunos de los escenarios de su libro: desde la
rebotica de doña Ninfa en Páramo, en donde alguna vez Lodario estuvo de
tertulia con el magnífico poeta ovetense Ángel González -convaleciente
de una tuberculosis y a quien le sorprendieron gratamente los
conocimientos literarios del médico-, hasta el lugar aproximado del
viejo camino de herradura en donde los guardias lo mataron de varios
disparos. Ocurrió cuando regresaba a casa en su caballo, después de un
viaje a Madrid en donde había asistido a un congreso médico y había
visitado a su hermano, preso en las cárceles franquistas por su
militancia política en el Partido Comunista. Es de resaltar que Lodario
Gavela sólo militó en organizaciones estudiantiles (FUE), si bien se
alistó durante la guerra en el Socorro Rojo Internacional.
Había nacido en Bembibre, en el seno de un hogar de comerciantes, con
antecedentes familiares en Trascastro y Peranzanes. Cursó estudios de
medicina en Valladolid, interrumpidos por la Guerra Civil, durante la
que se curtió como enfermero en los hospitales de sangre de Asturias. Al
término del conflicto, y después de haber combatido primero con la
República por voluntad propia y después con las tropas golpistas por
obligación, acabó la carrera. Pudiendo elegir un destino mejor por su
buen expediente académico, se decantó por el valle de Fornela, una zona
que en la posguerra albergaba focos de resistencia guerrillera contra la
dictadura. La guerra no había terminado en esa comarca, donde los
huidos o maquis permanecían en activo bajo el nombre de Federación de
Guerrillas de León y Galicia (1942), a la espera de que terminase la
segunda gran contienda mundial y el nazi-fascismo fuese derrotado, con
la vana esperanza de que su final sería también el del régimen
franquista.
En el libro asistimos a la vida cotidiana desarrollada por Lodario
Gavela Yáñez a lo largo de un lustro, en el que se dedicó con especial
diligencia no sólo a la medicina y a la asistencia de los más
necesitados entre los vecinos del valle, sino a promover normas de
sanidad e higiene en las viviendas, construir escuelas e incluso una
central eléctrica que funcionase como fábrica de la luz para llevarla a
las casas que se alumbraban con gabuzos o faroles de aceite o de
carburo. En una presentación popular del libro celebrada el verano
pasado en Trascastro, donde se leyeron versos y se contaron anécdotas
por parte de quienes conocieron al médico, conmueve asistir al
testimonio de algunos de aquellos vecinos que siendo niños se curaron de
graves enfermedades y hasta de la muerte gracias a don Lodario, la gala
de los doctores. Éste contaba no sólo con la estima y consideración de
los fornelos, sino con las de los vecinos de más allá del valle: "Así en
el Rebollar, Ibias -recuerda Alejandro-, me contaban que una persona
que estaba muy mal fue curada por Lodario hasta el punto de llegar a
vivir 101 años. En Tormaleo, Ibias, solucionó un caso que hizo que le
regalaran una ternera".
El médico de Serafín el Santeiro
Entre sus pacientes no faltaron tampoco los fugados, los del monte,
porque el juramento hipocrático comprometía a Gavela con todos, sin que
las suspicacias o las veladas amenazas de la Guardia Civil pesaran en su
ánimo o lo amedrentasen. El autor me explica que el título del libro
obedece a la voluntad de don Lodario de no querer vivir bajo el miedo o
la extorsión, y mantener siempre su dignidad y cumplimiento profesional
por encima de todo. En eso radicaba su voluntad de no morir. Este era,
en opinión de su biógrafo, el mayor delito para el régimen franquista:
se trataba de un hombre con un gran sentido de la libertad, un médico
humanista en el que estaban muy arraigados los ideales regeneracionistas
republicanos y que, por su capacidad viajera a lo largo de la comarca,
podía generar con su conducta los recelos y la desafección hacia la
dictadura.
Lodario Gavela tenía una personalidad carismática, sin reparo para
expresar su desafección hacía el régimen y prestar auxilio médico en
varias ocasiones a uno de los guerrilleros antifranquistas más temidos
por el franquismo, Serafín el Santeiro. Tan es así que los guardias del
cuartel de Peranzanes consideraban que si El Santeiro se mantenía con
vida era gracias a los cuidados que le dispensaba el médico. Teniendo en
cuenta que éste mantenía buenas relaciones con la mayoría de los
guardias civiles, fue preciso que viniera una brigadilla del exterior de
Fornela para matarlo, con la colaboración de algunos falangistas. Las
órdenes fueron dictadas por el coronel de la Guardia Civil de León,
Gumersindo Varela Paz.
Ese mismo coronel sería el que cinco semanas más tarde del asesinato
del médico recibiría la noticia de la muerte de Serafín el Santeiro,
cuyo cadáver apareció a primeros de diciembre de 1947 en las afueras de
la localidad de Fresnedo. Según Alejandro Álvarez, no se supo de modo
cierto la causa de su muerte, pero no fue apresado por los guardias ni
nadie reclamó la recompensa que se ofrecía por él. Su cadáver fue
arrastrado por la localidad de Fabero, exhibiéndolo como símbolo de una
victoria que no había sido ganada.
Me cuenta también su biógrafo que el asesinato de Lodario Gavela,
reconocido por el Estado al cabo de los años, lo presenciaron dos
personas. Una hermana del médico, Obdulia Gavela, llegó a gritarle al
coronel Varela en plena calle: “Estarás satisfecho con el asesinato de
mi hermano". Gentes de los pueblos de Fornela fueron a buscarle en la
noche del 24 de septiembre de 1947, sin que lo encontraran, tal como se
narra de modo literariamente muy intenso en las primeras páginas del
libro. Lo hallaron al día siguiente, después de que sus verdugos lo
abandonaran y cubrieran entre brezos y piornos.
El cuerpo del médico fue llevado a Trascastro, a la Casa Grande,
donde fue velado durante dos días. Acudió gente de fuera de Fornela. Una
sensación de orfandad se extendió entre los vecinos y el miedo -la
maldita y exitosa dictadura del miedo, que dijo Eduardo Galeano- invadió
los espacios antes reservados a la esperanza. Habían matado al médico
que no quería morir porque quiso hacer de su vida un ejemplo de no
sometimiento y de su profesión un trabajo cabal y solidario, sin
distinción entre los vencedores y los vencidos.
Para culminar tan laboriosa y extensa biografía, Alejandro Álvarez
quiso celebrar la conclusión de su libro con la inauguración de un
monolito en Trascastro en memoria y homenaje a don Lodario, muy cerca
de la Casa Grande en la que vivió y tenía su consulta (en buen estado de
conservación hasta hoy), y donde reside una de sus hijas, a la que
el autor –así como a su hermano- dedicó el libro: "A Olga Gavela
Fernández, huérfana antes de nacer, con el deseo de que pueda sentir
vivo a su padre en estas páginas". Erigido por suscripción popular, el
Ayuntamiento de la localidad (PSOE) alegó para no colaborar en el
monolito que esa idea no la compartía todo el pueblo. Se trata de una
hermosa lápida vertical de pizarra en la que con el nombre y la foto del
doctor se puede leer: “En recuerdo de su filantropía, de su humanismo y
de su compromiso con las gentes de su tierra. Su defensa de la
libertad, su resistencia a la dictadura franquista y su atención a los
guerrilleros antifascistas fueron las "sinrazones" de su vil asesinato
en Los Fontanales (Allarinos)”.
Es muy intenso el silencio que se respira en el verde y apacible
valle de Fornela, donde subsiste todavía un joven ganadero que pastorea
con sus vacas cerca del impresionante castro de Chano, mientras el río
Cúa mantiene la misma salmodia de agua que quizá pudo escuchar don
Lodario en Los Fontanales, con el último latido de su vida y como último
pálpito de su valle.
Dicen que las cosas existen cuando se nombran y sólo se nombran
cuando existen. A muchos de los niños del valle de Fornela se los llamó
en aquellos años como al médico alevosamente asesinado, y así siguen
sonando hoy sus nombres en la ancianidad, como cuando El Santeiro se
emboscaba en la noche para pedir ayuda al médico que no quería morir.
Lodario Gavela Yáñez lo ha conseguido porque no sólo su recuerdo ha
permanecido y permanece en la memoria popular, sino porque gracias a
ésta y al celo puesto en escucharla y recrearla por Alejandro Álvarez,
el libro que lo ha rescatado del olvido seguirá haciendo sonar su nombre
en el porvenir, acaso como esa eterna estrofa de agua del río que da
vida al valle.
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