Este Lazarillo tenía un primer y tierno amor de pubertad en la tercera planta del viejo instituto Jovellanos de Gijón, la más modesta de las habilitadas para la docencia, ocupada en aquellos años por las chicas. La clase de dibujo de Alejandro Mieres estaba en esa planta y había que subir por la ancha escalera e internarse por un largo pasillo que comunicaba las aulas de las alumnas, menos ventiladas y espaciosas que las nuestras. Tengo de esas internadas un borroso recuerdo de sofoco y confusión, porque la separación de sexos era entonces dogma, y don Félix, nuestro jefe de estudios, solía advertirnos del peligro de las faldas en sus admoniciones, por detrás de aquellas gafas oscuras. Lo que sí tengo claro es que las clases de dibujo de aquel joven profesor de lentes claros y palabra templada, que pocos años antes había ingresado en el centro, eran por eso mucho más atrayentes, aunque fuera tanta mi torpeza en el trazado de luces y sombras. Hoy se nos ha ido a los noventa años don Alejandro, a quien algunos de mis amigos han tenido luego por amigo muy querido y admirado como persona y artista. Siento que con su ausencia se pone fin al capítulo de mis profesores de bachillerato fallecidos, y por eso quizá me apena más que ninguna otra. Claro que en esto tiene también su incidencia la memoria de aquellos breves minutos de coexistencia pasajera y fugaz con el género prohibido, que tan dulce y confusos acaloramientos me provocaba. Era profunda y luminosa el aula de don Alejandro, con algo de espaciosa buharda bohemia y parisina, en total contraste con el oscuro despacho de aquel clérigo hosco que nos palmoteaba repetidamente los carrillos por nuestros pecados al ritmo de sus palabras reprensivas.
Juan Carlos Gea
La Voz de Asturias
La de Alejandro Mieres es la única
obra de un artista asturiano -de adopción lo es, indiscutiblemente- que
puede contemplarse desde unas cuantas millas mar adentro. En puridad, no
es una pieza suya, sino el diseño de una de sus delicadas tintas
transferido a un gran mural de cerámica, en la fachada noreste del
edificio Bankunión. Su composición tiene algo de faro, de tótem, de
estela o escarapela fijada a la ciudad en su segunda altura después de
la torre de la Laboral. Luce en el farallón litoral del la bahía oeste
de Gijón como una medalla de agradecimiento a la ciudad prendida por uno
de los habitantes más intensamente activos en la vida artística,
cultural y social (en el sentido menos mundano y más político de la
palabra) del lugar adonde llegó para hacerse cargo de la cátedra de
Dibujo del Instituto Jovellanos en 1960; el mismo año en el que otro
foriato con cátedra y futura Medalla de Plata de Asturias, Gustavo
Bueno, deshacía -coincidencias- las maletas en Oviedo para tomar las
riendas de la suya.
Lo de Bueno fue siempre pensar. Lo de
Mieres, en principio, hacer. Pero en absoluto un hacer sin pensar o un
hacer en silencio. Todo lo contrario. Como buen artista de su tiempo,
Alejandro Mieres Bustillo (Astudillo, Palencia, 19 de agosto de 1927) es
de los que ha pensado al tiempo que ha hecho, y además de los que ha
mostrado, explicado, transmitido y defendido lo que pensaba casi con
tanta contundencia como la de su pintura más corpórea, táctil y sólida.
La política -como ha recordado muchas veces y también en su reciente entrevista con La Voz de Asturias-
está en sus tuétanos desde la niñez, de un modo u otro. Con algo de
premonición de su futuro destino personal, fueron los espasmos de la
Revolución del 34 en Asturias los que por primera vez le pusieron en
contacto con lo que la injusticia remueve cuando su padre fue detenido
bajo la conmoción del Octubre asturiano. Fue también junto a su padre,
trasteando en el taller mecánico en el que trabajaba, donde sus ojos y
sus manos descubrieron simultáneamente las primeras fascinaciones del
tacto, de la manipulación, de la luz encarnada en materia y hecha puro
color. De alguna manera, su pintura madura ha rehecho mil veces esos
valores sensoriales con la misma dedicación técnica y la misma maña
constructiva que la del mecánico, pero con la vista siempre vuelta hacia
la naturaleza.
La naturaleza. esa es la gran fascinación
de un Mieres que pasó de la figuración aproximadamente expresionista a
la abstracción matérica para descubrirse finalmente como un creador no
de paisajes pintados, sino de pintura hecha territorios; campos
de óleo solidificado donde ha labrado, roturado, peinado sembradíos,
construido parcelaciones y topografías y también incluido todo tipo de
objetos: piedras, latas, conchas de moluscos, calaveras para habitarlos y
hablar de la vida y la muerte, el paso del tiempo y la conflictiva
relación de los seres humanos con su medio natural.
Este
último ha sido, sin embargo, el tema que ha ido ensanchándose en la obra
de Mieres hasta revelar por una parte, en lo más personal, una
sensibilidad que busca sincronizarse con la naturaleza y sus ritmos (los
haikus de Mieres, sus pequeños poemas a la japonesa,
testimonian esa pulsión) y que, en lo colectivo, agita su pintura con un
prurito que es abiertamente ecologista en el último tramo de su
trayectoria. Y eso que la naturaleza se revolvió contra él un par de
veces. Dos incendios, uno en los años cincuenta y otro en 1994,
devoraron su estudio y buena parte de su obra. Estoico, peleón
y correoso, Mieres le respondió reinventándose: las cenizas también
pueden ser fértiles.
Docente y polemista
Pero
Mieres, ha sido también docente y polemista, en el sentido menos
frívolo de la palabra. Hizo de casi todo en la vida hasta asentarse en
la cátedra que le trajo a Gijón en 1960 y que le permitió dedicarse a la
pintura que, durante los duros años previos, estuvo a punto de
abandonar. Si su plaza le dio el respaldo económico para ser plenamente
artista, no fue a costa de olvidar al docente. Más bien al contrario. La
pasión del artista siempre se comunicó con la del maestro. Como
profesor, Alejandro Mieres fue un atrevido y activo pedagogo que trató a
sus alumnos como iguales -algo insólito en mitad de aquella apoteosis
de la pedagogía de la autoridad- y que llegó incluso a crear unos
cuadernos de dibujo propios para sus alumnos.
Esa misma vocación pedagógica ha presidido
también su actividad extraartística en público. Por el lado más
didáctico o por el más peleón, se ha traslucido en su gusto por la
discusión nutricia y la crítica que aporta, sus escritos a medios de
comunicación, sus textos en catálogos y su conversación incansable,
ávida de saber, afilada, cordial y a menudo socarrona. Mucho más que
suficiente para dejar huella en una ciudad y en una región de la que
Mieres forma ya parte como el paisaje de su Castilla natal y su Asturias
de renacido forman parte de él. Lo reconoce esta medalla que le
prenderá el presidente del Principado como él prendió, con menos
ceremonia, la de una de sus visiones en la parte más visible de la costa
asturiana, de fuerza de la naturaleza a fuerza de la naturaleza.
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