Los presidentes
o jefes de gobierno europeos de la UE no pasan de ser meros cónsules romanos
de las respectivas provincias del Imperio Económico de Occidente, a cuyo mando
están los emperadores del vil metal convertido ahora en bits coins.
Jaime Richart
Ante todo debo decir que el presente título no lo trato
en términos estrictamente políticos.
Lo sitúo en el plano sociológico y más exactamente antropológico. Ya hay cientos de politólogos, de periodistas, de expertos y de
aficionados que lo bordan. Yo apunto hacia el lado humano de la debilidad y de
la estupidez tan frecuente entre los políticos y en la política. Y por otro
lado añado, que por supuesto aquí me refiero tanto al gobernante conservador
como al progresista españoles, sin olvidar que el conservador, por las
connotaciones guerracivilistas más de derechas que conservador, lo tiene más
fácil al estar su ideario mucho más próximo al pensamiento único que domina el
parlamento europeo y mundial, que el del socializante.
Se acostumbra en España a aplaudir o a maldecir al gobernante.
No hay término medio. Pero no es fácil ver la otra cara, triste, de la moneda
del poder político (aquí y en todas partes pero menos) embutido en el económico y financiero.
Me refiero al espectáculo de la impotencia del gobernante que, a menos que
fuese un impostor que no es, da una imagen entre ridícula y patética del
quiero y no puedo permanente. Y, como aclaro al principio, no lo digo sólo por
el actual presidente del gobierno sino también por todos los que han ido
desfilando del bipartidismo hasta ahora. Porque tampoco el presidente de
gobierno anterior, siendo a todas luces cómplice o encubridor de muchas
fechorías de los de su partido, pudo hacer las cosas que hubiera querido y como
hubiese querido...
Desde que España entró a formar parte de la Unión Europea,
que coincidió más o menos con su entrada triunfal en el reino de las
democracias pimpantes europeas tras la muerte del dictador, se han visto aquí a
dos tipos de gobernante: uno es el que estaba ciegamente a favor del statu quo económico de estas
democracias, y otro es el que, no estando a favor del neoliberalismo antes de
gobernar, poco a poco fue renunciando a los principios y postulados de sus
mítines, para acabar sucumbiendo a los dictados del establishment. Pero no del establishment
político, sino del económico, que es un régimen de corporaciones nacionales
que desplaza a los Estados a los que sólo les falta las siglas S.A. España,
S.A., por ejemplo. La marca España, de la que tanto se habla, ya lleva en sí el
marchamo de lo que está entre lo comercial y lo económico. Lo político es casi irrelevante.
En estas condiciones ¿qué puede
hacer un gobernante socialista que sea muy diferente de lo que hace el otro
descaradamente neoliberal? Muy poco. Tan poco puede hacer que, para no poner
patas arriba todo el tinglado, sus políticas apenas puedan ir un poco más allá
de corregir costumbres corregibles, establecer o modificar normas relativas
al género, al aborto, a la eutanasia y a otras cuestiones que ahora se me escapan
relacionadas con las peculiaridades de un país y de una sociedad llegados del
frío de la dictadura, y a condición de que todo ello no afecte directamente a
lo económico. Por ejemplo ahora, la exhumación de los restos del tirano, la expropiación
o confiscación de los bienes patrimoniales de sus herederos apropiados por
obra y gracia de la dictadura, la supresión de los títulos nobiliarios dados
por el dictador, o demás vestigios de aquella época. O referéndums sobre la forma de Estado o sobre la reforma territorial, e
incluso constitucional en detalles que no den demasiado problema. Y todo ello,
si se atreve, en medio de una tensión social insoportable. En todo lo demás el
gobernante, socializante o no, poco tiene qué hacer. Los
poderes bancario, económico, financiero y eclesiástico bloquean cualquier
iniciativa que afecte a su interés y/o a su estabilidad.
Los fundamentos del ya famélico socialismo se han esfumado.
El deseable igualitarismo económico, la protección de la sanidad
y de la enseñanza, la subsidiariedad del Estado frente al desamparo de grandes
porciones de sociedad, y la conservación de los bienes y servicios públicos no
son conquistas o posibilidades que estén ya al alcance del gobernante, pues
no dependen de sus deseos ni de sus recursos técnicos; ni siquiera de
iniciativas legislativas que la oposición no está dispuesta a tolerar. Pero
si a pesar de ello el gobernante se obstinase con decretos leyes, la crisis
consiguiente sería de tal envergadura que no tendría más remedio que dar
marcha atrás o dimitir.
Y es que podría decirse sin exagerar que los presidentes
o jefes de gobierno europeos de la UE no pasan de ser meros cónsules romanos
de las respectivas provincias del Imperio Económico de Occidente, a cuyo mando
están los emperadores del vil metal convertido ahora en bits coins. Y el actual presidente de gobierno español, que a priori no es cómplice declarado del
sistema, supuestamente desconocedor antes de alcanzar el poder del verdadero
papel que sus homólogos
europeos sí conocen y asumen, está comprobando que cuando hacía
promesas rotundas y ridículamente reiteradas, era un ignorante del escaso
alcance del poder real del gobernante que ahora es. Todo lo que, creo yo,
explica su imagen cuanto menos patética frente a sus seguidores, a sus militantes
y a sus votantes socialistas.
Mientras el sistema económico y financiero reinantes sean
los que son, mientras persistan los paraísos fiscales, mientras las ingenierías
especulativas e improductivas sean la columna vertebral de la economía, y
mientras la sociedad española tenga la configuración que tiene, los
socialistas y jacobinos aspirantes a gobernar España, o ya en el gobierno, deberán
pasar por las prescripciones de los poderes fácticos y por la resistencia
numantina de los franquistas. Así es que si no quieren prestarse a ser un
títere al servicio de aquellos pero tampoco están dispuestos a hacer la
revolución, más vale que no se presenten a los comicios.
Dejen el camino expedito a los dueños políticos de este país, los vencedores de la guerra civil, también cómplices
de los poderes económicos y de los eclesiásticos, a los que ya se unieron hace
mucho otros de los suyos al renunciar a lo que ahora ya se revelan como fines
demasiado peligrosos de la socialdemocracia. Aunque sigan mintiendo y robando
a mansalva, España tendrá la fiesta en paz y ellos no harán el ridículo. El inteligente y esforzado
economista Varoufakis no pudo. La suerte de España no está echada de manera muy distinta a la de Grecia. De modo que o
hagan la revolución o sean razonables y esperen a que pase el tiempo preciso
para que la sociedad, antes que las leyes, madure al nivel del siglo que
vivimos: el único remedio posible. Todo lo que pase de un mero maquillaje,
significa volver al 36...
DdA, XIV/3930
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