Amablemente enviado por su autor, el profesor de ciencias y técnicas historiográficas de la Universidad de Oviedo Miguel Calleja-Puerta, este artículo no lo pueden pasar por alto, sobre todo, quienes como este Lazarillo cursaron su niñez y adolescencia en la enseñanza nacional-católica. De cuanto en esos tiempos nos contaron, el mito de don Pelayo y la batalla de Covadonga ha quedado anclado a nuestra memoria con un arraigo superior incluso al de las prédicas que nos auguraban infernales padecimientos ultraterrenales si sucumbíamos a los nefandos pecados de la carne. El mito tuvo mayor incidencia, incluso, en aquella región que fue escenario de la legendaria batalla. Miguel Calleja-Puerta se presenta así ante lector del medio en que se publió su artículo, The Conversation: no recibe salario, ni ejerce labores de
consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna
compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y
ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico
citado
Aunque recuerdan algo ocurrido hace trece siglos, los nombres de
Pelayo y Covadonga despiertan reacciones muy emocionales entre los
españoles de más de 40 años. Las posiciones conservadoras suelen ver en
aquellos hechos algo propio y positivo, algo así como la cuna de la
españolidad. Y al contrario, desde posturas progresistas se minusvalora
aquella vieja historia de la Edad Media.
Para un observador externo esto es bastante curioso, porque los
primeros textos describen el levantamiento en armas de un pueblo que
resiste a un ejército de ocupación. Pero de aquellos hechos lejanos y
mal conocidos se fue reescribiendo un relato mítico a lo largo de los
siglos. En los últimos 200 años adquirió connotaciones que nos hablan
más del presente que del pasado.
Qué ocurrió en Covadonga en el siglo VIII y después
Que hubo choque armado en el territorio de Cangas de Onís parece
indudable. Su magnitud se discute: las crónicas cristianas medievales
exageran, pero las musulmanas no llegan a negarlo. Ahora bien, ¿por
quién luchaban aquellos astures resistentes?
El cronista musulmán Ibn Hayan es claro: “Pelayo criticaba a sus
compatriotas por su cobardía, por su sometimiento, por la pérdida de la
tierra de sus padres, por la indefensión de sus mujeres e hijas”. Eran
los atropellos de una fuerza de ocupación.
Por su parte, las crónicas cristianas del siglo IX configuraron el
relato milagroso del triunfo de Pelayo: un héroe cristiano que venció a
los musulmanes. Con él nacería un reino protegido por la fe. Pero de
reconquista y nación, todavía nada.
Así que Covadonga quedó durante siglos como un pequeño santuario
local, con poca capacidad de atracción. En la época medieval, no hubo en
Covadonga un culto memorial de tipo político. Se buscaba la salvación,
no la patria.
De modo que la recuperación del mito se hizo esperar hasta el siglo
XVI. Con la unión de las Coronas, algunos eruditos empezaron a hablar de
Covadonga como principio de la restauración de España.
Un mito nacional para la España decimonónica
La fase decisiva de formación del relato arranca en el siglo XIX, con
la construcción del Estado liberal. Hasta entonces la de Pelayo había
sido la historia del origen de la monarquía. Ahora debía convertirse en
el origen de la nación.
El concepto de España, antes asociado a la memoria de los reyes,
pasaba a ser patrimonio de aquella oligarquía que tenía los poderes del
Estado liberal, pero desde luego no de todos los habitantes del reino.
Así que el mito de Covadonga encajó muy bien en los intereses de la
burguesía decimonónica: aunaba una idea integradora de país, un régimen
monárquico y una sociedad definida por su catolicismo; ni siquiera
faltaba el movimiento popular. Se trataba de crear un imaginario
histórico nacional.
Y es ahora, solo ahora, cuando nace el concepto de Reconquista: de Covadonga a Granada, en ocho siglos de sangre, sudor y fe.
La apropiación del pasado
Las conmemoraciones de 1918 reforzaron la dimensión religiosa y
monárquica del sitio y del mito. Triunfaba así la visión
nacional-católica de Covadonga. El centenario servía para conmemorar el
pasado sin mirar al futuro.

En el mismo año, el joven Leopoldo Alas Argüelles lamentaba en una
crónica periodística el perfil que habían adquirido las conmemoraciones:
“La preocupación de todo el mundo consistía en sacarle a Cambó la mayor
parte de kilómetros de vía férrea”. Y contraponía a “la Asturias del
carbón, de los negocios y de los millones”, la necesidad de una intensa
corriente de cultura que sirviese para mantener y acrecentar la riqueza,
que llegase también al proletariado.
Pero no pudo ser. Alas fue fusilado en 1937, siendo rector de la
Universidad de Oviedo. Cinco años más tarde Franco recorrió la ciudad
llevando en sus manos la Cruz de la Victoria, la joya medieval que según
la leyenda cubría la cruz que llevó Pelayo en Covadonga.

Al usar el símbolo también dejaba su huella en él: la cruz medieval
quedaba asociada a la figura y al régimen del dictador. Y perdía la
posibilidad de ser un símbolo integrador para identificarse con una
ideología que monopolizaba la idea de España. Culminaba así una idea de
nación española entendida como un ente cuya misión histórica era
defender y propagar la fe, una historia de supervivencia que empezaba en
Covadonga y cuyo último episodio era la Guerra Civil.
Esa es la Historia de España que se enseñaba en nuestras escuelas en
el tercer cuarto del siglo XX. Ese relato, de forma más o menos
consciente, genera la simpatía o rechazo hacia Covadonga y Pelayo de
quienes estudiaron en ellas. Lo curioso es que, desde entonces, la
sociedad ha cambiado, pero el mito no se ha adaptado a estos cambios.
El centenario de 2018 podría haber servido para entender y proyectar,
y para adaptar el mito a una sociedad democrática del siglo XXI. Pero
sus conmemoraciones se han fijado más en el tópico que en el fondo.
Creyendo que era una vieja leyenda medieval, no se ha sabido ver la
oportunidad de ponerla al servicio de una sociedad moderna.
DdA, XV/4.014
1 comentario:
Gracias Felix. La moneda siempre tiene dos caras que conviene conocer.
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