Pedro Olalla
Últimamente,
cada vez escribo menos en este blog que abrí hace siete años para
alertar sobre la situación de Grecia. Y no es porque ya no haya nada de
lo que escribir, sino porque lo escrito tiende a repetirse hasta la
saciedad. Al principio, todo eran advertencias, previsiones, tal vez
conjeturas; ahora, hace mucho que se han convertido en realidades, en
verdades flagrantes, en hechos incuestionables a los que sólo les hace
falta tiempo para convertirse en historia. En ignominiosa historia.
Hoy
seré breve. Desde hace cuatro meses, tengo un nuevo vecino en Atenas.
Es un anciano enjuto y canoso. Vive en mi calle. En la calle. Entre un
monton de harapos y basura que ha ido juntando a su alrededor. Desde
hace tiempo, se pasa el día tumbado en un colchón, inmóvil, bajo una
manta y una lona de plástico. Tal vez por eso, cuando estoy en la cama,
me acuerdo especialmente de él. Sobre todo, los días de tormenta y
viento, los días en que se oye golpear la lluvia en los cristales.
Al
principio, cuando se movía, le dejé algún dinero, y un poco de comida.
Hoy me he agachado a preguntarle al oído si podía hacer algo por él:
ayuda para incorporarse, comida, una ambulancia (la ambulancia pregunta
si desea ser recogido; Medicus Mundi dice que no lo pueden recoger; el centro de pernocta, que hay lista de espera...)
Da
igual. No quiere que lo lleven a ninguna parte. Sólo quería agua, y se
la di, tumbado –no puede moverse–, dejándola arroyar por mi mano hasta
sus labios ulcerados. Está lleno de costras y de mugre, tiene la piel
pegada al esqueleto, los ojos anegados de cataratas y, de cintura para
abajo, se está pudriendo en sus propios excrementos. No quiere que lo
lleven a ningún sitio. Sólo quiere morir, supongo.
Que
ahora no quiera moverse no puede ser motivo para que nos quedemos con
la conciencia tranquila. Es seguro que, antes, tampoco quiso verse en la
miseria, ni vivir en la calle, ni acabar sus días así. Si tiene suerte,
pronto abandonará este mundo y vendrán a recoger su cadáver. Si quienes
toman decisiones para organizar la sociedad no han podido hacer nada
por que este anciano –su padre– no muera podrido en la calle, yo
les exijo que se callen, que al menos se callen, que no nos hablen ni un
sólo día más de medidas para el desarrollo, ni de salida a los
mercados, ni de nuevos inversores, ni de brotes de esperanza. Que se
callen mientras haya uno solo en la calle. Por respeto a sus víctimas.
Porque la cara de este hombre a punto de morir es la de su fracaso. La
de su estrepitoso fracaso.
DdA, XIV/3550
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