Ángel Viñas
En este verano he leído, aparte de varias novelas, algunos libros
de historia. Uno de ellos ha sido objeto de un comentario muy atractivo
en EL PAÍS (29 de julio de 2017) por parte de un crítico, a quien no
conozco, pero de cuyos juicios me fío: Manuel Rodríguez Rivero. Es un
comentario que me ha agradado sobremanera porque el autor de dicho libro
es un colega, compañero y amigo. Nos conocemos desde hace casi cuarenta
años, cuando empezó a hacerse un nombre entre los jóvenes historiadores
y politólogos españoles. Hemos coincidido en muchas aventuras. Desde,
en particular, aquella inolvidable serie de TVE España en guerra
para conmemorar el cincuenta aniversario del estallido de la guerra
civil hasta una revisión colectiva de la curiosa biografía de Franco
efectuada por el ahora nuevamente laureado profesor Stanley G. Payne con
la inapreciable colaboración de alguien que estuvo ligado al CEDADE.
Todos elegimos a nuestros amigos y colaboradores.
Desde hace muchos años Alberto Reig, catedrático de Ciencia Política
en la Universidad Rovira i Virgili de Tarragona, ha dedicado especial
atención al fenómeno de la regresividad en el relato sobre la
República, la guerra civil y el franquismo. Entiendo por regresividad la
vuelta hacia atrás, desdeñando los progresos realizados en la
recuperación documentada y contrastable de todo ese pasado agónico y
controvertido.
Cualquier
obra de historia es, por supuesto, una construcción. En general se basa
en la combinación de factores hermenéuticos y heurísticos perfectamente
determinados. Cuentan, en particular, la personalidad del investigador,
su trayectoria, su formación técnica, su experiencia y, no en último
término, su ideología; la naturaleza de los temas sobre los que proyecte
su atención; el mayor o menor cuidado en la identificación, selección y
tratamiento de las fuentes; la comparación de su relato con el de sus
pares y, no en último término, su curiosidad por enriquecer en la mayor
medida posible el acervo de conocimientos contrastables. No todo lo que
se escribe sobre el pasado es historia ni tampoco coincide con la
aplicación de protocolos o cánones reconocidos en la profesión. El
vínculo con las fuentes es, en ellos, fundamental.
Alberto Reig ha publicado hace unos meses, en la prestigiosa
editorial Siglo XXI de España, un nuevo libro contra las distorsiones en
los relatos de varios autores (algunos son incluso historiadores
profesionales) que más que historia escriben “historietografía”, un
neologismo por él acuñado y que servidor a veces se lo ha tomado
prestado. Con él denota la pervivencia de los miasmas que se esparcieron
en los relatos acuñados en la mitología aceptada por el franquismo y
mantenida hasta la fecha con artilugios conceptuales y de estilo para
salvar de ella lo que en la actualidad puede parecer mínimamente
salvable. Esto significa la negación del progreso en materia de
conocimiento histórico, ya sea por capas, estratos o etapas sucesivas, y
la subsistencia de una supuesta “verdad” supra-temporal, tal y como la
definió la necesidad de Franco y sus adláteres de explicar los orígenes
de la guerra civil, los determinantes esenciales de su evolución y su
imbricación con una dictadura de casi cuarenta años.
Tal regresividad es algo que no constata solo Alberto Reig. Santos
Juliá, por ejemplo, ha escrito abundantes páginas al respecto,
reconociendo que los acuerdos centrales a los que parecíamos haber
llegado los historiadores hace quince o veinte años han saltado por los
aires. Si algún lector acude a los DVDs de “España en guerra” y escucha
los comentarios que acompañan las imágenes podrá tener una idea de
cuáles eran. No en vano el equipo de redacción insistió en que la imagen
debía ajustarse al texto y tal texto fue consensuado entre los catorce o
quince historiadores que participamos. Nunca se ha publicado -una
lástima- y quizá no estaría de más que alguien lo pusiera al día porque
es un hecho que la investigación histórica no ha dejado de progresar en
los últimos treinta años.
Se han enhebrado numerosas explicaciones de por qué ha sucedido lo
que ha sucedido y se ha explicado desde múltiples ángulos: sociología,
ciencia política, sicología social, sicoanálisis y, por supuesto, la
historia misma. En el bien entendido de que España no es un país extraño
en el que ocurran esas cosas extrañas. Ejemplos hasta cierto punto
similares han figurado de forma prominente en los últimos tiempos en
Italia o Estados Unidos, que también atravesaron por guerras civiles
desgarradoras y que tienen la ventaja de no ser casos demasiado
exóticos. El hilo común son los cambios políticos y parapolíticos
acaecidos en las respectivas sociedades: los triunfos de Berlusconi o de
Trump han reabierto grietas que parecían cerradas. El del PP en las
elecciones de 1996 favoreció la regresividad autóctona e incluso
foránea, entre algún que otro historiador extranjero. Pero lo que en
España desató una contraofensiva fue el incesante goteo de
informaciones, que han calado en un amplio sector de la sociedad, sobre
los horrores, hasta entonces silenciados, de la represión franquista en
la guerra y en la postguerra. El fenómeno de las tumbas olvidadas, los
relatos sobre ejecuciones sumarias y la farsa de los consejos de guerra
(incluido el TOP de años posteriores) han lastrado para siempre las
versiones unilaterales franquistas sobre los “desmadres” de la represión
republicana, reducida a la mitad o a un tercio del volumen propagado
por los cuentistas de la dictadura.
El objeto de la ira para Alberto Reig es, pues, el mal llamado
“revisionismo” patrio. Digo mal llamado porque la investigación
histórica genuina es siempre revisionista. No puede ser de otra
manera. Los progresos en historia dependen del descubrimiento de nuevas
fuentes y de la aplicación de construcciones conceptuales y
metodológicas que se encuentran en proceso de cambio. Entre ambas
variables existe una interacción constante. Hace años surgió la
preocupación por el factor género en los estudios históricos. Su
aplicación abrió toda una serie de fuentes nuevas o permitió “revisitar”
las ya conocidas. Hoy las construcciones culturales están de moda. Han
permitido generar nuevos conocimientos y nuevas interpretaciones. La
historia se mueve y del pasado puede decirse que hoy ya no es lo que era
ayer. Es la demostración del auténtico revisionismo en la investigación.
Lo que en el discurso vulgar suele pasar por “revisionismo” es el
intento de volver, en la medida posible, a los orígenes: la República
fue un desastre; la guerra civil fue inevitable; se ganó gracias al
genio de Franco; el régimen subsiguiente fue una dictadura rápidamente
atemperada; el franquismo favoreció la evolución económica y social de
España; creó una amplia clase media y, en definitiva, sentó las bases de
una última “regeneración” (a veces se dice que sin proponérselo
conscientemente) que acomodó una transición más o menos inevitable, ya
que “no podía haber franquismo sin Franco”. En una aplicación del método
más tautológico posible se afirma que sin Franco no es concebible la
España de nuestros días. Algo como decir que sin Hitler no se comprende
la Alemania de hoy. ¿Conclusión? Habría que elevar a ambos todas las
estatuas posibles, aunque en el segundo caso con extremo cuidado y solo
metafóricamente porque en Alemania sería un delito previsto en el código
penal. Por su parte, en España han ido desapareciendo las razones que
hubo en su momento (aunque, algunos pensarán, siempre quedan los
corazones y la necesidad de oponer una “contramemoria” o un
contra-relato que sirva de baluarte para los convencidos, aquéllos a
quien se refería Ricardo de la Cierva como los que no deseaban que les
robaran “nuestra historia”). Todo para ganar puntos en la pugna
político-ideológica de nuestros días.
Alberto Reig, estudioso preciso e inmisericorde del historiador de
cámara de Franco, ha leído la extensa obra de numerosos “revisionistas” y
camelistas. Aplica un método de análisis y contextualización implacable
para poner al descubierto sus miserias, sus contradicciones y su
desprecio por los hallazgos según los protocolos metodológicos
generalmente aceptados. No deja títeres con cabeza y sigue a rajatabla
la máxima de “al pan, pan y al vino, vino”. ¿Por qué andarse con
elucubraciones y palabras de buen tono para quienes falsean ese pasado
que en su totalidad es incognoscible, pero del que conocemos un retazo
cada vez más amplio, incluido su lado más sombrío?
Los afectados (siempre con menos títulos) se quejarán, tal vez, del
sarcasmo y de la ironía del profesor Reig. Pero, ¿por qué deberían
extrañarse? Han elaborado con denuedo su aportación a la regresividad en
las condiciones creada por unas autoridades que no han sido capaces de
proseguir la desclasificación de fuentes todavía cerradas a la
investigación. Con excusas grotescas o, ahora, simplemente sin excusas.
¿Conocen los lectores alguna manifestación de, valga el caso, la señora
ministra de Defensa explicando razonablemente porqué no continúa con la
política de apertura de archivos que se detuvo con su nunca olvidado
predecesor? ¿Y qué decir de los archivos del Ministerio de la
Gobernación?
Si los lectores quieren pasar un buen rato, reírse (o llorar, según
se mire) de la regresividad de autores que suelen mostrarse muy activos
en las redes sociales y en ciertos medios de comunicación, perfectamente
identificados con sus escasas grandezas y abundantes miserias tendrán
pocas posibilidades más entretenidas de hacerlo que si repasan las
suculentas páginas que Alberto Reig nos ha entregado. En ellas verán
reproducidas muchas de sus afirmaciones en una amplia gama que va de la
idiotez pura y dura a una incomprensible autosuficiente metodológica.
Sin el menor recato declaro ser un admirador de la inmensa paciencia de
que el catedrático de Tarragona ha hecho gala para no estallar y sí para
escribir una obra sardónica y divertida. No se la pierdan.
Alberto Reig Tapia: La crítica de la crítica. Inconsecuentes, insustanciales, impotentes, prepotentes y equidistantes, Madrid, Siglo XXI de España, 2017.
DdA, XIV/3646
No hay comentarios:
Publicar un comentario