¿Y qué tiene de raro que haya traidores en la Iglesia si en la Última Cena ya se infiltró un corrupto que se había vendido por treinta monedas?
Esperanza Ortega
Siempre que leo noticias sobre la corrupción de la Iglesia católica, me
acuerdo de la novela de André Gide: “Los sótanos del Vaticano”. Su trama
es ingeniosa: unos estafadores difunden la noticia de que el Papa ha
sido secuestrado y sustituido por un maniquí. Mientras, los timadores
acaparan dinero para su rescate. Pero la realidad, desde los Borgia
hasta ahora mismo, es más escandalosa que la ficción, y últimamente la
luz de los taquígrafos ha entrado a iluminar los sótanos sombríos del
Vaticano. Algunos casos siguen en la sombra, como la muerte de Juan
Pablo I, el sucesor de Pablo VI, que no sobrevivió nada más que un mes a
su nombramiento. Muchos relacionan su muerte con la trama del banco
Ambrosiano, cuyo presidente, Roberto Calvi, apareció ahorcado en un
puente de Londres. Nada se aclaró en el pontificado siguiente sobre el
tema de la corrupción, y no fue hasta que Benedicto XVI ocupó el trono
de Pedro cuando apareció el escándalo de los Legionarios de Cristo, con
sus implicaciones con la pederastia organizada. Con este panorama, nada
tiene de raro que el bueno de Francisco tardara tanto en aparecer en el
balcón de la Basílica de San Pedro el día en que fue elegido, y que
llegara allí con gesto demudado. ¡La que le espera!, pensábamos muchos,
sobre todo si decide comportarse como un hombre íntegro. La otra opción
era la de parecerse al muñeco-Francisco que venden en las tiendas de
souvenirs, el que da bendiciones sin saber a quién sólo con acercarle a
la luz del sol –también lo venden en Valladolid, y cuesta menos de
cincuenta euros-. Pero Bergoglio prefirió discriminar qué y a quién
estaba bendiciendo, y su decisión ha hecho de él un Papa popular,
respetado por casi todos, aunque le haya enfrentado no solo con los que
habitan en los sótanos, sino con los que frecuentan la bella terraza del
Vaticano. Lo digo porque es en la terraza donde dijeron misa con
champan para celebrar la canonización de Juan Pablo II. El Papa reprobó
este banquete de 18.000 euros por barba, al que asistió precisamente
Lucio Vallejo, el sacerdote español del Opus Dei que ha sido denunciado
por “abuso de confianza” antes de ayer mismo, acusado de filtrar
documentos sobre las medidas que Francisco pensaba tomar para atajar la
corrupción. ¿Y qué tiene de raro que haya traidores en la Iglesia si en
la Última Cena ya se infiltró un corrupto que se había vendido por
treinta monedas? Por cierto, al recordar el cuadro de la Última Cena que
presidía el comedor de mi casa como el de tantísimas casas españolas,
me doy cuenta de que entre los invitados no había ninguna mujer, ni
Marta ni María, ni Magdalena ni su propia Madre. ¿Qué mensaje trasmitía
esta imagen misógina a los católicos que han comido a diario presididos
por ella? La posición subalterna de la mujer en la Iglesia es sin duda
coherente con este mensaje. ¿Y no habrá llegado el momento de invitar a
las mujeres al banquete, ahora que ya las dejan entrar incluso en las
sociedades gastronómicas vascas? Terminar con esta injusticia histórica
no sería tan difícil como acabar con la corrupción vaticana; es más, ahí
es donde Francisco podría demostrar con claridad que no actúa como un
maniquí, sino como alguien que se cree de verdad representante de Dios
en la Tierra.
DdA, XII/3121
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