viernes, 12 de mayo de 2017

EL VALLE DE FRANCO: CONTRA EL BLANQUEO DE UN PASADO DE MUERTE, TORTURA Y HUMILLACIÓN

Julián Casanova

El 1 de abril de 1940, el general Francisco Franco presidió en Madrid el desfile de la Victoria que celebraba el primer aniversario de su triunfo en la Guerra de Liberación Nacional. Después de un almuerzo de gala en el Palacio de Oriente, el Caudillo llevó a un selecto grupo de invitados a una finca situada en la vertiente de la Sierra del Guadarrama, conocida con el nombre de Cuelgamuros, en el término de El Escorial. En la comitiva figuraban, entre otras autoridades, los embajadores de la Alemania nazi y de la Italia fascista, los generales Varela, Moscardó y Millán Astray, los falangistas Sánchez Mazas y Serrano Suñer y Pedro Muguruza, director general de Arquitectura. Franco les explicó allí su proyecto de construir un monumento, "el templo grandioso de nuestros muertos, en que por los siglos se ruegue por los que cayeron en el camino de Dios y de la Patria". Así comenzó la historia del Valle de los Caídos.
El Valle de los Caídos fue inaugurado el 1 de abril de 1959, vigésimo aniversario de la Victoria. En esas casi dos décadas de construcción, trabajaron en total unos veinte mil hombres, muchos de ellos, sobre todo hasta 1950, "rojos" cautivos de guerra y prisioneros políticos, explotados por las empresas que obtuvieron las diferentes contratas de construcción, Banús, Agromán y Huarte.
El 7 de marzo de 1959, a punto ya de inaugurarse el Valle de los Caídos, Franco escribió a Pilar y Miguel Primo de Rivera para ofrecerles la nueva basílica "como el lugar más adecuado para que en ella reciban sepultura los restos de vuestro hermano José Antonio, en el lugar preferente que le corresponde entre nuestros gloriosos Caídos". En la mañana del 30 de marzo, miembros de la Vieja Guardia de Falange y de la Guardia de Franco se turnaron en el traslado del féretro desde El Escorial al Valle de los Caídos. Lo depositaron al pie del altar mayor de la cripta, bajo una losa de granito con la inscripción "José Antonio". Era el lugar para su "eterno reposo", como lo tituló el reportaje del No-Do.
El 23 de noviembre de 1975 el cortejo fúnebre de Franco llegó a la basílica del Valle de los Caídos. La multitud congregada en la explanada exterior entonó el “Cara al sol”, el “Oriamendi” y el himno de la legión, con la presencia destacaba de grupos de ex combatientes, que iban a ser recibidos por el nuevo Rey en su primera recepción oficial. En el interior del templo, detrás del altar mayor, esperaba la fosa abierta junto a la tumba de José Antonio Primo de Rivera. A las dos y cuarto de la tarde una losa de granito de mil quinientos kilos cubrió el sepulcro.
HAN PASADO MÁS DE CUARENTA AÑOS DESDE LA MUERTE DE FRANCO Y LA DEMOCRACIA NO HA SABIDO QUÉ HACER CON EL PRINCIPAL LUGAR DE LA MEMORIA DE LOS VENCEDORES DE LA GUERRA CIVIL.
Hay tres cosas urgentes que deberían hacerse, más allá de los usos que de todo eso se hace desde la política presente:
1. Mantenerlo y explicarlo como paradigma de la simbiosis entre religión y política, entre la Iglesia católica y la dictadura de Franco. Y debe recordarse, en folletos y en una introducción clara y contundente a la entrada, que, acabada ya la guerra, mientras se construyó ese monumento, "símbolo de paz", Franco presidió una dictadura que ejecutó a no menos de cincuenta mil personas y dejó morir en las cárceles a varios miles más de hambre y enfermedad, convirtiendo a la violencia en una parte integral de la formación de su Estado. Y recordaría, en el recinto ideal para recordarlo, que la Iglesia Católica, recuperados sus privilegios y su monopolio religioso tras la guerra, se mostró gozosa, inquisitorial, omnipresente y todopoderosa al lado de su Caudillo.
2. Franco ideó el monumento, y así se hizo, para inmortalizar su victoria en la Guerra Civil y honrar sólo a los muertos de su bando, aunque se montara después la farsa de trasladar también allí los restos de miles de "rojos" muertos o asesinados durante esa guerra. Esos restos, robados de cementerios y fosas comunes, deben ser devueltos a sus familias, a quienes se debe una reparación política, judicial y moral. Cuando se organizó, al final de la segunda legislatura de Rodríguez Zapatero, la primera comisión para decidir sobre ese tema, las familias de esas víctimas del franquismo quisieron que yo, como historiador, les representara allí y el Gobierno se opuso. Es bastante más importante reparar la dignidad de todas esas víctimas, devolverles la dignidad, que sacar a Franco de allí.
3. Ell Valle de los Caídos representa la espada y la cruz unidas por el pacto de sangre forjado en la guerra y consolidado por los largos años de victoria. Hay que desacralizarlo, convertirlo en un lugar de la memoria de los crímenes del franquismo, explicado con rigor y separado de cualquier acto de apología de la dictadura. Y Franco, que lo construyó a mayor gloria de él y de su victoria levantada sobre el crimen y la exclusión de los vencidos, debería quedar allí, para que todo el mundo lo recordara (la tumba de José Antonio Primo de Rivera, por el contrario, debería quitarse de allí y sus restos llevarlos junto a los restantes "mártires de la Cruzada").
Para que los actuales políticos del Partido Popular no se sigan riendo de las víctimas, los historiadores que lo hemos investigado tenemos que difundirlo, comunicarlo, sentar las bases para una nueva educación de las generaciones presentes y futuras que no vivieron aquella historia. Da igual sacar a Franco de su Valle si no va acompañado de esa transformación profunda en la educación y en la enseñanza de la historia. Es lo que se ha hecho en muchos países del mundo con los lugares que simbolizan el crimen, la tortura y el genocidio. No borremos sus huellas. La peculiaridad de la historia de España es que Franco murió en la cama, 30 años después de los principales dirigentes fascistas. Pero compartió con ellos crímenes, ideas, historia y comportamientos. Que no se siga blanqueando ese pasado de muerte, tortura y humillación.

DdA, XIV/3534

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