Ana Cuevas
Es imposible no estremecerse ante hechos tan dramáticos como el
asesinato de una criatura. Los que tenemos hijos sentimos un respingo en
las entrañas, una perturbadora angustia que nos atrapa al ponernos en
la piel de esas familias, aunque solo sea por un escalofriante y
dramático segundo.
Es una característica humana, la empatía,
que no puede considerarse únicamente como un rasgo de bondad. La
capacidad de empatizar con el sufrimiento ajeno ha hecho posible la
pervivencia de nuestra especie. Cuando el individuo no es capaz de
experimentar este sentimiento se convierte en un depredador. Un
psicópata, que no ha de ser necesariamente un asesino en serie, capaz de
pasar por encima de cualquier cosa para lograr su propósito. Y de esta
clase hay empresarios, banqueros, políticos... pero también fontaneros,
conductores de autobús o mecanógrafos. Lo único que les diferencia es la
cota de poder que tiene cada quién a la hora de ejecutar sus planes.
Fuera
de estas anomalías, existe una amplio parámetro a la hora de sentir
compasión (en el sentido etimológico de la palabra) según la
sensibilidad de cada cual. Por ejemplo: En Europa somos conscientes de
que miles de personas huyen de la guerra exponiendo sus vidas en el mar.
El primer cadáver de un pequeño empujado por las olas hasta nuestras
civilizadas costas conmovió a mucha gente. Luego fueron llegando más y
más. Miles de niños desaparecidos. Ahogados, explotados por redes de
tráfico de personas, asesinados...
Eran tantos que el
sentimiento de horror se fue doblegando a la costumbre. Lo inaceptable
se convirtió en cotidiano, al menos para la mayoría de nosotros.
Pero
en este mundo también existen personas excepcionales que se tragan las
lágrimas de cocodrilo para pasar a la acción. Héroes y heroínas que
arriesgan su vida y comprometen su libertad para tender la mano a quien
lo necesita. Como los integrantes del barco de Proactiva Open Arms, a
quienes se les criminaliza por rescatar a los que se están ahogando
delante de nuestras hipócritas narices. Se les acusa de asociación
criminal y de fomentar el tráfico de migrantes. Todo por desobedecer a
los libios (que actuaban bajo órdenes de Italia) y no entregarles las
mujeres y niños que habían rescatado. Algo que no entraba en los
cálculos de los activistas a sabiendas de que en Libia les espera un
destino más que incierto.
La tripulación española alega que,
según el derecho marítimo internacional, la prioridad es salvar las
vidas en peligro. Y es exactamente lo que hicieron pese a las amenazas
de ser tiroteados y la certeza de que la negra Europa no dejaría impune
este acto de grandeza.
A mí me da mucho asco cuando escucho
hablar de esa Europa de los derechos humanos que en realidad persigue al
solidario porque no quiere incómodos testigos. Esta Europa psicópata
que asesina en diferido, sin mancharse las manos en las ensangrentadas
aguas del mar Mediterráneo. Toda esa gente decente, buenos padres,
buenas madres, que sienten el dolor y la ira por el inexplicable crimen
de una criatura pero vuelven la vista a la masacre orquestada a las
puertas de su casa.
Los activistas de Proactiva Open Arms
parecen de otra especie. Pero sorprendentemente, son de la misma. Quizás
un salto evolutivo que contradice la tendencia de los actuales
tiempos. Demasiado valiosos para perderlos. Cada vez quedan menos barcos
de rescate auxiliando a los náufragos. Así yacerán en una tumba anónima
a la misma profundidad que deben estar sumergidos nuestra vergüenza y
escrúpulos
Solo me queda mostrar todo mi apoyo a los
tripulantes españoles encausados. Gracias a los que sienten y actúan
como ellos sigo manteniendo la esperanza en que la humanidad
quizás pueda sobreponerse a la inmundicia. Al menos, algunos días.
Y recuerden lo que les contaba sobre la empatía. Aunque solo sea por supervivencia:
¡No podemos permitir que los miserables nos ganen la partida!
DdA, XIV/3800
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