
Jaime Richart
El militar y filósofo alemán Carl von Clausewitz dice que la guerra es la continuación de la política por otros medios, y el filósofo
francés Michel Foucault que la política es la continuación de
la guerra por otros medios: dos modos de ver en espejos contrapuestos o
complementarios una misma realidad convencional...
Ahora bien, desde que las guerras
dejaron de ajustarse a un orden cerrado después de las guerras napoleónicas,
es notorio y casi científico que se pasó al todo vale. Ello, pese a que la
ciencia militar eventualmente lo encubra o lo niegue. Entonces, partiendo de
esta premisa (si no en el plano militar admisible, sí en el plano antropológico o en el filosófico), ello quiere decir
que en el ejercicio de la guerra el poder militar, los mismísimos generales,
no se ponen ya a sí mismos bridas ni freno, ni reprimen atrocidades de sus
tropas. Incluso ellos las autorizan, cuando no las ordenan. Y sabido es que no
hay ya concesiones al enemigo, ni rendición que no vaya acompañada de masacre...
Así es que si el honor militar y una cierta dosis de
rectitud de conciencia (presentes en muchos momentos de la historia de la guerra)
desde el primer momento del combate faltan hoy en el espíritu del soldado y de
sus jefes, reemplazados por la hybris, la automática extirpación de todo escrúpulo y la
demencia ¿qué queda de civilidad en una guerra del
siglo XX y XXI? ¿No es cierto que por ahí el humano ha
seguido el camino inverso de la civilización? Y si la guerra es la continuación de la política y la política la
continuación de la guerra, y los políticos siguen la estela de lo militar
despojada de una ética de mínimos ¿no puede afirmarse
que la política está siguiendo asimismo la anomia,
la ausencia de toda regla, la reafirmación de todo vale con tal de apropiarse
del poder?
Creo que el aserto no precisa demostración. La política, hace mucho que entró en el mismo bucle de desprecio por las
formas y por las normas no escritas de una convención fruto de la civilidad.
Entre otros motivos, si no el principal, porque la política está absolutamente domeñada por la economía. Siempre fue así, aunque ni
Clausewitz ni Foucault parecen haberlo tenido en cuenta, pero con mayor motivo
en los tiempos actuales en los que la economía se ha reducido a las finanzas y
al dinero virtual...
Así es que al igual que en la guerra,
en la lucha por el poder político y en su ejercicio luego, quienes lo
representan no se dan reglas éticas,
pero quienes los eligen tampoco les dan
la espalda y se lo permiten, avalando la idea de Albert Eistein de que la culpa
de los males del mundo no es de los perversos sino de los que les consienten...
No creo que sea exactamente así en
otros países. Mejor dicho, no quiero creerlo. Pues en cualquier caso el nivel
de la democracia burguesa de los países se mide por el grado de satisfacción
de sus nacionales. En una democracia madura, todo el mundo está relativamente
insatisfecho. Digamos que
así es en los países de la Vieja Europa. Pero en una incipiente, mala o
corrompida democracia sólo una parte de la población está muy satisfecha: el
caso de España. Por eso en España la política, la manera de tratarla y de
desarrollarse es bien diferente. En España se ha generado una fenomenología
alejada de los valores y vicisitudes de los países europeos al pasar de una
dictadura a la democracia burguesa, por caminos similares de la rusa cuando
pasó a la democracia desde desde el totalitarismo de Estado.
Así es cómo en España, desde el
principio de la nueva época, manda una generación domesticada, una generación
educada para la simulación y para la docilidad que hubo de interiorizar a la
fuerza en su juventud y madurez; una generación cuyos enseñantes y educadores
les inculcaron dignidad, sí, pero no esa
dignidad que reclama el ciudadano de la democracia, pues no eran ciudadanos
sino súbditos; razón por la cual no llevan el sentido de la dignidad en su
piel. Y de ahí la facilidad con la que ha venido mintiendo y solapando desde
el principio del presente régimen con las inveteradas argucias del inveterado
pícaro español. De ahí la facilidad con la que, como sus antecesores durante y
tras la guerra civil por la confiscación de la propiedad de los vencidos, se
fueron apropiando después de la Transición de los
recursos públicos. Una generación que llegaba, acomodada, a esa transición y
cuya voluntad había sido secuestrada por el dictador, anulada su capacidad de
respuesta frente a la dictadura y que de
algún modo respondía y responde al comportamiento propio de una suerte de
síndrome de Estocolmo. Así es cómo esa misma falta del sentido de la dignidad
ciudadana al no rebelarse entonces, le ha acompañado después al manejar la
cosa pública sin ver en sus delitos económicos nada recusable. En su época, la
cosa pública ya era del primero que llegase...
Por su parte la generación, llamémosla
republicana que tocó después poder ¿para qué iba a molestarse en reclamar a
sus propios políticos y gobernantes rigor, seriedad y justicia social si su
vida material ya era satisfactoria, vivía confortablemente y el incumplimiento
de las promesas iniciales habían pasado a un segundo plano devoradas por la realpolitik
que aducían sus líderes?
Todo, y al decir todo me refiero al
desvalijamiento de las arcas públicas, ocurre en el espacio de 30 años, época
de las vacas gordas, cuando Europa había ayudado a España a salir adelante con
los fondos de cohesión de la UE. Esto por parte de los herederos directos del
franquismo. Y los otros, otra parte de esa misma generación, después de
haberlo proclamado en su programa ideológico el partido que abanderaba la progresía, ni siquiera se planteó más tarde
lo prometido; cuestionar la monarquía,
la ley electoral, las Bases americanas, la injerencia de la iglesia en el nuevo
Estado... lastres muy importantes, todos ellos, para una democracia que se
precie de serlo.
Llega la crisis económica, los
brutales recortes sociales y el conocimiento público de la podredumbre de los
gobernantes que había agravado la crisis. Es entonces cuando, puesto que “donde
no hay harina todo es mohína”, la nueva generación reacciona frente al desmán
de los unos y de la incuria de los otros. Reacción que es frenada por el
despotismo de los viejos simuladores, pero también por el otro partido, el
declarado progresista, cuyos viejos líderes han encontrado el perfecto acomodo
en el virtual bipartidismo que había funcionado hasta ayer, y por ello luchan.
En resumen, dos partidos con ideologías contrapuestas, pero compuestos por
políticos unidos por el mismo y frenético
objetivo de mantener el bipartidismo, condicionando severa y sesgadamente las
reglas más elementales de la guerra por el poder. Condicionándolas, porque no
evitan la repulsiva desigualdad (por aquí
empiezan las demás desigualdades) entre la la moral sin ética de los “señores” y la moral atiborrada de ética de
los “esclavos” que existe desde siempre en la vida
civil, y determina las maniobras propias del forcejeo electoral propiamente
dicho a favor de los hasta ahora ganadores...
No exagero. Es palpable que ese grueso sector de la clase política, “conservadores” y viejos
“progresistas” prescinde de las reglas clásicas del desafío político y del más
elemental respeto a la ciudadanía. Por ello, tan fácil y cínicamente los líderes, tanto de un partido como
los del otro, incurren en constante contradicción y el segundo también en traición a las ideas que tan enardecidamente predicó. Y no
en temas menores sino fundamentales, como la promesa de referéndum sobre la
forma de Estado y los mencionados más arriba. Los dos partidos principales, pues, en España cierran filas en
torno a esa misma lacra.
Pues bien, si la guerra es la
continuación de la política por otros medios, como dice
Clausewitz, y la política es la continuación de la guerra por otros medios,
como dice Foucault, dos visiones complementarias del mismo asunto, en España el batiburrillo que se
vive es la continuación de la guerra civil por otro medio: el medio de una
política rastrera que a menudo parece conducir de nuevo a una nueva guerra
civil...
DdA, XIV/3792
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