Un único
testigo no es suficiente para corroborar un hecho. Es un principio
clásico de frecuente uso entre historiadores. Hay situaciones, en
efecto, para las cuales solo existe una fuente. ¿Es por ello
necesariamente creíble? En otros casos, hay varias. Con tal de que sean
dos se plantea un problema: ¿A cuál dar mayor credibilidad si muestran
contradicciones entre sí? Raro es el historiador que no se haya visto
confrontado con uno de estos dos dilemas. También forma parte de la
experiencia diaria de periodistas y comunicadores de pro. ¿Puede creer
uno todo lo que se le dice?, ¿todo lo que lee? Suscitar la pregunta es
ya responderla. Las respuestas pueden ser múltiples, pero en general se
anudan en torno a dos categorías. En primer lugar, es preciso examinar
la consistencia interna de la fuente cuando ello es posible. En segundo
término, es absolutamente preciso contextualizarla, encajándola con la
evidencia que alumbre el entorno en el que se produjera o se diese a
conocer. Y si nada de ello permite llegar a una conclusión definitiva,
no hay más remedio que exponer las diferentes posibilidades que las
pruebas arrojan. Yo siempre parto de una máxima atribuida a Bertrand
Russell: “Cuando los expertos están de acuerdo entre sí, no cabe
sostener que una opinión contraria pueda ser cierta; cuando tales
expertos no están de acuerdo, un no experto no puede considerar cierta
una determinada opinión propuesta por ellos; cuando todos los expertos
mantienen que no existen suficientes razones para dar una opinión
positiva, un hombre corriente haría bien en no adoptar juicio al
respecto”.
Sorprende,
en cualquier caso, que periodistas, gacetilleros, pelotas del
“Caudillo” y algún que otro historiador se hayan tragado enterita la
versión que de lo ocurrido a Balmes el 16 de julio de 1936 expuso al día
siguiente ante el juez militar instructor del sumario, el comandante
José M. Pinto de la Rosa (citado por aquel autor tan distinguido como
fue el profesor Ricardo de la Cierva), el chófer del general, que lo
había conducido -según dijo- al campo de tiro. Más aún nos sorprende que
algunos de los comentaristas en la prensa digital nos hayan criticado
por haber hecho caso omiso al soldadito que llevó a Balmes adonde le
aguardaba su destino.
A periodistas, gacetilleros, pelotas y aprendices de historiadores
(hombres piadosos, no me cabe la menor duda) no estará de más recordar
lo que dice el Deuteronomio (19, 15), que supongo habrán visto en alguna
ocasión. (En la derecha pro-franquista todavía perdura algún relente
del nacional-catolicismo y ya se sabe que en aquellas poco añoradas
escuelas en la asignatura de “Religión”, que era “maría” pero no por
ello optativa, solía hacerse referencia a los textos sagrados). Acudiré,
pues, a la traducción on line de la Biblia de Jerusalén para recordárselo por si las moscas: “Un
solo testigo no es suficiente para convencer a un hombre de cualquier
culpa o delito; sea cual fuere el delito que haya cometido, sólo por
declaración de dos o tres testigos será firme la causa“. Menciono
ante todo esta traducción para que no se me acuse de prejuzgado.
Personalmente, cuando consulto la Biblia siempre lo hago en primer lugar
a la gran versión en inglés, de una belleza poética incomparable, del
rey Jacobo I. La idea en ambos casos es, por supuesto, la misma si bien
más reiterativa en el segundo: “one witness shall not rise up
against a man for any iniquity, or for any sin, in any sin that he
sinneth: at the mouth of two witnesses, or at the mouth of three
witnesses, shall the matter be established”. En castellano castizo, más valen tres testigos que dos y dos siempre más que uno.
Este principio bíblico, muy razonable, tuvo entrada en el derecho
romano. Como muchos de los defensores de la versión tradicional habrán
estudiado Derecho (servidor se inclinó hacia otros saberes), seguro que
saben que dicho principio fue tenido en cuenta por el Código de
Justiniano. Este, para los no juristas, fue la recapitulación
relativamente tardía de siglos de experiencia en la aplicación de lo que
será fuente del derecho continental europeo, es decir, el romano. Es
más, los que hayan sentido algo de curiosidad por la historia de su
disciplina (que en mi época había que estudiar obligatoriamente en la
Facultad) también quizá hayan leído que el dichoso principio lo
aplicaron sistemáticamente los tribunales de justicia en la Edad Media. A
lo mejor me equivoco, pero también sigue teniendo validez en el derecho
anglosajón en donde se define como “a law principle expressing that a single witness is not enough to corroborate a story”.
Utilizado en nuestro caso me parece que se necesita ser un poco
maxicrédulo para prestar, en un tema en lo que se dilucida es un
asesinato, demasiada atención a las declaraciones de un simple chófer
cuyo nombre se había perdido en las brumas del pasado. O, al menos, eso
creí hace varios años al ocuparme de él en LA CONSPIRACIÓN DEL GENERAL
FRANCO. Incluso pensé que podría haberle ocurrido un accidente. Cosas
que a veces ocurren con testigos incómodos, como bien saben los lectores
de novelas policíacas. En realidad aquel preciado testigo no
experimentó el menor contratiempo. Me pasé de suspicaz. Al contrario,
tuvo su recompensa.
Jamás, que se sepa, se vio expuesto a los riesgos y peligros de la
guerra, a los piojos de las trincheras y al hedor de las letrinas
colectivas. Pero tal vez los gacetilleros y comentaristas de pro tengan
mejores informaciones. Servidor está siempre abierto a examinar todo
tipo de pruebas documentales.
El chófer Escudero Díez, que tal fue su nombre, vivió, según se
desprende de su impoluto expediente militar, una guerra
extraordinariamente cómoda. A los pocos meses se le trasladó a la
Península, se le movió de un lado para otro, nunca se le dejó que
permaneciera demasiado tiempo en el mismo sitio y fue ascendiendo desde
la modestia ínfima de un voluntario ingresado -al parecer- en el
Ejército a nivel de turuta vulgar y corriente. Así pasó por los
escalones de cabo primero, sargento, brigada y teniente. Desde fecha
temprana siempre en la escala de tierra de lo que terminó siendo el
Ejército del Aire. Incluso pretendió llegar a capitán pero no lo
consiguió. No está explicado porqué. A lo mejor no fue tan listo. O
alguien se enfadó con él.
Su expediente es rico en pormenores y a partir de su ascenso a
teniente en 1953 resulta cansinamente detallado. Sin embargo, encierra
algunos interrogantes. No pegó jamás en su vida un tiro, pero se le
acreditó su valor, algo que exigía haber participado en combates y haber
tenido la capacidad de demostrarlo. Hizo un servicio militar algo más
que anodino, pero en 1940 se le reconocieron tres condecoraciones,
incluso las dos relacionadas con actos de armas. Se trató de la Medalla
de la Campaña, la Cruz Roja al Mérito Militar y la Cruz de Guerra. No
está nada mal.
Su trayectoria en el Ejército se basó en lo que dijo a sus superiores
en noviembre de 1936. Estos, caballeros cristianos, lo aceptaron como
palabra de Evangelio, no en vano el coronel en cuestión que respaldó las
declaraciones de Escudero con su firma se había destacado como notorio
repressor tras la sublevación. El chófer afirmó que en julio la hoja de
filiación no había llegado todavía a Canarias porque permaneció en
Madrid y quedó en poder de los “rojos” (sic). El lector ya supondrá que
no ha sido posible encontrarla en ningún archivo, pero quizá los
historiadores pro-franquistas tengan en el futuro más suerte que
nosotros que especulamos si no podría haber sido incluso un pistolero a
sueldo de cualquier organización de la extrema derecha o de la extrema
izquierda (esto último algo menos probable). O, puestos a pensar mal,
que alguien la destruyera después del “accidente” sobre el cual tuvo que
declarar a Pinto de la Rosa.
Quizá por esa inescrutabilidad inherente a muchos de los designios
del Alto Mando en forma de enrevesadas formulaciones burocráticas, su
expediente personal fue corregido como consecuencia de órdenes de
personajes de tanta enjundia como el general Subsecretario del Ejército
del Aire o el general en jefe de la Región Aérea en donde Escudero
prestaba servicios. No nos parece algo muy habitual para el caso de un
mero brigada pero, como es sabido, tales designios son inescrutables.
El antiguo chófer murió, por desgracia, tempranamente, a los
cincuenta años a consecuencia de una cirrosis hepática. Dada la
etiología habitual de esta dolencia, tal vez podría especularse si no le
disgustaría echarse (¿de vez en cuando?) un trago de más al coleto. Con
él desapareció, el 27 de septiembre de 1965, uno de los testigos del
caso Balmes.
Hay que decir uno porque hubo otro u otros, que naturalmente se
abstuvieron de manifestarse. Dado que las lesiones orgánicas que sufrió
el general solo pudieron proceder de un disparo hecho a quemarropa por
debajo de la axila izquierda, el testimonio de tales personas no hubiera
apoyado el argumento de que Balmes hubiese tenido la todavía más
extraña costumbre de desencasquillar sus pistolas apoyándolas en aquel
lugar del cuerpo. Ni siquiera los militares más dóciles a las
ocurrencias de Franco y de sus inmediatos adlátares hubieran podido
creérselo.
Es decir, en el campo de tiro en el que Balmes fue baleado no estuvo
tan solo el chófer (que por consiguiente no fue el único testigo) sino,
al menos, el baleador y quizá algún otro personaje. Hoy podemos tirar a
la papelera los discursos y las versiones de Ricardo de la Cierva y de
todos sus ilustres antecesores, empezando por Arrarás (el primer
biógrafo del invicto Caudillo). Sus fantasias han hecho estragos entre
los historiadores desde Ricardo de la Cierva, pasando por Luis Suárez
Fernández (ambos autoridades en la materia) y hasta los que han rozado
el tema en la actualidad. Incluso algún militar.
Es más, hemos argumentado en EL PRIMER ASESINATO DE FRANCO que uno de
los conspiradores que necesariamente tuvo que estar metido hasta el
cuello en el suceso fue el juez ante el cual el chófer hizo su
deposición el día del entierro. Nos referimos a Pinto de la Rosa, a
cuyas memorias (disponibles fácilmente en Internet) cabe retrotraer la
extraña costumbre de desencasquillar pistolas “por la tripilla” que un
comandante llamado José Fiol atribuyó a Balmes. Costumbres tomadas de su
experiencia en las guerras contra los moros.
Pinto de la Rosa ha pasado como de rositas (nunca major dicho) por el
episodio que narró a su manera intercalando granos de verosimilitud con
montañas de paja. Tal combinación le permitió autopresentarse como un
jefe inspirado por el ejemplo de Franco cuando este decidió sublevarse
el 18 de julio de madrugada y cual fiel cumplidor de las órdenes que le
dio el sucesor de Balmes al frente de la guarnición de Las Palmas (un
teniente coronel hiperdesconocido que, por cierto, también estaba
mezclado en los preparativos de la rebelión). Innecesario es señalar
que, con tales antecedentes y los servicios prestados al “GMN” (glorioso
movimiento nacional), de la Rosa llegó a general. No sé si la fortuna
sonríe a los valientes, pero a varios oficiales y jefes mezclado en la
trama para liquidar a Balmes sí les sonrió la esclarecida bondad de
Franco.
DdA, XIV/3767
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