El 9 de mayo pasado publiqué un post más en una una serie que
pretendía alumbrar la situación concreta de hambre que reinó en España
después de la guerra civil y el comienzo de la europea. Utilicé
documentación española y británica como instrumentos fiables para
enmarcarla. Cuando ya me acercaba al final de la serie surgió la
necesidad de realizar unas cuantas aclaraciones y puntualizaciones sobre
las responsabilidades compartidas entre franquistas y nazis en la
dinámica de guerra y de colaboración que condujo a la destrucción de
Gernika. Un tema en el que siguen subsistiendo tesis opuestas a las
mías. Dicha interrupción me tuvo ocupado hasta finales de julio, algo
más de lo que preveía. Después llegó la temporada de vacaciones en la
que siempre he interrumpido este blog. ¿Cuántos se preocuparán
por temas del pasado en medio de los atractivos y alicientes del verano?
Nadie podía pensar en el shock de los atentados yihadistas en Cataluña.
Ahora, al plantearme la reanudación del blog, me cuesta un poco de
trabajo dejar sin terminar la serie sobre el hambre. De aquí que en este
post y en el próximo la concluya. En las vacaciones, que por cierto
continúo en Grecia, he tenido tiempo de pensar en temas adicionales que
espero poder ir desgranando progresivamente. En cualquier caso trataré
de mantenerme en el pasado sin caer en la tentación de referirme a
tiempos actuales. Este es, esencialmente, un blog de historia.
Volviendo a la posguerra lo primero que hay que señalar que no solo
los británicos o los norteamericanossino también los nazis sabían
perfectamente que bajo Franco reinaba el hambre. Era una realidad
inocultable. Así, por ejemplo, el embajador alemán Eberhard von Stohrer,
que llevaba años representando al Tercer Reich en España, envió el 15
de noviembre de 1940 a Berlín un desgarrador despacho sobre la
situación alimenticia. No la describió como próxima a la hambruna sino
prácticamente como tal. Había empeorado desde la famosa visita de
Serrano para escuchar los cantos de sirena de los jerifaltes nazis.
El
déficit de trigo, para la alimentación y la siembra, superaba el millón
de toneladas, según el embajador. En estas condiciones era evidente que
el descontento popular no podía sino aumentar. Tal descontento se
manifestaba no solo en una creciente crítica al régimen sino también en
el deseo, cada vez más ferviente, de evitar la entrada en guerra. Se
echaba la culpa a Alemania por las carencias alimenticias dado el chorro
de exportaciones que se enviaba a tal país. No necesitó señalar que era
la más dura y pura realidad porque en Berlín el tema no despertaba la
menor preocupación. Los nazis siempre tan simpáticos…
Habría que añadir, para ser exactos, que los británicos seguían sin
fiarse un pelo de Franco. Temían que si, por ejemplo, levantaban la mano
en la concesión de navicerts para que el cereal argentino pudiera
llegar en grandes cantidades a España correrían dos riesgos: dar un
respiro al dictador y permitirle acumular stocks. No era posible ser
demasiado generosos. Lo que estaba en juego era la supervivencia del
Reino Unido y la necesidad de evitar por todos los medios que España
basculara del lado del Eje. El control de los ritmos de tolerancia para
los suministros de ultramar se había convertido en un arma de guerra.
Tampoco, claro, había que mantener a los españoles en la hambruna.
Mientras tanto, era tolerable que los falangistas gritaran a porfía su
desprecio por la hipócrita Albión. El coste real era mínimo.
Franco se sentía incómodo. O hacía como sí. Tuvo ocasión de exponer
su berrinche, más o menos fingido, al embajador portugués a finales de
enero de 1941. En una de sus entrevistas se lanzó a un feroz ataque
contra los británicos. Los acusó de tratar de doblegar a España
(susurremos, por lo bajines, al “Imperio en formación”) gracias al
hambre que fomentaban (sic). No le faltó el toque de paranoia. Habían
ocupado España con millares de espías (sic) que excitaban a los “rojos” a
la revolución.
El portugués, muy sorprendido, replicó que le extrañaría mucho pero
Franco insistió tanto que su interlocutor, consciente del dicho de que
“cuando veas las barbas de tu vecino pelar, pon las tuyas a remojar”,
llegó a pensar si los británicos no harían algo parecido en Portugal. El
embajador inglés le explicó que tales inculpaciones servían de mero
pretexto a Franco para explicar la negrura de la situación alimenticia
y achacarla no a la propia incompetencia sino a la mala fé británica.
No le faltaba razón. La naciente dictadura no se prodigaba demasiado en
hacer de vez en cuando algún ejercicio de introspección (y cuando lo
hacía se guardaba en el más cerrado de los secretos). Prefería vehicular
las ideas de la propaganda pro-nazi que, naturalmente, esquivaba
cualquier mención de la desviación española de comercio hacia el Tercer
Reich. Por si fuera poco, en los primeros meses de 1941 la maquinaria de
guerra nazi parecía imbatible.
La política de cuentagotas británica en el suministro de alimentos es
inseparable de la valoración de los numerosos informes de que en
Londres se disponía sobre el hambre reinante en aquella España que, como
los falangistas no se cansaban de gritar, tenía voluntad de Imperio
(aunque Payne diga ahora que era un tema del tiempo y que esencialmente
era espiritual). ¡Ja, ja!
Los informes que se manejaban en Londres abarcaban todas las
dimensiones. Eran de tipo local, regional y general. Al escarbar entre
los primeros lo realmente notable es que destacaran que solo en Vigo la
situación había mejorado un pelín. Se había distribuído aceite y pan
(tras la llegada de una carga de maiz argentino) pero apenas si había
carbón. Además, las diferencias siderales entre España y Portugal habían
inducido a las autoridades a permitir que la población gallega se
desplazase al país vecino a hacer compras. Este contrabando esparcía sus
bendiciones por toda la región. No extrañará que el consulado británico
señalara que probablemente la situación en Galicia era mejor que en
otras partes debido a sus circunstancias particulares.
Fuera de Galicia, las condiciones seguían siendo horribles. Un
ejemplo. En la zona de Cartagena no había aceite ni café. Los
suministros eran muy irregulares. Las cantidades, mínimas: 150 gramos de
pan cada semana o diez días; en los casos del arroz, garbanzos, azúcar,
judías y lentejas se repartían entre 100 y 200 gramos en intervalos
infrecuentes. Los precios de otros productos eran muy elevados. Lo único
que había en cantidad suficiente eran las frutas. El jabón se conocía
solo de memoria. La última distribución, de 250 gramos por cabeza,
databa de principios de diciembre. Apenas si se disponía de carbón
vegetal.
Este tipo de informaciones permitía apreciar la situación realmente
existente. No bastaba con acudir a los datos oficiales. Así, valga el
caso, en lo que se refería al azúcar oficialmente se distinguía entre
población civil, economatos mineros, hospitales, barcos y otras
colectividades. Teóricamente, las asignaciones (en 1943) eran de 250,
300, 450 y 250 gramos ¡al mes! Son datos que en su momento recogió en su
trabajo sobre la CAT María Angeles Arranz Bullido. La realidad era muy
diferente. En cuanto al jabón, que naturalmente servía para no ir de
pordioseros por la vida, se preveían 200 gramos mensuales, pero los
informes del consulado muestran que en la práctica ni se veían.
En Cataluña la situación agrícola no mejoraba. Faltaban ganado,
tractores y utensilios de labranza. La ayuda prometida por el Ejército
no se había materializado. Se había pasado a practicar un cultivo
extensivo, pero la carencia de fertilizantes imposibilitaba el aumento
de las cosechas. En Sevilla la desnutrición afectaba negativamente a la
producción, en particular la minera. Muchos de los fallecimientos en los
hospitales se debían a la falta de comida. Se habían observado casos de
muerte en la calle por inanición. Algo que ya se conocía en otras
partes desde tiempo atrás.
Ante los barcos británicos se apiñaba la gente mendigando alimentos.
La policía tenía que intervenir y dispersar las multitudes a porrazo
limpio. Cariños de los vencedores. La Junta de Abastos era un ejemplo de
ineptitud total. ¿Conclusión? Nada de ello contribuía a minorar el odio
que la clase obrera experimentaba hacia la dictadura. Pero, en el
interín, los panegiristas del régimen justificaban, con gran éxito de
lectores y premios oficiales, las eternas e inmarcesibles
“reivindicaciones de España”.
Continuará
Continuará
DdA, XIV/3626
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