Su sueño de encontrar un lugar
mejor empieza a evanescerse, igual que la consciencia, con cada
inhalación de pegamento. La única magia que conocerán esta noche de
Reyes es la de la química. Con el cerebro abotargado, la vida apenas
duele.
Ana Cuevas
Es
un chaval de unos once o doce años pero conoce bien el lado oscuro de
la vida. Como el resto de chicos que le acompañan en su huida a ninguna
parte, soñaba con algo mejor que la violencia y el abandono en el que
había pasado sus primeros años de existencia. Por eso encajó su menudo
cuerpecillo en los bajos de un camión y, pese a su corta edad, se
aventuró en solitario en busca de una sociedad más justa. Una sociedad
donde quizás pudiera tener alguna oportunidad.
Para muchos
seres humanos la mera supervivencia se convierte en un artículo de
lujo. En una carrera de obstáculos del nacimiento a la tumba en la que,
cuando crees haber superado el listón más peliagudo, te encuentras de
frente con un muro.
Algo
así le debió pasar a este chiquillo y a sus cuatro compañeros. Cinco
niños magrebís de entre once a catorce años que deambulan por los
parques de la comunidad de Madrid esnifando pegamento para combatir el
frío y la desolación. Cinco niños perdidos a los que nadie está
buscando. Las administraciones se han desentendido de ellos. No
consideran que exista un alto riesgo porque escaparon voluntariamente de
un centro de acogida. Centros en los que se escatiman los recursos y
sobre los que planean denuncias por malos tratos a los menores acogidos.
Tras
llevar seis meses durmiendo al raso, una organización vinculada a la
parroquia de San Carlos Borromeo (Asociación Mundo Justo) se llevó a los
chicos a un piso vacío. La cosa parecía funcionar pero, en menos de un
mes, la comunidad de Madrid instó a la ONG a detener el recurso por no
pertenecer a la red regional de acogida al menor. Volvieron a quedarse
en la calle. Desde la víspera de Nochevieja se desconoce su paradero.
Ni
siquiera la policía considera su desaparición como algo prioritario. No
existe un alto riesgo para sus vidas, insisten unos y otros. La
delincuencia, las drogas, la prostitución...¿no les parecen
suficientemente peligrosas?
Como
en los cuentos, criaturas feroces anhelan clavar los colmillos en sus
infantiles y morenas carnes. Acechan a los niños perdidos entre los
árboles. Apenas necesitan disfraces para manipular su voluntad. Están
solos, son vulnerables, nadie los echará de menos ni organizará batidas
en su búsqueda. Al contrario que en los cuentos, el final no se prevé
muy feliz. Pero, ¿a quién le importa?
Escribo
estas líneas la víspera de Reyes. Unos presuntos magos que vienen de
Oriente para satisfacer el consumismo inducido en nuestros hijos. Es una
tradición católica pese al despliegue de turbantes y camellos. Todo por
la ilusión de los niños. Mentiras piadosas para protegerlos de la
fealdad del mundo envolviéndolos en una burbuja de fantasía. Pero
olvidamos que muchas criaturas están a la intemperie, sin la mínima red
de seguridad. Sin más ilusión que la de sobrevivir, un día más, de la
manera que sea. De olvidar entre los vapores de la cola que no son nada
de nada, que no importan a nadie.
Son
carne de yugo por su condición de migrantes, de menores, de
desamparados. Sus majestades de Oriente no los tienen en su lista. No
tendrán ni carbón para poder calentarse. Su sueño de encontrar un lugar
mejor empieza a evanescerse, igual que la consciencia, con cada
inhalación de pegamento. La única magia que conocerán esta noche de
Reyes es la de la química. Con el cerebro abotargado, la vida apenas
duele.
DdA, XIV/3431
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