Mal que les pese a
algunas personas e instituciones, es un derecho inalienable poder
disponer libre y responsablemente de la propia vida. Nos reconocen sin
ambages (otra cosa es que mucho de ello quede en papel mojado) el
derecho de llevar una vida digna, con todo lo que conlleva (vivienda,
trabajo, sanidad, educación, pensiones...) y una vida libre (expresión,
reunión, opinión, asociación, información...), pero se multiplican las
trabas y los obstáculos cuando se plantea la terminación de esa misma
vida: una muerte digna y una muerte libre.
No se trata de obligar a
nadie a morir como y cuando no quiere, sino de permitir que cada
persona, si quiere, tenga el derecho de decidir (o no decidir) cómo y
cuándo morir. Es vergonzante comprobar las reticencias que ponen muchos
grupos políticos y asociaciones a plantearse y aún más a dejar plasmado
este derecho en la legislación. Se llega así en algunas Comunidades a
legislar sobre el proceso de la muerte o los enfermos terminales
(Andalucía, Aragón, Canarias, Galicia...), pero aclarando sin dilación
que en ningún caso se trata de eutanasia. ¡El temor a la pérdida de
votos y a la crítica feroz es enorme entre buena parte de la clase
política!
El poder ideológico vigente en España desde hace siglos
ni siquiera se resigna a perder una micra de su poder. De hecho, ha
tenido atado y bien atado al pueblo principalmente mediante la culpa y
el miedo en dos ámbitos principales: la sexualidad y la muerte.
Concretamente, el momento de la muerte (la incertidumbre ante el más allá)
ha sido inculcado paradójicamente por los predicadores de la vida
eterna como el momento del veredicto, de la salvación o la condenación.
Los pecados pesan como montañas, la culpa consiguiente solo puede ser
aliviada por los funcionarios de la iglesia peregrina (estamos de paso) y
el miedo se apodera de la mayoría. En algunas culturas la muerte es el
final de un proceso más de la naturaleza. Por el contrario, en las
culturas semitas (vg. la judeocristiana) la muerte es un tránsito,
glorioso o terrible, hacia el paraíso o las tinieblas. Culpa y miedo.
Incluso el tránsito se presenta en todo su esplendor en el martirio o la
autoinmolación, envuelto en bombas, llevándose por delante a quien sea.
¡Casi nada!
Baldío
sería dirigirme a la clerecía sobre el inalienable derecho a disponer
de la propia vida. Me queda la duda (¿la esperanza?) de que la clase
política, jurídica y médica, más allá de sus convicciones e ideas
individuales, atienda la realidad de muchas personas que desean morir
bien, dignamente. Finalizar una vida con tranquilidad y entre el cariño
de los allegados es mucho más importante que las encuestas electorales y
las posibles campañas linchadoras por parte de los medios afines a la
derecha y la reacción.
Pues bien, en nombre de todas las personas que se han visto obligadas a topar con la chapuza
o con una obligada ocultación con ocasión de la propia muerte o de la
muerte de un ser querido debido a una legislación rácana, timorata e
insuficiente sobre el derecho inalienable a disponer de la propia vida,
necesito escribir aquí y ahora que me avergüenzan y ofenden todos y cada
uno de los responsables políticos y legislativos que no lo han
permitido por acción o por omisión. Todos ellos deberían saber que si la
vida ha sido valiosa y digna ha de desembocar igualmente en una muerte
digna y apacible. Cualquier político que busque que sus conciudadanos
vivan bien debería hacer posible que pudieran afrontar con una sonrisa
su propio acabamiento, si así lo deciden libre y responsablemente.
Algunas
personas ayudan a morir dignamente, a que los últimos momentos de una
vida sean apacibles, dignos, coherentes. Lamentablemente, sin embargo,
algunos tachan a estas personas de medio delincuentes. Muy al contrario,
disponer libre y responsablemente de la propia vida es un derecho y
ayudar a llevarlo a cabo es un acto solidario, humanitario, tan lleno de
dignidad como la propia muerte que se acompaña. Nadie está obligado a
permanecer en la vida más de lo que se desea. Por eso es imprescindible
la libertad de decidir también cómo vivir y morir, y de ahí también que
sea radicalmente ajeno a la vida que la obliguen a pervivir.
Precisamente por ello, hay personas buenas (heroicas, desde mi punto de
vista) que arriesgan su libertad y su bienestar ayudando a morir con
sosiego y dignidad. Finalizar la propia existencia sobre el derecho a
disponer de la propia vida es el último acto de amor a la vida. Por lo
mismo, ayudar a alguien a morir digna, libre y responsablemente es
igualmente un inequívoco acto de amor y de humanidad.
Mi mayor gratitud a todas las personas que ayudan a morir bien y dignamente a quienes lo solicitan y necesitan.
DdA, XIII/3277
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