Jaime Richart
A todo régimen nuevo
se le presta al principio obediencia. Por eso duró sin mucha dificultad algún
tiempo esta democracia. Pero a medida que ha ido desapareciendo la generación
que lo hubo instituido o esa generación va perdiendo el empuje y el vigor que
acompaña al envejecimiento y al mismo tiempo han ido saliendo a flote los tremendos
abusos cometidos por las mismas autoridades a cuyo amparo emergieron, la
ciudadanía, el pueblo, perdió todo el respeto que pudo tener en los primeros
tiempos por la Constitución y por ellos. Lo mismo que han ido perdiéndose
respeto los políticos y los magistrados entre sí.
De ese modo, los tres poderes del Estado han dejado, para
una gran mayoría y pese a que les voten para no empeorar las cosas, de
representar lo que pretenden. Por eso una gran mayoría está confusa, no quiere
saber nada de quienes en general no sólo les han defraudado sino también y
literalmente sodomizado. O bien esas mayorías no votan, o se aferran a los espejuelos prometidos por
advenedizos cargados de maliciosas intenciones que no otra cosa es apropiarse
del poder para gozar de él sin miramientos. Pero es que, al fin y al cabo,
quienes se conducen con descaro en esa dirección, aunque sólo sea porque el
ciudadano sabe a qué atenerse han de inspirar mejores expectativas que quienes
engañaron y se dedicaron a cometer toda clase de tropelías en el uso de un
poder cuya configuración crearon prácticamente también para su personal
provecho, o tienen estrecha relación con ellos porque pertenecen a la misma
formación política...
La única manera de
haberse podido restablecer el respeto que la ciudadanía había perdido por las
leyes, por la constitución y por la clase política, hubiese sido a través del
escarmiento de la justicia. Sin embargo, lejos de ello, rebajando su egregio
papel de transmisora de ponderación y ecuanimidad al de alcahueta, ha contemporizado
en exceso con los abusadores contribuyendo a agigantar en la ciudadanía su
aversión hacia los políticos e incluso hacia los propios magistrados.
Restablecer la
calma, abolir la Constitución o reformarla hasta que pierda todo vestigio de
los términos autoritarios propios del régimen caudillista anterior, infundir
esperanzas a millones de personas, y regenerar la política en buena medida
manejada por quienes a fin de cuentas tienen detrás a la clase financiera, es
el reto que tienen ante sí tanto quienes compiten por el poder como la sociedad
española en su conjunto, ante el tribunal sociológico de la Comunidad
Económica Europea y ante el mundo...
DdA, XV/4.040
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