Jaime Richart
Para entender esto,
como tantas otras cosas que no son precisamente poco complejas, es preciso
tomar la máxima distancia en tiempos en que todo criterio social,
principalmente de corte periodístico, está basado en verdades a medias consecuencia
del acuerdo de pequeñas o grandes minorías compuestas al fin y al cabo de particulares.
Siempre se ha dicho como
lugar comun, de tejas abajo y en general en caricatura, que el catalán es una
persona muy apegada al dinero, que aquilata el céntimo como ninguna otra de la
piel de toro. De modo que según esto, sería un ser que vive, como vulgarmente
se dice, con los pies en el suelo y por consiguiente poco romántico y menos
idealista. Sin embargo, la realidad es que vive con un sentimiento latente que
nada tiene de práctico: el anhelo de independencia política de los Països
Catalans. Con lo que todo su
sentido práctico se diluye paradójicamente en esa idea que desde siempre viene
resultando utópica, pero que, como toda idea utópica, tiene una fuerza colosal.
Una idea, un deseo que vive latente se diría desde siempre. Una idea, un
idealismo forjado con la fuerza de la utopía que se ve siempre no como algo
imposible sino como algo que acaricia ccn las manos pero que está muy
condicionado al kairos de los antiguos griegos, es decir al momento
oportuno que nunca acaba de llegar. Ese idealismo está concentrado en el
espíritu de millones de catalanes y de catalanas, y difícilmente puede y debe
obviarse sin tener conciencia de una enorme frustración que acompaña
permanentemente al individuo.
Empecemos por decir que
el idealismo es un nutriente fundamental para el nervio de la sociedad. El
idealismo puede quedar reducido a una mera aspiración personal y no ser por
tanto colectiva. El idealismo (independientemente de la teoría filosófica que
lo divide en objetivo y subjetivo) en sentido común sitúa como anhelo, como
algo deseable para todos, lo que hoy no es posible conseguir ni realizar. Sin
embargo, la historia de cada sociedad evoluciona mucho más a golpe de acciones
idealistas de individuos más o menos aislados o más o menos concertados con
otros, que por conocer al dedillo su historia. Otro tópico, éste, que gravita
en torno a la suerte de los pueblos... Porque todos los pueblos conocen su
historia, y los que la repiten para su desgracia no es por desconocerla sino
por la resistencia al cambio de las clases predominantes o también por
fatalismo. Desde luego, en momentos como los que se viven en España el
idealismo de millones de personas domina la escena. Pero, por supuesto, no
hablo de ese falso idealismo de los que repentinamente sienten un inflamado
patriotismo a la contra sumándose a mayorías a su vez más o menos dirigidas. No
me refiero a un rampante patriotismo que trata de sofocar el otro y reducir por
la fuerza a minorías para sumirlas en la totalidad, que es lo que está
sucediendo. No. A este patriotismo reactivo se le llama oportunismo,
pragmatismo, sed de más dominio.
El idealismo es la idea
que toma cuerpo en quienes van a contra corriente, que combaten el
obstrucionismo de los que bloquean sus razonables aspiraciones de
autodeterminación y anhelos de autogobierno en unas condiciones sumamente adversas por esa
voluntad de dominio. El idealismo pasa por la incomodidad de posicionarse junto
a las minorías que a su vez idealizan su vida y sus aspiraciones; minorías
débiles no tanto por su número como por su capacidad de respuesta que se
enfrentan a las
minorías principales dotadas
de todo el poder y de toda la fuerza
para imponer su interés y su capricho amparados en una dudosa legalidad; una
legalidad derivada de la interpretación interesada de una norma, una norma de
las muchas que dentro del mismo contexto ellos mismos, los gobernantes y sus
exégetas, han conculcado permanentemente. Una “legalidad” dirigida a impedir manu
militari (y para colmo de la indignación) antes de la hipotética
declaracion de independencia, conocer por las urnas el deseo cuantitativo de
una población acerca de su destino. Minorías (poder político, judicial y
periodístico) que arrastran tras de sí a la gran mayoría de la población para
legitimarse contra el idealismo de los otros, que es la historia de tantas
otras independencias logradas a lo largo de procesos a menudo a sangre y fuego.
Independencia que, una vez lograda, abandona el sustrato idealista que le dio
vida, para dedicarse a las cosas mundanas.
En definitiva, el
idealismo de la independencia bien puede ser en Catalunya el último refugio de
los frustrados; de los frustrados, no tanto por la hipotética corrupción de sus
dirigentes cercanos que pudieron derivar fondos públicos precisamente para la
causa independentista, como por el hastío causado por tanto abuso y tanta
depravación de los dirigentes centrales. Es decir, esos individuos
pertenecientes a la casta de los dominadores que hacen suyos a todos los
territorios que forman parte de una península muy bien delimitada geográficamente, pero que entre ellos sólo tienen en común las vírgenes y el
jamón.
DdA, XIV/3659
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