He pasado los últimos meses despistando mi dolor. Deambulando cual
perrillo abandonado en la autopista. Indiferente al berlanguiano
espectáculo de la política del que, cuando de forma tangencial he
sabido algo, me ha hecho sentir como una espectadora obligada a ver
representada la misma comedia bufa y mala hasta el final de sus días.
Puede ser que mi corazón ande más cínico que de costumbre y una nube
existencial me cubra como una manta de cuervos. Todos tenemos momentos
que marcan un antes y un después. Un punto de inflexión que pone patas
arriba tus entrañas.
Poco
antes de su muerte, le prometí a un gran amigo que seguiría defendiendo
la utopía. Siempre supimos que ninguno de los dos viviríamos lo
suficiente para ver ese mundo nuevo que anhelaban nuestros corazones.
Pero nada podía arrebatarnos la esperanza de que, algún día, los seres
humanos comprendamos que nuestra supervivencia como especie depende más
de la solidaridad que de la fuerza.
Hablar de la tragicomedia carpetovetona que están dando los políticos me parece, con todos los respetos, una mierda.
Me
aburre. Me da pereza, Mientras los partidos se enzarzan en una
mascarada de polichinelas, en la que ninguno quiere bailar con la más
fea, la vida de las personas corrientes continúa. En nuestro país, el
paro y la precariedad laboral se ceban especialmente con los más
jóvenes. Generaciones perdidas, las llaman. Víctimas colaterales de un
sistema criminal que antepone el capital al progreso de los pueblos. Y
aquí no hay ideología que valga. En este mundo canalla, tanto tienes,
tanto vales. Y algunos solo somos cifras anónimas. Peones sacrificables
en el tablero maldito donde unos tiburones psicópatas se juegan el
presente y el futuro de la humanidad.
Nuestra
particular "escopeta nacional" tiene su cuajo, pero el panorama
internacional solo puede calificarse de catastrófico. El horror de las
guerras "ad hoc" a los intereses de tirios y troyanos, es la muestra
del desprecio que se siente por la vida de millones de personas en todo
el mundo. Guerras urdidas para cambiar sangre por petróleo o por
diamantes. Guerras diseñadas desde cómodos sillones de cuero, dentro de
despachos elegantes y bien perfumados, posiblemente para que no se
asfixien con su propia peste a podredumbre. Los niños fallecen entre los
escombros, mueren de hambre, pierden la inocencia con un hachazo seco
que les parte el alma para siempre. Pero volvemos la espalda por
respuesta. Miramos a otro lado y esperamos que no haya consecuencias.
Pensamos, pobres majaderos, que nuestras europeas vidas son más valiosas
que las suyas. Que a nosotros no puede pasarnos esto.
La
inmensa mayoría de nosotros somos menos que nada para estos carniceros.
Hay muchas formas de declararle la guerra a un país, no seamos
ingenuos. De dirigir certeros torpedos a la línea de flotación de su
democracia. De aullar como manadas de lobos ante la posibilidad de que
las sociedades llegase a autogobernarse al margen de sus afiladas
garras.
Intentaré
cumplir mi promesa, querido Antonio. Pero quiero que entiendas que,
estos días, se me está haciendo bastante cuesta arriba. La utopía
no prende en desolados páramos De momento arrastro este cuerpo triste
como puedo y finjo que la vida continúa, como si no pasara nada. Supongo
que solo necesito tiempo. Como tú me decías con frecuencia, la cabra,
al final, siempre tira al monte.
DdA, XIII/3345
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