Alicia Población Brel
El pasado viernes tuve el placer de
escuchar a la maravillosa solista Patricia
Kopatchinskaja, acompañada por la Rotterdam Philharmonic en el auditorio Doelen
de esta ciudad. El concierto se presentó
con una folklórica primera parte que contenía el Concierto Rumano de Ligeti y
el Concierto para violín de Stravinsky.
A
menos que seas un entendido, nadie diría que la primera obra era de Ligeti.
Compuesta en 1951 el compositor húngaro la alumbró guiado por la añoranza a su patria, Rumanía, y siguiendo los estilos de sus modelos, Bartok y
Kodáli. Una muy buena interpretación de la orquesta sacó algunas sonrisas ante
las armonías folklóricas que parecían mantener un diálogo en el escenario. Él
último movimiento basado en la alternancia de solos y coros presentaba giros y
ritmos que recordaban a las danzas rumanas de Bartok. Gustavo Gimeno, el
director, supo llevar con decisión la orquesta, trasladando al oyente a la
Rumanía profunda.
Tras
los aplausos correspondientes a la primera obra, dio comienzo el concierto de
violín. Se trata de un concierto compuesto casi para cámara en vez de para
solista. Los diálogos constantes entre el violín y los instrumentos de la
orquesta demuestran el poco interés que tenía Stravinsky en resaltar el
virtuosismo del interprete. “Los
virtuosos, para tener éxito, están obligados a buscar triunfos inmediatos y
prestarse a los deseos del público que, en su mayoría, pide efectos
sensacionales por parte del intérprete. Esta preocupación influye en el gusto
de este”, decía el compositor ruso. De hecho no compuso cadencia para el
concierto ya que: “mi interés no reside
en explotar lo virtuoso del violín sino en el violín en combinación”.
El
neoclasicismo que Stravinsky exploró entre 1920 y 1950 puede encontrarse
claramente en la estructura general del concierto. El compositor decidió
combinar la alternancia disonancia-consonancia, rasgo característico en sus
composiciones, con un contrapunto barroco o un
empleadísimo círculo de quintas. Patricia Kopatchinskaja salió al escenario
descalza y con esa mirada viva que parecía escrutar cada rincón de la sala. El
primer acorde de undécima sonó claro y conciso llenando el auditorio. La
energía de la solista parecía contagiar al público, casi podía sentirse la
excitación de los oyentes con cada nota llevada al extremo. Una pena que la
orquesta no respondiera de la misma manera: con corrección y tempo, pero no con
suficiente energía.
La solista, de
ascendencia moldava-austriaca, nos regaló dos bises. Comenzó con el tercer
movimiento de la Suite para clarinete, violín y piano, de Milhaud. Tocó con una
excelente complicidad con el clarinete solista de la orquesta, Julien Hervé,
que no decepcionó. Tras los aplausos incansables, sonó el segundo movimiento de
la Sonata para violín y cello de Ravel. Un delicado papel para el líder de la
sección de cellos, que tampoco defraudó a la audiencia. La artista nos dejó
claro su gusto por compartir esa energía que la caracteriza con otros músicos y ofrecérsela a raudales al público.
Después de la excepcional
primera parte del concierto, en la segunda se interpretó la Suite Romeo
y Julieta de Prokofiev. Ante una orquesta que no supo transmitir la energía que ya le faltaba
acompañando a Kopatchinskaja, el auditorio se sumió en una atomósfera tediosa
muy diferente a la que había inundado la sala durante la primera parte. El
director tampoco supo encontrar ni el carácter ni el empuje que hubieran
llevado a una interpretación menos intrascendente.
Fue
una auténtica lástima despedirse con ese insípido sabor de boca. Quizá con ello
debamos plantearnos si realmente no compensaría hacer conciertos más cortos
cuando van a alcanzar la intensidad a la que llegan con solistas como Kopatchinskaja.
DdA, XIV/3716
DdA, XIV/3716
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