Alex González
Ayer
 Nemo, mi perro, cumplió nada menos que doce años. Y oye, está hecho 
todo un chaval, como si por él no pasasen los años salvo algún achaque 
pasajero. ¿Pero quién no resopla a veces al sentarse en una silla tras 
todo un día de aquí para allá? ¿Quién no ha pedido alguna vez una mano 
de ayuda para levantarse del suelo?
 Para mí, Nemo es una especie 
de retrato de Dorian Gray particular que, en lugar de cargar con mis 
arrugas y ceños fruncidos, almacena por mí toda la tranquilidad,
 la inocencia, la maravillosa simplicidad, la mirada limpia. Es mi 
paladín de las pequeñas cosas que hacen de la vida un lugar en el que 
merece la pena detenerse y disfrutar. Mientras mis días pasan a veces 
con pena y otras con gloria, y granito a granito la arena del reloj va 
haciendo mella en mi erosionando caracter, Nemo sigue ahí siempre, 
perfecto e ideal. Como dije hace tiempo, un oasis de cordura al que 
puedo volver los ojos cada vez que lo necesito, poniendo los pies en el 
suelo solo con acariciarle. El único que es capaz de "limpiarme" los 
problemas de un lametón y sin una sola palabra. 
 Para mirar al otro lado del espejo no tengo que subir al desván a 
contemplar un lienzo como en la novela de Oscar Wilde. Solo tengo que 
coger la correa, el collar y decir al aire "¡vamos a la calle!" En menos
 de cinco segundos, y con un preludio de sonido de parqué arañado, tengo
 a Nemo a mi lado. Y su felicidad me hace feliz.
DdA, XII/3077 

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