Nuestro tío Juan murió el viernes por la mañana
tras casi un mes de permanecer inconsciente en el área de neurología del
HUCA y varios días en la UCI del mismo centro cuando su estado se
agravó más de lo que ya estaba. A pesar de sus 80 años, Juan era un
hombre sano, ágil y activo. Un desgraciado accidente doméstico le
provocó una fractura de cráneo de la que se derivaron daños cerebrales
irreparables de los que ya no se recuperó. Esta historia es normal y
terminaría aquí si no fuera porque en las 10 las horas siguientes a su
muerte el cuerpo de Juan pasó por situaciones que oscilan entre el drama
de mal gusto y la astracanada que firmarían gustosos Berlanga y Azcona
para reflejar como este país sigue teniendo un revés casposo, oscuro,
funcionarial e insensible en el que los muertos y sus familias tienen la
misma consideración que residuos.
Juan falleció en torno a las 11 de la mañana, pero
hubieron de pasar ¡cuatro horas!, repito: 4 horas, para que un médico de
todo el HUCA encontrase un momento para ir a la habitación que ocupaba
Juan y certificar su defunción. Los muertos no tienen prisa dirán
ustedes, y tendrán razón, pero la visión de las cosas cambia si les digo
que durante esas cuatro horas de espera en la misma cama en la que
murió, el cadáver de Juan hizo compañía al otro residente en la misma
habitación, un joven recién operado y totalmente vivo que, por razones
que no vienen al caso, debía estar acompañado en todo momento por sus
parientes a quienes, imagino, haría muy poca gracia saber que tras la
cortina de la cama de al lado yacía un señor muerto. Así que el panorama
se tornó grotesco: una familia velando a un vivo propio y a un cadáver
ajeno al mismo tiempo.
Pasadas las cuatro horas de rigor (al menos de
indudable rigor mortis) y en medio de las constantes protestas de la
viuda de Juan y otros familiares ante el injustificable retraso, llegó
por fin el médico que, por si cabían dudas a esas alturas, certificó que
el bueno de Juan estaba muerto. Faltaría más. Vaya, un paso adelante,
se dijo la familia. Pero no. El famoso cambio de turno de los
hospitales, ese cambio que dura más que el cambio de guardia en
Buckingham, paralizó aún otra media hora larga el traslado del cadáver
al mortuorio del HUCA ante la incredulidad de los allí congregados que
podrían jurar estar siendo objeto de una broma macabra o de una cámara
oculta. Pero lo mejor estaba aún por llegar.
Aunque, como ya se dijo, Juan llevaba en estado
inconsciente desde casi un mes atrás y todos los médicos coincidían en
que su recuperación era poco menos que imposible, nadie en el HUCA tuvo
la precaución de comunicar tal cosa al juzgado con el fin de convocar a
un forense en el momento del óbito para que juzgase la conveniencia de
hacer o no la correspondiente autopsia y corroborar que el fallecimiento
se había debido a causas naturales. Parece ser que este procedimiento
es habitual pero nadie se tomó la molestia de tramitarlo, de manera que
la solución fue comunicar la familia que, de manera urgente, deberían
acercarse al juzgado de guardia (abierto sólo de 5 a 8) y comparecer
allí para comunicar la muerte de Juan solicitando a la jueza de guardia
el envío de un forense a valorar la posible autopsia. Por si su viuda y
otros parientes no estaban ya a punto del colapso, el desmayo por
impotencia o la rebelión, el personal sanitario remarcó además a los
deudos que hasta que no hubiera forense el cadáver se quedaba allí, así
que corriendo a Llamaquique en busca de su señoría. Sumen ustedes esta
nueva burocracia a un mes de visitas constantes al hospital, presenciar
el deterioro de un ser querido, ser testigo de su muerte, de cuatro
horas de abandono del cuerpo sin vida en la cama de una habitación
ocupada por otras personas y vayan con todo eso en busca de un juzgado
de guardia un viernes a las 5 de la tarde en una ciudad que no conoces
para “hacer una comparecencia”.
Unas dos horas largas después, el forense corroboró
que la muerte no tenía misterio alguno, descartose la autopsia y Juan
pudo por fin descansar en paz tras una muerte que fue casi más larga que
toda su vida. Una costosa muerte que añadió más dolor y estupor a la
familia que el que ya habían acumulado en las semanas anteriores.
Sin más comentarios sólo añado que esta es una
historia cierta, vivida por un servidor en primera persona. Saquen
ustedes las conclusiones que quieran.
DdA, XIV/3581
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