martes, 8 de enero de 2019

DICTADURAS Y DEMOCRACIAS

 Jaime Richart
 
Habida cuenta que en España la longevidad es muy alta, 6,4 millo­nes de españoles de más de 70 años estamos en condiciones de com­parar a fondo los pros y los contras de cuarenta años de dicta­dura y los otros cuarenta que ya rebasa esto que ha dado en lla­marse democracia pero que en realidad lo es más por no revestir el Es­tado forma de dictadura que por el modo de funcionar, más por el envoltorio que por lo envuelto, más por la cáscara que por la pulpa.

En efecto, quienes tenemos ya una edad y venimos recorriendo la vida hace ocho décadas, pronto nos fuimos situando como espectado­res de la nuestra y de la colectiva, a la expectativa de un cambio de régimen que tarde o temprano habría de llegar. Y algu­nos, como quien esto suscribe, viviendo ademàs una “existencia auténtica” como llama Heiddeger a la vida vigilante de los sesenta segundos de que se compone cada minuto, a diferencia de la existen­cia de Sartre, del dejarse llevar... Pues bien, quienes además de contar con más de 70 años y también 80, no hemos perdido la ca­beza, nos hemos librado de enfermedades graves por suerte pero también, quiero creer que por la sobriedad, hemos contraído la grave obligación de rendir cuentas de nuestra visión global de dos épocas perfectamente definidas en lo político y en lo social que abar­can casi el mismo número de años. Pues, por un lado hubo una dictadura militar que duró cuarenta años, y por otro lado, nos encon­tramos hace ya más de cuarenta viviendo en un remedo de de­mocracia de clase, que ya rebasa otros cuarenta.  ¿Podrá uno en semejantes circunstancias privarse de comparar las dos épocas, dos modos de vida, con todas las condiciones concomitantes, y no sólo las estrictamente políticas que, al uso, no existían entonces, sino tam­bién las psicológicas, las emocionales y las materiales, todas juntas? Es cierto que en esa comparación también entran en juego otros factores, como la vitalidad, la ilusión o el entusiasmo que sue­len acompañar a la niñez, a la juventud e incluso a la madurez, desfi­gurando de algún modo la percepción del tipo de Estado en el que vivíamos (hasta en las guerras juegan los niños). Pero eso no empaña necesariamente nuestro juicio crítico y nuestro propósito de imparcialidad.

En aquel tiempo se oía decir a menudo que las comparaciones son odiosas. Pero no porque fuese un dicho popular. Probable­mente, puesto que pese a lo que se decía vivimos consciente o in­consciente­mente de la frecuente comparación que si unas veces re­fuerza nuestro contento otras el agravio mueve a sublevación, más bien sería aquella frase tópica para coartar la tentación de com­pa­rar. No fuese que nos percatásemos de la injusticia social rein­ante en los primeros tiempos de la dictadura, y de paso también de la in­justicia social incrustada en la sociedad común desde la no­che de los tiempos; una injusticia, que se supone sólo puede ser ali­viada por el significativo esfuerzo colectivo y el de los dirigentes de los países convencionalmente más desarrollados, que no era el caso de quienes oprimían a parte de la población española. Pues, como dice Maquiavelo en los Discursos de Tito Livio,“el miedo a perder agita tanto los ánimos como el deseo de adquirir, no cre­yendo los hom­bres seguro lo que tienen si no adquieren de nuevo. Pero cuanto más poderoso mayor es la influencia y mayores los me­dios de abu­sar. Y lo peor es que los modales altivos e insolentes de los podero­sos excitan el ánimo de los que nada tienen, no sólo el deseo de ad­quirir, sino también el de vengarse de ellos, despojándo­les de rique­zas y honores que ven mal usados”. Para la dictadura estas fra­ses y otras ideas semejantes eran como una bomba de relojería en términos de  comparación.

La primera tarea necesaria para afrontar el análisis comparativo en­tre las dos épocas comprende a su vez dos premisas. Una es que la realidad, lo que entendemos por “realidad”, no es más que el resul­tado de acuerdos sucesivos de minorías. Otra es que esa “realidad” no tiene una sola cara sino varias, tiene la forma geomé­trica del po­liedro. Por lo que los acuerdos de las minorías sobre ella se adoptan en los distintos ámbitos, esferas, planos o superestructu­ras de la so­ciedad. Y entre todas la configuran; realidad que a su vez se descom­pone en realidad mediática, a cargo de quienes mane­jan y controlan los medios, realidad policial, a cargo de quie­nes manejan y controlan las policías, realidad política, a cargo de quienes mane­jan y controlan la política, realidad judicial, a cargo de quienes ma­nejan y controlan la justicia, realidad sociológica, a cargo de quie­nes manejan y controlan las empresas demográficas, realidad médica y científica, a cargo de quienes manejan y contro­lan la Medi­cina y la Ciencia, realidad historiográfica, a cargo de quienes manejan y controlan los Archivos históricos y la documenta­ción… y realidad de todas cuantas disciplinas distinga­mos entre los quehace­res y la preocupación humanos de carácter colectivo.

La inferencia de este planteamiento nos lleva a acotar dos de esas realidades: la política y la social. Y en la estrictamente política, dos principales: el Estado dictatorial (por definición militar), y el Es­tado democrático (por definición burgués o popular). Otra inferen­cia es que la realidad social está fuertemente condicionada por la rea­lidad política. Se vive de modo diferente en una dictadura y en una democracia. Hasta tal punto eso es así que si gran parte de la po­blación que vive una dictadura podrá verla como un Estado inde­seable desde el punto de vista formal, desde el punto de vista social podrá no verla tan grave... Al menos, no quienes no se sientan perse­guidos o no sientan la opresión por circunstancias varias. Pues casi medio siglo es mucho tiempo para que a lo largo de esas cua­tro décadas la sociedad no hubiese alcanzado niveles estimables de convivencia y desarrollo en su segunda etapa y su etapa final. Por lo que a la hora de comparar la dictadura, sólo, para muchos, queda de ella las ventajas y no el terror y las persecuciones de la primeros tiempos. Y con mayor motivo, si lo que siguió a la satrapía fue una democracia de muy bajo nivel; una democracia plagada de trampas legislativas, de tretas interpretativas de la ley, acribillada por sa­queos y por conductas delictivas de políticos y gobernantes, genera­dora de empobrecimiento, de inestabilidad y de incertidum­bre... Por lo que no debe extrañar que el espectador de la vida en am­bas, del que hablo al principio, preste más atención a los benefi­cios de la dictadura que a los abusos y horrores iniciales. Ventajas que pueden resumirse en un saber a qué atenerse, por ejemplo, haber sido fácil el acceso al trabajo y no demasiado difícil el acceso a la vivienda propia para la mayoría de la población, por ejemplo. Dos condicionantes muy poderosos a la hora de enfrontar libertad y seguridad. Pues la vida incierta y sin futuro de una gran parte de las generaciones actuales que depara esta falsa o fraudulenta democra­cia, no es precisamente un señuelo para valorar tanto una libertad que al final sólo suele valer para emigrar. No exagero. Pues tanto el vivir bien o acomodado, como el vivir mal y sin expectati­vas, condi­ciona el pensamiento personal político; tanto como condi­ciona nuestra calidad de vida la sexualidad sana o en­ferma.

Tampoco debe extrañar, por el mismo razonamiento, que muchos vean el beneficio de la dictadura comunista construida desde las ba­ses sólidas aportadas por egregios pensadores sociales. No en balde en la extinta Unión Soviética, según las encuestas, más del 50% de los rusos lamenta la desintegración del anterior Estado. Pero es que si prestamos atención a China y seguimos su deriva, hay que ser muy obtuso para no apreciar una inteligencia superior que sólo los ricos y los acomodados del capitalismo atroz ven co­mo merecedora de toda proscripción. China, nación que, desde una estricta restricción de las libertades públicas y gracias a no haber permitido injerencias externas a lo largo de 60 años, ha ido desarro­llando sus planes sociales y sus programas económicos previstos en el ideario comunista, hasta enlazar con prácticas propias del sis­tema capitalista pero controladas. China, que, con casi un cuarto de la población del planeta y por consiguiente con un cuarto de la “razón” discursiva si nos movemos en función de las mayorías que exige el razonar de la democracia burguesa, bien merece ser tenida en cuenta como modelo a la hora de valorar los muchos aspectos en­tremezclados que encierran la política, la economía y la socio­logía en los dos sistemas del binomio dictadura-democracia.  La de­mocracia es deseable en comparación con la dictadura, sólo si fun­ciona con todas las garantías y tanto la población como la justi­cia como los dirigentes de toda clase se ponen de acuerdo para per­feccionarla.

En resumidas cuentas, en ese otro binomio clásico libertad-seguri­dad, entendida la libertad como impulso de contestación pública a los errores o defectos del poder establecido, y la seguri­dad como co­bertura universal de las necesidades básicas del indivi­duo en su sociedad, aunque por el momento sólo sean conclusiones de laborato­rio no cabe duda de que sólo quienes tienen su vida mate­rial asegurada o blindada han de optar por la libertad que ellos po­seen pero no la disfrutan los demás. Pero en España, la fuerza des­plegada en todas direcciones por todos cuantos ya están acomoda­dos es tal, que sofoca la más leve tentativa por salir del la­beríntico sistema económico arropado por un sistema político que perpetúa los derechos, las prebendas y las ventajas de todos cuan­tos ya los po­seen.

Razones todas por las cuales es muy comprensible que ni la demo­cracia, ni la monarquía ni el libre mercado, los tres fallidos, que es­tas generaciones están viviendo en España, puedan satisfacer las mínimas expectativas que se esperaba al finalizar la dictadura. Y también, que en la España que proviene de una plataforma dictato­rial y semi teocrática (al igual que Rusia de otra dictatorial a secas sin basamentos religiosos), millones de ciudadanos han de sen­tirse lo suficientemente defraudados como para volver instintiva­mente la mirada atrás y comparar.

La democracia clásica vivida en los demás países europeos resistirá por mucho tiempo los embates de un pensamiento alejado de las ideas de mercado libre, de la monarquía o de la república, pues se van desenvolviendo con mayor o menor éxito y todos com­prometi­dos en la idea de cerrar filas en torno al mismo sistema. Pero en paí­ses como España donde la corrupción política, la judi­cial y la em­presarial vienen dominando la escena pública, acompañadas de un empobrecimiento progresivo y dramático de gran parte de la po­blación, quienes se dedican a la politica con las mejores intencio­nes, tarde o temprano deberán sopesar la progre­siva decantación de millones de personas por una nueva dictadura que, entre nosotros, no sería de corte marxista, sino una reproducción de la una, grande y libre compartida por dos o tres fuer­zas políticas...  Eso sí, min­tiendo bellacamente a Europa y a la Comunidad a todas horas hasta que la vergüenza que suelen tener los dirigentes de los países euro­peos pero de la que suelen carecer quienes acostumbran a dominar en España, y las propias finanzas, dijeran ¡Basta!
 
                       DdA, XV/4.056                        

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