viernes, 23 de octubre de 2015

AZNAR CAMPEADOR

Foto de Joaquin Manuel Alvarez Gonzalez.



Miguel Barrero

Hoy todo es más sencillo y bastan una cuenta en Twitter, un perfil en Facebook o una charla informal en una tasca de Nou Barris para que el trampantojo se venga abajo, pero entonces estas cosas llevaban su tiempo. Me refiero a aquellos desvergonzados ochenta en los que nuestra mentalidad era analógica, en la tele sólo echaban dos canales y los personajes públicos se sentían hasta cierto punto libres porque sus meteduras de pata apenas tenían resonancia real en la vida de ahí afuera. Todo era mucho más laxo, incluida la capacidad para reconocer los propios vicios. Por puro azar cayeron hace unos días ante mis ojos unos retratos que en esa época tomó el fotógrafo Luis Magán al entonces presidente de Castilla y León, un señor bajito y con bigote que respondía por José María Aznar López. Pertenecen a una serie que se publicó en el suplemento dominical del diario El País y en la que diversos personajes públicos posaban para la posteridad disfrazados de su mito favorito. Hay quien dice que es en la infancia donde más y mejor se manifiestan los rasgos de nuestra personalidad que acabarán descollando en la edad adulta. Tengo para mí que, en el caso de los políticos, ese momento pleno de desinhibición reveladora no se da en los inocentes tiempos remotos de la niñez, sino en medio de los remolinos de adrenalina generados por esa segunda adolescencia que es la antesala del poder. Ese paréntesis vital en el que llegan a creerse los mejores del mundo porque quienes pululan a su alrededor no dejan de decirles que lo son y porque ya se sabe que, pese a todo, cien mil millones de moscas no pueden estar nunca equivocadas. En esa fase de subidón, con viento en popa a toda vela hacia el ordeno y mando en el PP y unas posibilidades no pequeñas de presidir España a una o dos elecciones vista, Aznar apareció en la revista semanal del diario independiente de la mañana disfrazado del Cid Campeador. Seguro que sus asesores no vieron nada de malo en ello. Puede que a él le pareciese una decisión inmaculada y acorde con sus principios. Al fin y al cabo no es difícil sacar conclusiones desde el presente, pero puede que no fuese fácil encontrarlas entonces.
Contra los agoreros que repiten continuamente que este país es un vergel, lo cierto es que España es la verdadera tierra de las oportunidades en lo que a labrarse un nombre se refiere. Lo comprobaron los constructores que se erigieron en mesías de la nueva economía triunfante en el dorado cambio de siglo, lo supieron Rodrigo Rato y Álvarez-Cascos, investidos de los más altos honores retóricos antes de caer derrotados bajo la espada de sus propias miserias, y empezaba a intuirlo Aznar cuando decidió inmortalizarse de tan pintoresca guisa en lo más alto de una fortaleza desde cuyas murallas se vislumbran las más arraigadas esencias paisajísticas de Castilla. Por descontado, también lo tuvo claro el mismísimo Campeador, que puso su espada al servicio de quien mejor se la pagase, daba igual que fuera cristiano o musulmán, y ni dudó en desafiar a su rey cuando éste se negó a pasar por el aro de sus caprichos ni se molestó en ocultar los chantajes a la Corona en que incurría con cada nueva conquista. Es más, el buen Rodrigo Díaz supo rodearse de una parroquia fiel y hasta dio con un par de juglares dispuestos a cantar sus andanzas. Y aunque él no pudiese calcularlo, el porvenir le deparó la complicidad de unos cuantos historiadores y el entusiasmo de un filólogo que vio en los versos de arte mayor los cimientos en los que sustentar los embriones de la épica castellana. Como resultado de toda esa ecuación sus restos descansan hoy bajo el cimborrio de la catedral de Burgos y en la nueva política, esa cosa tan evanescente, hay quienes le citan sin conocimiento, recato ni pudor en cuanto se aproximan los fastos del 12 de octubre. Así funciona la cosa por aquí: empiezas vendiéndote al mejor postor y antes de que te des cuenta ya te han reconocido como padre de la patria y tu biografía ha dado para inaugurar un nuevo género literario. El Aznar que se retrata con cota de malla, yelmo y espadón al pie de una fortaleza mesetaria estaba comenzando a escribir el gran cantar de gesta tras el que disimularía su larga retahíla de ambiciones personales y poco o nada confesables, pero consiguió que quienes tenían que interpretar aquellas fotos viesen en ellas a un honrado patriota y no a un buscavidas tocado por la vara de la fortuna. No es en absoluto culpa del fotógrafo, que hizo con total solvencia su trabajo. Fuimos nosotros quienes no supimos ver que en esas imágenes carnavalescas estaban la esencia del personaje y el anuncio de todo lo que vendría después: el Aznar que posaba marcialmente orgulloso al lado de Blair y Bush en aquel ménage-à-trois de las Azores; el Aznar que plantaba los pies sobre la mesa del todopoderoso; el Aznar que, con tanto orgullo como mal café, dedicaba una peineta a un grupo de estudiantes en el transcurso de una visita a Oviedo. Es ese Aznar, el verdadero, el que late bajo ese desahogo folclórico-medieval, y no el aguerrido runner que salía a calentar por los jardines de La Moncloa ni el veraneante que ponía a Quintanilla de Onésimo en el mapa echando una rústica partida al dominó con los paisanos que, palillo en boca, apuraban en el bar del pueblo el tedio de la sobremesa.
Dicen que el Cid obtuvo su última victoria después de muerto, cuando sus hombres subieron su cadáver a caballo para ahuyentar a los musulmanes que se abalanzaban sobre las murallas de Valencia. También Aznar, una vez entonado el agrio cantar del destierro que compuso en el abrupto final de su Gobierno, se obstina en vengar las afrentas de Corpes que continuamente aprecia por sus alrededores. Padeció ese afán revanchista su sucesor, Zapatero, y lo padece ahora Rajoy, que pese a descender de su dedo inmaculado ve a menudo cómo su padre político le desprecia, humilla y zarandea en cuanto se le presenta la ocasión, tal que si en el fondo le molestara que tras su marcha no se hubiese hecho el caos y sufriera al comprobar que las cosas, mal que bien, siguen su cauce aunque él no esté. Se cuenta que hay algunos correligionarios, antiguamente muy devotos, que hoy reniegan del aznarismo y han tirado a la basura los retratos en los que posaban encandilados con el antaño amado líder. Nada grave: también algunos siervos renegaron del Cid cuando emprendió la mudanza al otro barrio y ya no tuvo poder ni gloria con los que traficar, pero su memoria, o su ficción, no ha conseguido diluirse. Si algo caracteriza a las leyendas es su capacidad para sobreponerse a los envites del tiempo. Tal vez dentro de unos cuantos siglos un Ramón Menéndez Pidal del futuro encuentre las fotos de Luis Magán, junto con un viejo artículo de Pedro J y la grabación del bodorrio escurialense de la hijísima, y concluya a partir de ese material que aquí, en España, aconteció entre los siglos XX y XXI una nueva edad de oro liderada por el más brillante estadista que conocer pudieron los tiempos. Un periodo en el que, infelices de nosotros, no supimos percatarnos de que éramos los vasallos más honrados de la tierra, obedientes a quien siempre se tuvo a sí mismo como el mejor de los señores.


Asturias 24  DdA, XII/3113

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