Julia Rosa García es viuda de Juan Antonio Cabezas (1900-1993), un periodista y escritor a quien este Lazarillo conoció en Madrid poco después de sus inicios en el oficio y Juan Antonio creo que lo prolongaba más allá de la bien ganada jubilación. El encuentro tuvo lugar en la vieja sede del diario ABC, en la calle de Serrano. Julia Rosa acaba de cumplir un siglo y la revista asturiana de información y pensamiento Atlántica XXII ha rescatado para la ocasión un reportaje publicado en el número 14, que data de mayo de 2011, con fotografías de María Arce y texto de María Antonio Mateos. Para este Lazarillo es muy interesante la personalidad profesional de Cabezas porque, aparte su gran biografía de Leopoldo Alas "Clarín", a quien admiraba, formó parte de la redacción en Gijón, durante la Guerra de España, del diario socialista Avance, dirigido en esa tercera etapa -como en las dos anteriores- por el periodista madrileño Javier Bueno Bueno, de quien Juan Antonio guardaba emocionada memoria y sobre quien hablamos en alguna ocasión. Bueno fue fusilado por las autoridades de la dictadura naciente pocos meses después de la entrada de las tropas golpistas en Madrid, en septiembre de 1939. Cabezas vio conmutada la pena capital por la de prisión y en la cárcel de Porlier mantuvieron los dos periodistas la última charla, de la que se habla en el reportaje y que Cabezas reflejó en uno de sus libros sobre la guerra. Algún día espera este Lazarillo visitar en la localidad asturiana de Tapia de Casariego el legado de Juan Antonio que custodian tres mujeres muy queridas en su vida: su viuda, su hija y su nieta. Ya es hora de cumplir lo que me propongo cada verano.
María Antonia Mateos / Periodista.
De espaldas al mar Cantábrico y bajo la espléndida luz transparente
del occidente astur, Julia Rosa García (1917) teje vendas para leprosos
en un salón atestado de libros y cuadros. Frente a ella, su hija, Julia
Cabezas García (1946), teclea un artículo gastado de su padre, recién
rescatado de una olvidada colaboración sin firma en El Carbayón.
De vez en cuando interrumpe el trabajo y lee en voz alta, para delicia
de su madre. Sí, es de Juan, qué duda cabe, su estilo inconfundible está
ahí. Lo mismo piensa la nieta, Elvira Bobo Cabezas (1981). Las tres son
mujeres cultas, inteligentes y fuertes. Pueden pasarse horas hablando
del abuelo.
Julina, Mamina, Santina
Mamina, como la llaman en Tapia, donde vive con su hija
desde hace unos años, conoció a Juan Antonio Cabezas en San Martín de
Lodón (Belmonte) en los años veinte, cuando el periodista llegó al
pueblo como novio de Julia Moro, adorada madrina de esta otra Julia
nonagenaria, entonces una niña. “Era una persona buena y especial, un
hombre que se hacía querer”, recuerda. El escritor se casó con la
madrina y tuvieron tres hijos. Dispuesto a dedicarse a la escritura,
dejó la dirección de El Carbayón, pero la Guerra Civil irrumpió
como un drama feroz, rompiendo planes y diseminando a la larga familia
maltrecha. Julia Moro quedó con su hijo pequeño en el Oviedo asediado y
allí murió de tifus. Él, que había logrado escapar de la capital, miró
desde las trincheras hacia su domicilio de la humeante calle de Martínez
Marina durante meses, ansioso de noticias que no llegaban.
Durante la guerra Julina cuidó a los dos hijos mayores
en San Martín y, cuando Cabezas pasó a formar parte de la redacción de
aquel épico Avance dirigido por Javier Bueno en Gijón, allá se
fue con los niños, cerca del padre. Sufrió tifus y llegó a ser
desahuciada, perdió el pelo y la voz, pero acabó recuperándose de forma
casi milagrosa. Ante la más que inminente caída de Gijón en octubre de
1937, el periodista envió a la familia a San Martín mientras él se unía
sin suerte a la aventura de alcanzar la costa francesa a bordo del Montseny.
Acabó preso en Cedeira (Galicia). Como tantas otras mujeres asturianas,
Julina, al cargo ya de los tres pequeños, reunidos tras el final de la
guerra devastadora, viajó a Cedeira: “Hasta allí fui, a llevarle ropa y
todo lo que necesitaba. La gente del pueblo se portaba muy bien, les
dolía lo que les pasaba a los presos”.
Condenado a muerte, Juan Antonio Cabezas abre con la
pluma la puerta de su celda gallega cuando se presenta a un concurso
literario y logra formar parte de la plantilla de Redención, el
periódico de los reclusos con sede en Vitoria. Después vendría el
traslado a las cárceles madrileñas de Porlier y Yeserías, siempre con la
condena a muerte como una tortura diaria. En 1940 Julina se instala en
Madrid con los niños. “Se iban haciendo mayores y él quería tenerlos
cerca. Se fueron internos a un colegio que tenía Prisiones para los
hijos de los presos y yo me fui con ellos. No había estado nunca en
Madrid, pero me defendí bien sola. Cada semana llevaba a los niños a ver
a su padre y a él le llevaba ropa y notas para los libros que escribía
en la cárcel”. Y en cada visita va surgiendo el amor. Liberado de la
pena de muerte en 1941, el escritor puede pensar en el futuro sin la
angustia de las recurrentes pesadillas de esqueletos que desfilan ante
un tribunal siniestro. Se casan en la cárcel de Yeserías en 1943, el año
en el que Cabezas recobra la libertad. “Cuando salió sólo pensaba en
escribir. Nos fuimos a vivir a una pensión, luego conseguimos un piso y
ya se vinieron los niños. Madrina siempre decía que no tenía miedo a
dejar a los hijos porque sabía que yo me ocuparía de ellos como si
fueran míos, parece que presentía algo. Así los traté siempre, como si
fueran mis hijos”. Pronto llegarían los propios: Félix y Julia. Cabezas
había ganado ya el Premio Fastenrath de la Academia Española y publicaba
su primer artículo en ABC. En ese tiempo difícil, su esposa es
ya “Santina” para el escritor. En palabras de Valentín Andrés Álvarez,
“la mujer que le ayudó a vivir la vida”.
Elvira, Julia Rosa y Julia en su casa en Tapia. Foto / María Arce.
Julia, Dorita
A Julia, la hija pequeña de Juan Antonio, la que más se
parece al padre por fuera y por dentro, le pusieron por segundo nombre
el de su madrina, la escritora Heliodora Sedano. Para distinguirla entre
tantas Julias, la familia y los amigos siguen llamándola Dorita. Así la
llamaba aquel padre bienhumorado que no cesaba de escribir en una casa
frecuentada por amigos asturianos que iban recalando en la capital. No
hablaban de la guerra. Por eso ella no entendió nada cuando oyó en casa
que a su padre le quitaban el Premio Nacional de Teatro porque era rojo.
“Pasaron muchas cosas así, pero él no lo vivía con rabia. En el 59,
cuando Ovidio Gondi le invitó a una reunión en Israel, no le dejaban
salir por tener antecedentes, que no le quitaron hasta 1964. Al final
pudo ir con un pasaporte solo válido ‘para Israel y países en tránsito’.
Él se reía, era incapaz de odiar”. ¿Le cortó una mayor proyección ese
pasado? “No, no era de trepar, era algo ajeno a él eso de ser ‘un
sacasillas’, como decía. Era cordial, pero no de adscribirse a ningún
círculo”.
Cabezas empezó a hablar de la guerra y la cárcel en los
años setenta, cuando era un escritor más que reconocido y había ganado
premios relevantes. Félix y Julia, estudiantes de medicina, se traían a
compañeros a casa, Julina preparaba tortilla y empanada y se entablaban
tertulias hasta las tantas de la madrugada. Era el final del franquismo,
los jóvenes se interesaban por el pasado y él les contaba las aventuras
vividas con humor, sin dramatismos. “Solo lo vi emocionarse cuando
nombraba a dos personas: Clarín y Javier Bueno, un referente moral para
él”. Tanto que fueron las últimas palabras de Bueno las que siempre tuvo
presentes para encarar los largos años de la dictadura. Cuando algunos
acusan a Cabezas de poco menos que colaboracionista con el régimen, su
hija rememora aquel encuentro. “Bueno sabía que para él no había
remedio, pero le dijo a mi padre: ‘Debéis utilizar todos los medios que
no sean indignos para salvar la vida. En esta situación de vencidos solo
se puede aspirar a eso. Aprovechar todas las oportunidades que ofrezca
el vencedor’”. Ese y otros encuentros narrados en aquellas reuniones
pasaron luego a Asturias. Catorce meses de guerra civil (1974).
En un pasaje del libro Cabezas escribe: “Los que sólo tenemos ideas
liberales o quijotescas, no sometidos a la disciplina de los partidos,
estamos en tierra de nadie. Recibiremos los golpes por partida doble”.
Julia tiene claro que su padre “era un liberal sin partido, tuvo que
tomar partido por las circunstancias, lo hizo a conciencia y pagó por
ello. Cuando el PSOE ganó las elecciones de 1982, alguien le comentó:
‘Estarás contento, ahora vienen los tuyos, pedirás la revancha’, y él
contestó: ‘¿La revancha de qué? No tengo que pedir cuentas de nada’”.
Elvira
“Estamos a pocas horas de Elvira”, decía un octogenario
Cabezas cada vez que su hija Julia anunciaba una inminente visita con la
nieta. “Nada más que llegaban se encerraban en el despacho y estaban
allí horas”, comenta la abuela. Elvira recuerda bien esas visitas: “En
su escritorio tenía una carpeta de cuero bajo la vieja máquina de
escribir donde yo guardaba todos mis dibujos, me sentaba en sus rodillas
y sacaba miles de plumas y bolis antiguos y pintábamos y escribíamos
durante horas. Cuando cumplí ocho años me entregó un sobre que ponía ‘En
propia mano’. Era un relato que me había escrito. Se titulaba Las vacas también sueñan
y ahora es un pequeño tesoro para mí”. Juan Antonio Cabezas murió en
1993 como quiso siempre: con las botas puestas, escribiendo hasta el
final. No pudo ver ya cómo su nieta cambiaba a última hora una
previsible carrera de medicina por el periodismo. No cree que en esa
elección pesara la figura de su abuelo, pero sí en su forma de encarar
la profesión. “El periodismo que yo imaginaba tiene más que ver con el
de mi abuelo que con el de hoy, el periodismo a granel, con una impuesta
impersonalidad y falta de pulso y de estilo. Si existe eso de un modelo
de vida, para mí ese es mi abuelo. En él se juntan dos factores poco
frecuentes: una bondad infinita y una gran inteligencia e intuición
natural”.
Elvira ha escrito el prólogo a la reedición de Clarín. El provinciano universal
(2010), trabaja en una tesina sobre la represión franquista a través de
la experiencia de su abuelo y estudia filosofía. “Muchas veces cojo
libros clásicos suyos y me encuentro un Nietzsche subrayado por todas
partes y es como si pudiera hablar con él”. Su madre, que sigue
incansable recopilando artículos, ordenando carpetas y preparando
reediciones de obras descatalogadas, quiere que Elvira aproveche esa
labor para escribir una biografía del abuelo. “Seguro que lo haré”,
admite ella, “su biografía valdrá la pena por él y por la época que
vivió. Ha dejado una parte hecha, pero se trata de contar quién era ese
hombre que supo captar tan bien el alma de Clarín o sobrevivir sin
rencor a la tortura de la condena a muerte, y que a los ochenta años
seguía mirando a su esposa como un adolescente”. Julia lee en voz alta
la dedicatoria de uno de los libros que maneja para sus trabajos: “Para
Julina, a la que debo una permanente colaboración tan eficaz como
silenciosa en toda mi obra. Con todo mi amor”. La abuela lo escucha y se
emociona; baja la mirada acuosa y sigue tejiendo.
Juan Antonio Cabezas, con su mujer, su hija y su nieta en Madrid en 1985. Foto / María Arce.
La pluma y la familia
La viuda de Cabezas mira los álbumes de fotos que
atesora en la casa de Tapia y no se explica cómo fueron capaces de sacar
adelante a cinco hijos “solo con la pluma”. “Escribiendo siempre, el
pobre. Yo hacía de secretaria, de correctora, de lectora; lo ayudaba en
todo lo que podía. Se pagaba muy poco, tenía que trabajar mucho y en
muchos sitios”. Más de sesenta libros y de 12.000 artículos dan fe de
ese trabajo incesante. La hija recuerda una anécdota: “Una vez quería un
abrigo y entré a su despacho a decirle que escribiera otro artículo
para comprármelo. ‘Sí, sí, mi santa’, me respondió. Conseguí el abrigo”.
Sus escritos y su familia fueron los motores que ayudaron a Cabezas a
vivir, los pilares más sólidos en una azarosa existencia que abarca un
siglo. Tan sólidos que ahí siguen, parando testarudos las aguas del
olvido.
DdA, XIV/3745
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