viernes, 11 de enero de 2019

CADA 9 DE ENERO LOS MUERTOS DE RIBADELAGO SE PONEN EN PIE

Ribadelago, la voz viva de sus muertos


En la madrugada del 9 de enero de 1959 la presa de Vega de Tera reventaba a las 00.23 horas y volcaba sus aguas sobre el pueblo de Ribadelago anegando sus tierras y viviendas, aniquilando a sus gentes y su forma de vida, devastando la sierra, sembrando la muerte y el terror, el dolor, la nada. Fue la codicia del hombre la que reventó aquellos muros edificados a ojo de buen cubero. Los responsables quedaron impunes y los nombres de los muertos fueron silenciados por imposición. Ni Dios ni los hombres han hecho aún justicia.

Han pasado 60 años de aquella noche maldita que transformó el Lago de Sanabria en un inmenso cementerio y sembró de cruces los solares arrasados del viejo Ribadelago. Sesenta años de "aquello" que endureció los rasgos de los que sobrevivieron y selló sus bocas con un silencio que lo envolvía todo en los veranos de mi niñez, cuando los vecinos preferían callar o mascullaban maldiciones entre los dientes, todo hacia adentro, como hacen las cosas en la dura y hermosa Sanabria. Un silencio denso, plomizo como la Cárdena, que me acompaña desde los primeros compases de mi vida, que comienza en las orillas de su Lago, entre sus casas de piedra y pizarra, sus brezos, sus castaños y sus helechos, allá donde está escrita toda mi infancia y mi adolescencia, mis primeros pasos, mi primer latido.
Han pasado sesenta años de memoria escondida, de apretar los puños y los dientes mirando hacia la sierra, de hablar por lo bajo, como con miedo, de querer que el tiempo pasase deprisa; sesenta años de echar tierra sobre aquella noche que pesa como una losa sobre los hombros de sus gentes, sobre el silencio de sus muertos, que tañen bajo las aguas las campanas de la memoria; sesenta años de aquella noche que escribe un antes y un después en la historia, en la vida, en el devenir de un pueblo que se fue a dormir inocente y manso sin saber que montaña arriba rondaba la muerte, que el río Tera se desbocaría laderas abajo reventando unos muros hechos de trampa, incapaces de contener aquella mole de agua.
No fueron solo 144 los muertos, de los que 116 nunca volvieron a la tierra sin que su familia pudiese llorarlos. La muerte llegó a Ribadelago con la mentira, con la alegría del progreso, con el ahorro de materiales y el desvío de dineros, con la construcción en precario, con las grietas que avisaban del horror. La muerte llegó a Ribadelago con salarios indignos que abusaban de la necesidad, muchas veces de la miseria de aquellas gentes humildes y trabajadoras que necesitaban esperanza. La muerte llegó con las explosiones que no solo reventaban las entrañas la sierra, sino también a los barreneros y a los obreros que perdieron la vida intentando cimentar un futuro mejor para los suyos. La muerte llegó con la silicosis en los pulmones de los trabajadores que los informes médicos de la empresa decían que eran "envidiablemente sanos". La muerte llegó con compensaciones vergonzosas que nunca llegaron o llegaron a medias; con una Justicia que se hizo la muda, la ciega y la sorda y no encontró responsables para una tragedia que sí tenía responsables. La muerte llegó con el miedo, con el silencio y con la censura, con la imposición del olvido, con el carpetazo al recuerdo.
El mundo se conmovió con las imágenes de la catástrofe en blanco y negro, con los pequeños pies desnudos de los niños entre el barro, con la madre apretando a su hijo contra su pecho contemplando la nada; con la silueta negra de las ancianas al pie del agua esperando que el agua les devolviese los cuerpos de los suyos; con cadáveres de animales, restos de muebles, cunas o muñecas a la deriva entre el fango; con las cuencas vacías de un ciego que tuvo la suerte de no ver tanta desgracia; con la violencia de un carro empotrado contra la puerta de una iglesia reventada o la soledad de un santo de madera secándose en la orilla; con los restos amontonados de lo que fueron casas y establos; con los supervivientes, hombres, mujeres y niños, abrigados bajo las mantas y toquillas de la caridad, resignados de acá para allá como ángeles expulsados del paraíso.
Y después el silencio. Después, un pueblo nuevo de casa blancas -blancas para lavar manos y conciencias- incapaz de resistir los inviernos sanabreses que cortan como el filo de una navaja; unas idemnizaciones insultantes -cien mil pesetas para los varones en edad de trabajar, menos de la mitad para mujeres y niños- que en muchas ocasiones se quedaron por el camino. Una representación teatral en lugar de un juicio en el que no hubo culpables. Y aún después, aún hoy, la afrenta de que en aquellos pueblos que tan caro habían pagado el surtir de luz a toda la región, a todo el país, pagasen tarifas disparatadas por la luz o se quedasen directamente en la penumbra.
Han sido muchas las noches de verano con las velas encendidas en casa y más aquellos días cuando cayó un rayo sobre la central de Moncabril, la empresa maldita, cuyo estallido aún resuena entre mis recuerdos más tempranos y los huéspedes del Bello Lago éramos como pasajeros errantes de un transatlántico por los pasillos, candiles en mano, mientras en las habitaciones se colaba la luna de verano y la Osa Mayor para iluminar nuestros sueños de niños.
Han pasado sesenta años, tiempo sobre tiempo, para intentar recomponer aquella Sanabria herida en sus entrañas, para reconstruir la Sanabria alegre que le prestaba sus colores mágicos a mi padre en la casa de Trefacio de los Calamita el verano feliz antes de que ocurriese "aquello". "Aquello" de lo que nadie hablaba siendo yo niña como si no hubiera sucedido.
Pero hubo un "aquello", aquella noche, que pone en pie a los muertos bajo el agua cada 9 de enero para recordarnos el dolor del pueblo que hizo realidad la leyenda, el alto coste del progreso, la indecencia de una justicia injusta, la deuda histórica que demanda esa tierra hermosa y amada, ese paraíso al que mi corazón regresa una y otra vez.
Quisieron silenciar a los muertos, pero el pueblo de Ribadelago les ha prestado voz y memoria y presencia y cada 9 de enero los resucita y los recuerda y les reza y deposita flores frente a una madre en bronce que se erige sobre la piedra, como la vida, siempre en pie frente a todo.
Que no se nos olvide nunca el ejemplo, el extraordinario espíritu de supervivencia y dignidad de sus gentes, la voz viva de sus muertos.


                 DdA, XV/4.059                    

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