La religión y la arreligión, y la guerra civil, consciente e inconscientemente, se levantan como empalizadas infranqueables
que escinden a la sociedad española en dos limbos contrapuestos de los que uno
de los dos, el confeso explícito o no, sigue sofocando al otro desde tiempo
inmemorial
Jaime Richart
A medida que nos acercamos al final percibimos
cómo nos vamos alejando de lo que fue, del panorama general que nos ofrecía la
vida y de lo que fueron fundamentos de nuestra consciencia, de nuestra
conciencia moral y de nuestra vida interior; del sentido que para nosotros
tuvieron la ética y la estética, la
forma y el fondo que la idea
configura cada palabra, su complejo y al tiempo simple significado a menudo
causa estúpida de guerras y de toda clase de crímenes execrables. Nos vamos
dando cuenta también, de los cambios en el lenguaje común
de cuya urdimbre proceden esas
ideas y que hoy, a nuestro parecer, estas se han desfigurado hasta casi perder
el significado que tuvieron... Pero ahora todo se tambalea, tanto en nosotros
por dentro en nuestra progresiva decrepitud, como por fuera por la deriva
decadente de la sociedad occidental porque la otra no cuenta, como por la
sensación de vivir un final más de los tiempos vividos ya varias veces en la
historia...
Amor, amistad, felicidad, compromiso, sosiego, lealtad, seriedad,
rigor, honestidad, honor, honra, buen nombre, serenidad, prudencia,
discreción, comedimiento, ahorro... y
tantas otras palabras que fueron de uso habitual entre nosotros, afectaran o
no a nuestra personalidad, para las generaciones del presente han perdido
sentido y hoy ya no las emplean. Y no sólo la generación de los educandos, tampoco
la de sus padres y maestros. Son ya palabras vacías de contenido, sin valor práctico
y en cierto modo repudiadas por lo que significaron y por la presión moral en
la conciencia que ejercieron y que quizá subrepticiamente ahora por su resaca
siguen ejerciendo. Por eso mismo, aquellas palabras y aquel lenguaje, nuestro
lenguaje, el de los mayores, apenas sirve ya para conectar, para llegar a un
consenso con nuestros hijos aunque quizá sí con nuestros nietos de acuerdo con
el devenir del eterno retorno...
Es
cierto que la distancia psicológica entre la generación de los progenitores y
la de sus descendientes siempre ha existido, es inevitable y en cierto modo
deseable para mejorar y aun elevar el desarrollo del ser humano como especie
viva pensante y sintiente, aunque mil cosas de la modernidad le roboticen...
Pero en España la distancia es mucho mayor. La generación de los que fueron
padres, ahora abuelos y bisabuelos, la mía, tiene la mente configurada, más
bien tallada, con arreglo a los esquemas de una dictadura civil asociada a
otra dictadura religiosa; lo que hizo de
la gobernación de este país una teocracia, según se mire encubierta o descarada. Sin embargo, ese
esperpento político también tuvo consecuencias
favorables para la vida corriente en el desarrollo fluido de nuestras vidas:
no vivir demasiado tiempo preocupados por las limitaciones, por los escollos y
por las barreras, salvo en el plano sexológico, que hoy existen a menudo en clave dramática, nos permitió un desenvolvimiento
personal y social gratificante. En todo caso éramos de una generación que por estar sometida en general a una serie
de pautas de comportamiento y por la imposición de unas ideas que nos llevaban a la autocensura,
desde luego sabíamos
muy bien lo que no queríamos:
ni obediencia ni disciplina. Pero, dejando a un lado los efectos oprobiosos de
vivir políticamente
bajo una tiranía, los
esfuerzos por incardinarnos en la sociedad en general siempre fueron
compensados con un empleo estable, con el acceso a una vivienda y con la
consumación de una familia organizada. Mientras que la generación de
nuestros hijos e hijas, hoy padres y madres, y con mayor motivo la de sus
hijos, nuestros nietos, viven una sociedad anómica, sin reglas o apenas sin
reglas, sin norte y sin expectativas. Y, por otra parte, las condiciones
mundiales por el predominio de una ideología orientada a reforzar el
individualismo sobre la socialización de la riqueza, el cambio climático y la
libertad civil llevada a sus últimas consecuencias, ahondan más esa
distancia...
Algunas de aquellas palabras han desaparecido
del léxico común y otras han cobrado significados diferentes desprovistos del
impacto que, para bien o para mal, causaban en el espíritu y en la mente tanto
del individuo como en la colectividad. Al final, la confusión o el sinsentido
presiden la conexión dificultosa con la realidad, sea la oral o la material,
entre las gentes de este tiempo y nosotros llegados del pasado. Por ello a
veces y a solas nos asalta la pregunta ¿deberé
recurrir a “esa” idea incomprendida, ahora obsoleta
o remilgada?
Nadie que tenga hoy menos de sesenta años las
entiende, las valora o les concede apenas importancia. En España, desde luego,
es tal la crisis colectiva en
tantos aspectos proyectada
también hacia cada individuo, que este grave reparo, el de la falta de ligazón
entre generaciones, si a veces es exasperante, puede resultar incluso
comprensible si nos atenemos a las condiciones de vida en general que viven
España y el mundo. Condiciones sobre todo decadentes en la mayoría de los
ámbitos y aspectos de la vida social que, pese al desenfado del trato entre
españoles en general, acusa una patente falta de reglas morales y éticas que lo
ensombrece por la falta de entusiasmo verdadero, en unos casos, y por la indiferencia
próxima al tedio en otros. Decadentes, porque se tiene de todo y acceso a
todo. Incluso los más desfavorecidos. A excepción quizá de un techo independiente, no es preciso
esforzarse. Es fácil conseguirlo todo, y por eso apenas la generación de hoy
valora la posesión de lo material, pero
tampoco en apariencia da valor a lo moral.
Sin embargo,
la crisis del lenguaje no irrumpe porque sí o sólo porque el paso del
tiempo lo va modificando naturalmente y apocopando. En otros países el
lenguaje sufre cambios y de paso también la psicología colectiva. Pero los cambios
son más suaves, más acompasados, más atemperados. Pues todo empieza en la enseñanza,
en la pedagogía, y termina en la economía y en conceptos del derecho, de la justicia
y de la propiedad, que llevan mucho tiempo, a veces siglos, en las aulas. Por
eso, los cambios de mentalidad no son tan bruscos como lo son en España,
ya que, correspondiendo al mismo
sentido organizativo en lo económico en todos los países capitalistas, las
consecuencias de los cambios no son las mismas en unos países que en otros.
Desde luego en España, el lamentable baile de planes de enseñanza en los años
posteriores a la dictadura, agravan los conflictos entre generaciones y la desorientación
está presente. Eso,
aparte de que en buena medida la economía y las claves financieras para
su aplicación, se están
llevando por delante el significado que de positivo, de “noble” y de “formativo”
tienen todas aquellas palabras mencionadas.
"El riesgo justifica el beneficio",
un princio ético del capitalismo a secas, por ejemplo, resulta hoy día un
sarcasmo, pues sin riesgo se hacen las mayores fortunas y sin riesgo se
acometen iniciativas que sólo precisan de la colaboración de un banco
prestamista, de un cambalache, de un truco o de una trampa, afectando (ni
siquiera profesando) la ideología neoliberal... Profesores y periodistas, los
referentes más cercanos después de los progenitores, son los primeros en ir
alejándose rápidamente también del uso y sentido tradicional de muchas palabras
que luego sus destinatarios, alumnos y consumidores de opinión mediática,
desvirtúan todavía más.
El caso es que nosotros, nuestra generación,
la mía, a partir de cierta edad hemos de esforzarnos para conservar in pectore el acendrado sentido que
tuvieron esas palabras. Si las eliminamos de nuestra estima, nos extraviamos. Y
digo para nuestros adentros, pues expresadas en voz alta y mientras las
mencionamos nos estamos dando cuenta de que carecen de la fuerza que tuvieron
hasta el punto de que, después de utilizadas, nos parecen casi ridículas en el oído del interlocutor, joven, maduro o provecto empeñado en no serlo. Pero
por otro lado, los mayores, por un
proceso de economía mental y anímica, si no hemos enfermado de codicia nos
vamos desasiendo de las cosas, y sólo nos interesan las ideas sin ropajes,
desnudas, sin rodeos: Dios es un principio generador de vida, patria es ese
lugar que frecuentas y allá donde estás bien, amor es poner el bien del otro
por encima del tuyo, integridad es respeto de uno mismo y esfuerzo, no logro;
honestidad es respeto por los demás, y de los bienes ajenos o públicos. Pero
incluso en las relaciones entre madre e hijo se sacrifica la palabra sacrificio.
Tampoco hay pasión, que es el olvido de sí mismo. Solo hay sacrificios
interesados y egoísmos desinteresados...
En todo caso, España y su cultura general no
están inclinadas al pensamiento reflexivo y meditativo presente en otras
culturas, ese pensamiento que, en la nomenclatura heideggeriana se opone al pensamiento calculador. Y de eso, de la
falta de reflexión, se resiente en muchas cosas y a la sociedad pasa factura.
Y eso no sólo es debido al carácter luminoso y alegre de sus gentes, sino porque la principal brida
puesta al pensamiento libre, al librepensamiento, hunde sus raíces en un modo
histórico muy particular de entender y practicar el catolicismo, proverbialmente
alejado a su vez de un acendrado cristianismo. Empezamos por que es proverbial
el hecho de que el católico español es un confeso que aunque hace alarde de su religión no la practica
y a duras penas respeta los mandamientos y las pautas de conducta que le dicta.
Lo mismo que el patriota al uso, que tributa con falsedad o tiene su dinero
fuera... Y todo ello a su vez centrifugado, desde la noche de los tiempos, por el “pensar” dogmático, que
no es sino la negación de pensamiento. Todo lo que determina una idiosincrasia
perseguidora del librepensador.
El caso es que la religión y la arreligión,
para bien y para mal, por un lado, y la guerra civil, por otro, consciente e inconscientemente, se levantan como empalizadas infranqueables
que escinden a la sociedad española en dos limbos contrapuestos de los que uno
de los dos, el confeso explícito o no, sigue sofocando al otro desde tiempo
inmemorial.
Esta situación, y más allá de las ideologías,
precisa de un esfuerzo de superación colectiva que, en la historia y hasta
ahora, sólo ha sido lograda por la revolución. Pero como la revolución sangrienta significaría un
grave retroceso, habremos de considerar esa superación, es decir, su
ensamblaje sin rencor, como un
apasionante desafío para toda la sociedad española; dejando a cada individuo y a su esfuerzo por cultivarla el amplio margen de libertad que requiere
una rica personalidad independiente y propia de los tiempos que vivimos...
DdA, XIV/3791
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