Jaime Richart
Antes de nada he de advertir que,
como algunos saben, vengo analizando todo desde que tengo uso de razón, modificando
a veces con el paso de los años algunos pareceres, manteniendo otros con
carácter provisional, y dando por conclusos los menos ... Como digo en otra
parte, cualquiera puede discurrir como los grandes pensadores de la historia a
condición de dejar a un lado los prejuicios, el egoísmo y la vanidad. Ahí es
nada... Pero si no lo hacemos así, no haremos màs que reproducir
copias, repetir lo dicho y pensado por otros y a menudo lo prescrito por
minorías de la inteligencia colectiva y de los distintos niveles del poder de
los diferentes ámbitos de la actividad humana. Y que si no es de buen tono
compararse con los genios del pensamiento en público, sí conviene
hacerlo a solas. Por otro lado, cuando publico ya cuento con que unos no
habrán de estar de acuerdo, otros lo estarán a medias, otros compartirán lo escrito
y, en ciertos casos, como el que ahora me ocupa, quizá me odien por no seguir
las directrices del tipo de feminismo imperante. Pero me da igual. Lo que
importa es el criterio personal. Y el criterio es independencia en el pensar
profundo, no unirse a las corrientes de opinión generadas siempre por una o
variaos a menudo desconocidos de un laboratorio de ideas, o pensar sin pensar
desde la posición social, económica o los intereses de todo tipo de la clase
social a la que por cuna o promoción pertenecemos. Así es que aquí va
mi modo de abordar el espinoso tema de los “feminismos”. De los feminismos en plural, pues no hay un solo modo de reconocer la
indudablemente superior femenina condición y la necesidad de que la sociedad
asuma la idea de que ya va siendo hora de que tome la mujer el relevo del
hombre para la dirección inédita de la civilización definitiva.
Pues bien, no pretendo descubrir
nada nuevo diciendo que España es un país que en el plano sociológico se caracteriza
por pasar de un extremo a otro con demasiada facilidad; rasgo, por otra parte, común a los países
poco desarrollados en materia de convivencia, con opuestas ideologías
políticas, diversas sensibilidades y religiones de origen vario, en los que
algunos pretenden acelerar el paso hacia un desarrollo moral que, en buena
medida por causa debido a la impaciencia cuando se presenta alguna
oportunidad, nunca se acaba de lograr.
España tuvo un sistema político dictatorial dentro del sistema
económico capitalista durante cuarenta años, y pasó hace
otros cuarenta a un sistema de libertades públicas y privadas de las que
abusan fácilmente los gobernantes que, a través del mismo y natural mimetismo e
influencia natural que hay ordinariamente entre padres e hijos, entre mentores
y aconsejados, entre maestros y alumnos, entre tutores y tutelados,
arrastran a los ciudadanos a sus mismos vicios. Y así, la mentira, el engaño,
la trapisonda, el chanchullo, el fraude, el latrocinio y demás lacras de los
dirigentes se trasladan fácilmente luego al ámbito mercantil y luego al tributario;
de modo que tanto las personas físicas, como los adinerados y toda clase de
personas jurídicas, que son los obligados en conciencia, nunca acaban de
consolidar la solidaridad ni la significativa equidad que precisa este singular
país.
Pero que España pasa de un
extremo a otro lo evidencia no sólo el efecto producido por el paso de unas
libertades públicas y privadas marcadamente coartadas, a la barra libre de libertades...
Además de ello y los múltiples efectos en la vida civil, privada y pública, ahí
está el feminismo exacerbado. España ha pasado de una sociedad "oficialmente”
machista, no muy alejada de la que existe en la cultura musulmana, a una
sociedad “oficiosamente” hembrista.
Es cierto que la mujer tiene
infinitos motivos para acabar con la lacra del machismo y la preeminencia del
hombre sobre la mujer. Pero quienes llevan muy lejos el feminismo en España
incurren en el mismo vicio invertido que denuncian y tratan de superar, sin
tener presente que las raíces del comportamiento machista se hunden en una aberrante
educación milenaria secularmente fomentada por el vaticanismo en Occidente:
una educación primaria y errónea que, como en tantas otras cosas, afecta mucho
más a las clases sociales de escasa formación humana que a las clases
acomodadas que tenían y tienen además a su alcance una educación más
equilibrada y completa.
El caso es que el tipo de
feminismo en España más extendido lleva sus pretensiones demasiado lejos para
ser razonable. Pues no hay ya quien no esté de acuerdo con el
postulado de que hombres y mujeres, homosexuales y otras modalidades
sexuales deben tener no sólo en teoría sino también en la práctica idénticos derechos, remuneración y trato social. No es preciso ser
feminista convicto o militante para adherirse a semejante causa. Pero una cosa
es eso y otra pretender masculinizar a la mujer y feminizar al hombre a marchas
forzadas. Una cosa es extirpar todo vestigio de diferenciación social por
razón del sexo, y otra que, por ejemplo, dentro de un sistema de libertades,
aun teóricas, que empresas, instituciones y organismos, en un sistema de
libre mercado, deban tener una cuota de empleados o funcionarios equivalente
de hombres y mujeres. (Y naturalmente, por qué no, ya puestos, de homosexuales
y otras modalidades de sexualidad). Una cosa es esa deseable paridad y otra
trasladarla al lenguaje oral y escrito, haciendo del habla y de la expresión
escrita un bodrio absurdo y ridículo que no se conoce en ningún otro país de
lengua del mismo origen latino, con su correspondiente género gramatical y
sintáctico...
El casi es que quienes venimos de
una generación pronta a desaparecer, de una cultura y educación medias, jamás
hemos incurrido en excesos hacia nuestra pareja, salvo las excepciones que
confirman la regla. Los problemas de machismo tuvieron siempre que ver con las
mismas causas que originan hoy la violencia llamada de género, agravada por los
inevitables problemas inherentes a la inmigración: una educación deficiente y gravísimos problemas económicos. Los celos y el amor propio mal entendido suelen
ser, siempre han sido, el detonante. Pero las razones profundas de la violencia
del macho sobre la hembra, aparte la mayor fuerza física, se alojan en espacios
de la condición humana y de las épocas no muy diferentes de la violencia contra
niños, animales o ancianos; tipo de violencia ésta que se obvia salvo en
estudios sociológicos, antropológicos o
filosóficos desperdigados, ni de la que se publican datos y
estadísticas con tanta insistencia y profusión como en la violencia de
“género”, la violencia de hombres contra mujeres.
La presión ejercida en Europa por la doctrina moral y prácticas de la Iglesia
vaticana relegando a la mujer a un plano subordinado al hombre en otros países
europeos ha ido siendo con el paso del tiempo
ampliamente contrarrestada por la educación laica y cívica de
filosofías, y por ideas morales procedentes de la reforma protestante, en unos
países, y del concepto profundo de República, en otros.
Pero en España, por mucho que se haga oír a la causa feminista radical,
sólo el paso del tiempo pondrá socialmente a cada sexo en su sitio. Lo que sí
puede conseguir el empuje de ese feminismo a
ultranza es una literal y absurda guerra de sexos necesitados al fin y
al cabo el uno del otro. Lo que sí va a
causar es el retraimiento y feminización progresivos pero raudos del hombre y
la masculinización de la mujer hasta la náusea. Todo ello dando cierto sentido
a las ideas sobre el particular alojadas en los cerebros de individuos de las
extremas derechas tanto española como europeas; cerebros deformados
respecto a lo que universalmente se entiende por equilibrio, por humanismo
y por ponderación; conceptos que en la España de siempre resultan usualmente
casi incomprensible.
DdA, XV/4.029
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