jueves, 1 de marzo de 2018

QUINI: UN BAILARÍN QUE PASÓ POR LA VIDA SIN PISAR A NADIE




Mi enhorabuena al autor de este breve artículo, que le sirve a este Lazarillo para encauzar la emoción del homenaje que miles de sportinguistas le tributaron ayer en el estadio de El Molinón a un delantero centro único, aunque más singular y memorable fue Quini como ser humano y buena persona, sin vanidad ni engreimiento. Pienso que el homenaje hubiera sido mayor, con mayor asistencia de público si cabe, si en lugar de un funeral religioso se hubiera hecho una despedida laica del futbolista, que me parece era lo propio en el escenario en que tuvo lugar.

Paco Álvarez

Contaba la leyenda (y las leyendas pueden ser tan ciertas como falsa es a veces la realidad) que a algún defensa le temblaban las piernas cuando debía vigilar a aquel demonio rojiblanco que acechaba en el área mientras el Sporting botaba un córner y El Molinón declaraba la guerra psicológica del «¡Ahora, Quini, ahora!». El demonio no era tal, era solo El Brujo, pero sus conjuros con la cabeza o la bota invocaban casi siempre el gol.
Me presenté a la primera entrevista que le hice a Quini con ese miedo en el cuerpo del defensa marcador que no sabe por qué flanco le van a romper la cintura. Yo llevaba ya un tiempo trabajando en el diario 'El Comercio', pero era una entrevista de página doble, y para el dominical, y tenía que desvelar la parte más humana y menos conocida de uno de los mitos de mi niñez. Así es que yo evadía la mirada y me temblaba la voz, y la voz es para un periodista lo que las piernas para un futbolista. Supongo que Quini lo notó y que por eso me dio las mismas facilidades que (sigue contando la leyenda) le daba a alguno de sus marcadores más jóvenes e inexpertos cuando les decía «Chaval, si me marcas por detrás en el saque del córner no vas a tener ninguna opción». La entrevista salió bien, porque desvelar la parte humana de un personaje que repartía humanidad a manos llenas era tan fácil como empujar el balón a puerta vacía.
Las últimas veces que vi a Quini, en actos públicos, no evadí la mirada, todo lo contrario. Era un regalo verlo bombear sonrisas hacia la afición o contemplar sus saques de honor en forma de besos, apretones de manos, firmas o posados fotográficos para cualquier particular o causa social que reclamara su imagen. Enrique Castro Quini era de esos tipos de los que habla el escritor italiano Claudio Magris en una de sus obras: un bailarín que pasa por el mundo poniendo atención en no pisar nunca a nadie en esta pista de baile que es la vida.

DdA, XIV/3782

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