Como gran solución se les ha ocurrido la manipulación de la judicatura hasta extremos que sobrepasan la decencia.
Gregorio Morán
El 14 de junio del 2008 un par de gamberretes encuentran tirada una
bici del servicio de municipal de bicicletas de Sevilla. Eran las tres y
pico de la madrugada y con toda probabilidad, dado el horario, en esas
condiciones que se definen como más colgados que un jamón. Montan los
dos y apenas avanzan los detiene la policía. La escena cantaba más que
la Giralda. Los enchironan. Como uno de ellos es menor, el marrón se lo
come el que acaba de cumplir los 18. Se llama Adrián Manuel Moreno. Le
caen seis meses “por robar una bicicleta”, valorada, según el servicio
correspondiente del Ayuntamiento sevillano, en 1.200 euros. Un poco
cara, diría yo, cuando se compran al por mayor.
Pero sigamos con la historia. No mucho después al Adrián le pillan en
un “allanamiento de morada”, y vuelta a comisaría. Empieza a ser un
reincidente. Una mala tarde se le ocurre conducir un coche cuando tenía
el carnet con el permiso cancelado y menos puntos que la abuela del
bingo. Pero gracias a que la justicia es lenta, pero segura como una
funeraria, a Adrián le dio tiempo a cambiar de vida. Se casó, tiene dos
hijos y un trabajo fijo. ¡Fijo!, oigan bien lo que les digo. ¡Fijo!
Ahora le ha llegado la notificación de que ingresará en la cárcel, tras
la resolución de la Audiencia, a menos que el Gobierno le indulte. ¿Se
imaginan al Consejo de Ministros, presidido por Rajoy, atendiendo a una
solicitud de indulto pronunciada por el atildado ministro de Justicia,
para un pringao que cogió una bicicleta que no era suya, una madrugada
de farra y alegría en Sevilla, allá por el 2008?
Hemos vuelto a De Sica y Zavattini y al mundo neorrealista de El ladrón de bicicletas.
Tanto que en muchos aspectos se palpa el ambiente de la década de los
cincuenta, cuando era posible enchironar a un parado por robar una
bicicleta y declarar exentos de tales rigores judiciales a los chorizos
más importantes que se repartían por el país. ¿Se imaginan la lista que
podríamos hacer desde aquel día de junio del 2008 hasta ahora mismo, de
todos los que en vez de vacilar con una bici en una noche loca, se
llevaron la fábrica, la vendieron y dejaron al personal de un pasmo y en
la calle? Y quien dice una fábrica de bicicletas, puede poner un banco,
una industria, una operación financiera contada en millones de euros.
Decir esto ahora se llama demagogia, en otro tiempo se llamaba por su
nombre y tiene muchos. Pero el chiste más grande del bla-bla-bla
institucional es que la justicia es igual para todos, frase que en honor
a la verdad debería ser corregida y aumentada: la justicia es igual
para todos siempre y cuando partan de las mismas condiciones. Y esas
condiciones exigen en primer lugar patrimonio, y en segundo unos buenos
letrados. A partir de ahí la justicia es igual para todos ellos.
De no ser porque se trataba de un antiguo magistrado del Tribunal
Superior de Justícia de Catalunya no lo hubiera creído. Y además lo
firmaba valerosamente con su nombre y dos apellidos, Angel García
Fontanet. En un artículo más que brillante, titulado “El honor del
defraudador” (El País), dejó escrito: “[La minoría progresista del
Consejo General del Poder Judicial] se opone a la publicación [de la
identidad de los defraudadores] alegando que los derechos individuales
de los grandes delincuentes fiscales son prevalentes al deber
constitucional de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos”.
De no haberlo escrito persona tan principal ni yo mismo me lo hubiera
creído. Esta obsesión “garantista” de algunos juristas progres, o
antiguamente progres, digámoslo todo, muchos de los cuales acaban
trabajando o montando grandes bufetes de abogados expertos en salvar a
blanqueadores, traficantes y demás personal socialmente relevante, me
provoca arcadas… Me ocurre también cuando contemplo a Rodrigo Rato
veraneando en un yate mientras le vienen encima unas acusaciones que
convierten al ex director del FMI en un insaciable delincuente. El
“garantismo”, en una sociedad como la nuestra, no es más que un recurso
para que Millet se exhiba en silla de ruedas, como si se tratara de una
película de Berlanga. O que Bárcenas pueda ir a esquiar, como si nada
hubiera pasado. O que Pujol y familia aparezcan sin sufrir el desprecio
social que se merecen. Es la diferencia entre robar una bicicleta y
quedarse con millones del erario público. Cuando oiga la frase “dejemos
que la justicia haga su trabajo”, échese a temblar, porque el asunto ya
está decidido.
Nuestra sociedad se ha recubierto de una costra de gozosa
indiferencia. Roban todos, dicen. Como si eso fuera un argumento para la
impunidad. El garantismo, o lo que es lo mismo, el supuesto respeto a
las leyes y por tanto a los derechos del delincuente de altos vuelos,
gente que provoca la ruina de otros pero jamás la suya, ha llegado a un
punto en el que se traduce como una provocación. Cuando en un país se
puede cesar a un alto cargo del Consejo de Seguridad Nuclear, como es el
caso de Rodolfo Isasia, porque se opone a restringir la información a
la ciudadanía sobre los incidentes que suceden en las centrales
nucleares, es que estamos al borde de un régimen corporativo, donde lo
que usted cuenta en realidad no cuenta para nada. Entre lo que
denunciamos y sus consecuencias, media un abismo, una especie de
barranco de desechos acumulados. En apenas unas horas se ha convertido
en humo, en aire, contaminante y corrosivo pero socialmente inocuo.
Estamos en manos de un personal impresentable. Escucho a los
ministros, casi sin excepciones notables, y me llevo las manos a la
cabeza. Excuso decir que lo nuestro, lo de casa, esto es de traca. ¿De
verdad esta sociedad se merece esto? Siempre me he negado a admitir ese
aforismo de que los pueblos tienen los gobiernos que se merecen. No es
cierto. Bastaría con echar la vista atrás para entender que eso es una
justificación de la injusticia. Tenemos los gobiernos que nos venden y
nos publicitan y nos acongojan, porque la gente tiene una capacidad
infinita para comulgar con ruedas de molino. Y si no que se lo pregunten
al alimón a Mariano Rajoy y Artur Mas.
Estamos en el nivel más alto de corrupción del occidente europeo.
Nuestra mafia es tan eficaz y controla tanto poder que no necesita
matar, se conforma con la extorsión. Además cuando hay muertos se
procura con rigor y eficacia que no salgan en los diarios. Si los
sicarios son anónimos, todo lo más unas siglas, los poderosos apenas si
son reconocibles. Los partidos institucionales, desde el PP a
Convergència –partido institucional por excelencia, tal como lo creó
Pujol– hasta el PSOE, están de mierda hasta las orejas. Y como gran
solución se les ha ocurrido la manipulación de la judicatura hasta
extremos que sobrepasan la decencia.
Como el ciclista de Sevilla que solicita un indulto, parece como si
todos tuviéramos que pedir al poder que nos indulte. No sé qué habremos
hecho pero el ministro Fernández Díaz tiene muy claro que somos
sospechosos de colaborar con el enemigo. ¿Y quién es el enemigo? Todo
aquel que no es amigo. La ley mordaza nos coloca a los pies de los
caballos. Hay tantas razones para acusarnos. Pero esto no es lo peor, lo
más grave es que quien aspira a rescatarnos de lo que nos amenaza está
jugando a hacer política y se divierte muchísimo con entrevistas y
debates.
En un país donde se ha degradado la política entendida como profesión
resulta que nuestros medios de comunicación dedican sus informativos y
sus páginas a eso que la gente aborrece. No es una cuestión de miedo
sino de inquietud. La impunidad del poder, allí y aquí, es tan evidente
que al ciudadano le cabe preguntarse: “Si me sucediera algo, ¿a quién
recurro?”. Tiempos de inquietud en una sociedad a punto de explotar,
porque no es fácil volver a los tiempos de neorrealismo y de El ladrón
de bicicletas sin que aparezca un fenómeno, aún reducido pero ya
presente, la violencia. Había pensado terminar con una frase hermosa
sobre el otoño y las setas, pero creo que está de más.
La Vanguardia DdA, XII/3110
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